Dios camina con su Pueblo

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Todos aquellos que caminan de un lugar a otro, de una ciudad a otra, de una costa a otra, de un corazón a otro forman parte de un mismo pueblo: un pueblo con el que, no lo olvidemos, Dios camina desde el principio». Estas palabras, que se adentran en lo profundo del mensaje que envían los obispos de la Subcomisión Episcopal para las Migraciones y Movilidad Humana de la Conferencia Episcopal Española para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, nos recuerdan que en el pensamiento bíblico y eclesial siempre ha estado presente la imagen del camino para reflejar lo que supone la experiencia de Dios o la propia vida personal o comunitaria.

Sin duda alguna, la movilidad humana traza un horizonte esencial y profundamente significativo en esta época que vivimos. Y esta jornada que celebramos nos invita a repensar el sentido de nuestro camino y de nuestro caminar: cómo es nuestro paso, cuál es la finalidad, dónde descansa nuestro cansancio, qué importancia adquiere en nuestra vida y en la de nuestros hermanos…

Dios camina con su pueblo, reza el lema para esta jornada, con el deseo de perpetuar que la presencia de Dios en medio del pueblo «es una certeza de la historia de la salvación», tal y como destaca el Papa Francisco en su mensaje. Dios no sólo camina con su pueblo, sino también en su pueblo, recuerda el Santo Padre, en el sentido de que «se identifica con los hombres y las mujeres en su caminar por la historia –especialmente con los últimos, los pobres, los marginados–, como prolongación del misterio de la Encarnación».

Así, el encuentro con cada uno de estos hermanos migrantes y refugiados es un encuentro cara a cara con el Señor (cf. Mt 25, 35-46). Cada vez que tocamos su carne viva en los más vulnerables, la humanidad no pierde el paso si Él habita cada trazo del camino.

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La Pastoral Rural siembra los campos de esperanza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, cuando los campos comienzan a vestirse de estío y a adquirir un tono más otoñal, quisiera agradecer la labor de la Pastoral Rural en la Iglesia.

La misión de la Iglesia es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). Fieles, pues, a este mandato que el Señor nos plantea, las parroquias deben ser «un germen seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano» (LG, 9), que ha de estar íntimamente ligado al corazón de nuestros pueblos.

Me vienen al recuerdo las palabras que el Papa Francisco dirigió el pasado 27 de abril a nuestra comunidad del Seminario de Burgos, durante la audiencia privada que nos concedió en la sala Clementina del Vaticano: «Jesús me quiere en esta tierra vaciada para llenarla de Dios, es decir, para que lo haga presente entre mis hermanos, para que construya comunidad, Iglesia, Pueblo… Sin caridad a Dios y a los hermanos, sin caminar de “dos en dos” –como dice el evangelista– no podemos llevar a Dios».

Asimismo, el Santo Padre destacó la necesidad de manifestar al Señor «una disponibilidad absoluta, rogándole que nos envíe a nosotros, aunque parezcamos poco ante un trabajo –la mies– tan grande». Y también hizo referencia a mostrar una actitud de abandono y de confianza, hasta que «el vacío sólo se haga en nuestro corazón para acoger a Dios y al hermano, desprendiéndonos de las falsas seguridades humanas». Tener a Dios en nosotros nos llena de paz, reveló, «una paz que podemos llevar a todos los pueblos y ciudades; de ese modo, llenarán con su luz los campos que ahora parecen yermos, fecundándolos de esperanza».

Y este es el mensaje que deseo transmitir a todas las comunidades parroquiales que viven su fe y su tarea evangelizadora en el mundo rural: colmad de luz los campos y fecundad la Tierra de belleza, siendo conscientes de que Dios va por delante de vuestra acción y os llama a ser fermento, sal y luz de la parcela de su Iglesia que os ha confiado. Es una misión inmensamente gratificante cuando se hace con entrañas de amor y con el único objetivo de sembrar a manos llenas, sin esperar una gran cosecha que consuele el cansancio. Al final, será Dios y sólo Él quien haga germinar y florecer los frutos.

Pongo la mirada en las Orientaciones Pastorales que hemos presentado para estar aún más cerca de vosotros como Iglesia en el ámbito rural que peregrina en nuestra archidiócesis burgalesa. Estas ideas se han llevado a cabo como respuesta a una de las propuestas de la Asamblea Diocesana de Burgos (cf. n. 167) y del Plan pastoral diocesano 2023-2027, en el que se pedía «elaborar unas orientaciones pastorales para el mundo rural y poner los medios para que puedan desarrollarse en las diversas dimensiones de la vida cristiana» (acción 20). En este sentido, hemos de conocer la tierra en la que vamos a sembrar el Evangelio y dejarnos interpelar por ella para dar una respuesta creyente, constatando sociologías distintas pero teniendo en cuenta que la movilidad, la tecnología, la digitalización, etc., hacen que lo rural y lo urbano compartan más desafíos de lo que en principio pueda parecer.

En verdad, la actual situación social y eclesial requieren una atención esmerada al mundo rural. Los retos que descubrimos son una llamada a la conversión pastoral, a renovarnos personal y comunitariamente, a evangelizar con pasión y a comprometernos en la acción sociocaritativa. Por eso es tan necesaria una pastoral más evangelizadora y misionera, donde las comunidades estén vivas y sean capaces de sembrar e irradiar el Evangelio en el contexto religioso y social de nuestros pueblos.

