En una pequeña escuela pública de la Provincia de Buenos Aires, los padres y docentes se organizaron para, además de mantener la escuela en condiciones, ayudar al que lo necesitaba. Cada año, semanas antes de comenzar las clases, se reunían, recorrían las aulas, los baños, el patio, la cocina y todos los salones mientras anotaban en un cuaderno lo que hacía falta. Lamparitas, sillas, bancos, baldosas... Algunos padres se subían al tejado y destapaban los desagües o buscaban tejas rotas o se fijaban si la membrana estaba levantada. Luego se reunían en un salón y, picoteo de por medio, hacían una lista de prioridades; pensaban formas de recaudar dinero y organizaban jornadas de trabajo.
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Las personas mayores, muchas veces sufren caídas, se rompen algún hueso y deben ser internadas. Este era el caso de Felicitas, que yendo a hacer las compras, se tropezó con una baldosa rota y se rompió la cadera. Llevaba dos semanas internada en un hospital, en una habitación que tenía dos camas. Una vacía, hasta que llegó Leonor. Ella también se cayó y se rompió la pierna.
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En el patio de la escuela, durante el recreo, las maestras conversaban entre ellas mientras miraban jugar a los niños. Todas menos Laura, la maestra de Brian que no paraba de correr detrás de él, llamándole la atención porque pegaba a un compañero, le ponía la traba al otro, le tiraba del pelo a una compañera...
Todas, menos ella, descansaban en el recreo y cuidaban a los niños con una taza de té en la mano. Laura no se quedaba quieta ni un momento. A veces, cansada de darle oportunidades, sentaba a Brian en un banco que estaba cerca de donde estaban ellas y, desde ahí, lo miraba.
En el salón la situación no era mejor. Laura ya había probado todos los lugares y lo sentó con todo tipo de compañeros: tranquilos, movidos, de enfado fácil, le aguantaban... pero nada resultaba, en menos de dos minutos estaban a su lado para pedir cambio de lugar; no podían trabajar a su lado. Brian parecía disfrutar de la situación.
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Cuenta la historia que cuando Jesús era niño, acompañaba a la Virgen María, cada mañana, hasta el pozo, en busca de agua. El pequeñín miraba cómo su madre llenaba el cubo y cómo con gran esfuerzo lo levantaba por encima de su cabeza para transportarlo con perfecto equilibrio hasta su casa. Pero cierto día, el infante le dijo a su madre: -Mamá, déjame que te ayude, por favor. La Santísima Virgen se rehusó al principio por ser aún tan pequeño. -No, hijo. El cubo es pesado y te puedes hacer daño.
Pero como insistiera su hijo, la Virgen dejó el cubo a medio llenar y lo ayudó a cargarlo sobre el hombro, apoyándose con la cabeza y el brazo. Caminaron largo y cuando llegaron, la Virgen María se angustió porque el niño tenía una enorme llaga en el hombro. -¡Hijo, te has lastimado! ¡Te dije que no lo hicieras! ¡Mira qué herida te has hecho! -No te angusties, mamá, tranquila -repuso el niño-. Es necesario que me vaya preparando... -le respondió.
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