María Inmaculada, Sagrario vivo de la Belleza
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, con el tiempo de Adviento marcando el paso lento de Dios por nuestra vida, celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María. Ella, preservada del pecado merced a los méritos del sacrificio redentor de su Hijo, deja grabado en lo más profundo de nuestra fe que el amor –si es verdadero– lo inunda todo, hasta transformar en gracia la mirada afligida de este mundo.
«He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 26-38). María, con su perpetuo e inigualable «sí», rompe las ataduras humanas para enseñarnos cómo en una mirada pueden esconderse todos los misterios del Evangelio.
María nos lleva a Jesús. Todo en Ella es ofrenda derramada por amor; un amor incomparable capaz de transformar el dolor más oscuro en puro don. Incluso en la hora suprema de la nueva Creación, incluso en la Cruz, «cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo» (Evangelii gaudium, 285).
Los ojos de Cristo tienen el mismo color que los de su Madre, porque no soporta que unos pies cansados peregrinen por las cimas más gastadas de esta Tierra sin la presencia de Aquella que es capaz de «transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura» (ibd, 286). Ciertamente, confiesa el Papa Francisco, al Señor «no le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino» (ibd, 285). De mismo modo, Ella empeña la vida para que cada uno de nosotros, sus hijos más amados, llevemos grabado en el alma el Corazón de su Hijo.
A lo largo de la historia, los más grandes pintores, maestros, poetas, escultores y literatos han ido cincelando en sus obras la belleza de la Santísima Virgen María. Porque nadie olvida su rostro después de haberla conocido. No solo porque Ella acompaña a cada uno de los hijos que testimonian los mandamientos de Dios y mantienen la memoria de Jesús (cf. Ap 12, 17), sino porque en su mesa caben todos. Y no importa la mano que moldee su tez, describa su amor materno o sombree sus ojos; solamente basta el corazón de quien la invoque para que Ella, como verdadera Madre, se haga presencia para dejarse eternamente admirar.