Confiar en que el camino es posible
En el patio de la escuela, durante el recreo, las maestras conversaban entre ellas mientras miraban jugar a los niños. Todas menos Laura, la maestra de Brian que no paraba de correr detrás de él, llamándole la atención porque pegaba a un compañero, le ponía la traba al otro, le tiraba del pelo a una compañera...
Todas, menos ella, descansaban en el recreo y cuidaban a los niños con una taza de té en la mano. Laura no se quedaba quieta ni un momento. A veces, cansada de darle oportunidades, sentaba a Brian en un banco que estaba cerca de donde estaban ellas y, desde ahí, lo miraba.
En el salón la situación no era mejor. Laura ya había probado todos los lugares y lo sentó con todo tipo de compañeros: tranquilos, movidos, de enfado fácil, le aguantaban... pero nada resultaba, en menos de dos minutos estaban a su lado para pedir cambio de lugar; no podían trabajar a su lado. Brian parecía disfrutar de la situación.
Laura le puso malas notas en el cuaderno y en el boletín, lo suspendieron, firmó el libro de disciplina de la escuela, y sus padres lo dejaron sin el extraescolar deportivo. Nada dio retultado. Brian seguía como siempre.
Hacia mitad de año, la maestra enfermó y pidieron una suplente por dos meses. Llegó una señora mayor, recién salida de maestra hacía poquito, sin mucha experiencia. El resto de sus compañeras hablaba a sus espaldas; murmuraban diciendo que no iba a aguantar mucho, que la paciencia no le alcanzaría, que le faltaban recursos... Ella escuchó algún comentario pero, como necesitaba trabajar, no les dio importancia. Lo que no pudo evitar oír fue todo lo que le dijeron de Brian.
Esa mañana llegó con su babi nuevo, recién planchado y se paró delante de los niños que estaban en la fila. Los saludó uno por uno y les preguntó el nombre. Cuando entraron al aula le pidió a Brian que fuera a buscar el registro a secretaría.
—Ah, sabe mi nombre porque seguro le dijeron que era el peor de la escuela.
La maestra pidió silencio y, ante el asombro de todos, los llamó a cada uno por su nombre.
—Siempre tuve mucha facilidad para recordar nombres— explicó. Pero, si no quieres ir, le pido a otro que vaya a buscarlo.
Brian caminó hasta la secretaría ida y vuelta a paso de tortuga. La secretaria pensó que esa pobre maestra iba por mal camino si le encargaba tareas a Brian. Cuando entró al salón, se sorprendió porque no recibió el reto habitual por la tardanza y también, porque habían movido los bancos formando un semicírculo.
—¡Te estábamos esperando! ¿Dónde quieres poner tu banco?
—¿Lo puedo poner dónde quiera?
—Por supuesto, donde te parezca que puedas participar mejor.
Antes de salir al recreo, la maestra sacó de sus bolsillos varios metros de goma elástica y les enseño a jugar. Brian, que no era bueno en fútbol, ¡resultó ser un gran saltarín!
En el primer recreo, cuando el resto de las maestras pensaban verla cansada y corriendo para contener a Brian, vieron, con gran sorpresa, que los chicos de quinto jugaban juntos, incluso Brian. La maestra los miraba de cerca, como participando del juego mientras proponía nuevas reglas.
No vamos a decir que Brian se convirtió en un chico tranquilo, pero sí que dejó de molestar a sus compañeros y poco a poco, se integró al grupo. Confiar amorosamente en el otro es un acto de misericordia. Si la maestra se hubiera dejado guiar por lo que le decían, hubiera tratado de forma diferenciada a Brian , negando la posibilidad de cambio.
El poquito de confianza que le brindó, lo ayudó. ¿Crees que las personas podemos cambiar? ¿Qué te gustaría cambiar a ti?