Sin olvidar los principios de la Doctrina Social de la Iglesia, quienes trabajáis en este ámbito rural fomentáis el cuidado de la Casa Común, poniendo en el centro a los más vulnerables y su dignidad como personas, aprovechando el entorno natural que tenemos –tan rico en bienes y matices– y sintiendo como propio aquello que estimula o dificulta la vida.

Le pido a Santa María la Mayor que interceda por cada uno de vosotros, para que sigáis encarnando su mirada fiel y compasiva en el mundo rural de una manera tan entrañable. Vuestro esfuerzo jamás será en vano. Recordad siempre que Dios actúa en nuestra historia y en las raíces de nuestra Tierra merced a corazones entregados como los vuestros.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Mar adentro, hacia un nuevo curso pastoral

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Iniciamos un nuevo curso pastoral, comenzamos una travesía en la búsqueda de una entrega mejor y ponemos nuestro corazón en guardia para no sucumbir a la incertidumbre que provoca volver a empezar.

Recomenzar significa ponerse en camino, bregar todas las noches sin esperar una pesca abundante, pero llenos de una gran esperanza, reuniendo todas las fuerzas posibles para vivir –como Pueblo de Dios– el misterio de Cristo en la historia.

Acogemos esta invitación que el Señor nos ofrece un curso más, con el texto lucano de la pesca milagrosa (cf. Lc 5, 1-11) que palpita en nuestros corazones y los invita a derramarse con decisión en la tarea preciosa de evangelizar.

«Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca», le pide el Señor a Simón Pedro, con la confianza de que su mandato cumplirá el milagro que los ojos de los apóstoles desean. Simón Pedro, cansado de una pesca que esa noche no dio fruto, obedece la petición de Jesús, aun teniendo el corazón cargado de miedos y vacilaciones: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes».

Al final, «hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse», tal y como relata la Palabra. Porque nadie le gana al Señor en generosidad, ni tampoco al apóstol Pedro en obediencia confiada, pues era un pescador experto que conocía como nadie el mar de Galilea y, aun sintiéndose rendido esa noche por no hacerse con un solo pez, se fió de Jesús y se dejó hacer como Él lo deseaba. Y la noche se iluminó de la luz del amor y la esperanza.

¿Qué nos enseña la Escritura, por medio de este Evangelio? Que la misericordia de Cristo, cuando el terreno se muestre pedregoso y el mar en tempestad, es capaz de precipitar absolutamente todo y que lo que parece imposible, no lo es para Dios (cf. Lc 1, 37).

Es el tiempo de la fe, de la esperanza que no defrauda, de echar las redes con la confianza ciega de que volverán cargadas de los sueños que Dios imagina para nosotros. Y aunque a veces nos sintamos como Pedro y no seamos capaces de ver los frutos, la bondad de Cristo nos invita, en este nuevo curso pastoral, a volver a echar las redes, a confiar a pesar de nuestra pequeñez, a vaciarnos de nuestro yo y llenarnos de Cristo, que nos invita a la fidelidad y a la entrega. ¿Acaso el Señor, quien prometió estar con nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20) se desentendería de las fatigas y desalientos que en ocasiones pueden nublar el corazón?

Vivamos sin miedo (cf. Mc 6, 50), seamos dóciles y obedientes al Evangelio; máxime en la dificultad, cuando el Maestro ponga ante nuestras frágiles manos alguna misión que parezca compleja o cuando llegue la «noche oscura del alma», de la que hablaba san Juan de la Cruz. En ese momento, cuando permanezcamos –como el religioso carmelita– «con ansias de amores», no sucumbamos a la fatiga del alma y salgamos en busca de ese Reino de Dios que encuentra su verdadero sentido cuando, una vez que nos hemos encontrado con el Amor, seamos enviados a sembrar de vida y esperanza todo sufrimiento humano.

Le pedimos a la Virgen María que aprendamos de Ella a confiar en la llamada de Dios, a ser generosos y alegres en la entrega cotidiana a la tarea evangelizadora.

Y como hizo San Juan de la Cruz, en medio de la aflicción hasta encontrar paz en el alma, accedamos al Corazón del Señor que nos invita a entrar en su presencia, donde «secretamente solo mora» y donde «delicadamente me enamora» (Llama de amor viva, san Juan de la Cruz).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

«El proyecto de Dios en la Natividad de la Virgen María»

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, nueve meses después de la solemnidad de la Inmaculada Concepción, celebramos la Natividad de la Virgen María, nuestra Madre.

Con su nacimiento, germina en el mundo la aurora de la salvación, se cumplen todas las expectativas del Antiguo Testamento y emprende su ruta la puerta divina en su perpetua virginidad: «De Ella y por medio de Ella, Dios, que está por encima de todo cuanto existe, se hace presente en el mundo corporalmente. Sirviéndose de Ella, Dios descendió sin experimentar ninguna mutación, o mejor dicho, por su benévola condescendencia, apareció en la Tierra y convivió con los hombres» (San Juan Damasceno).

La presencia de María, la «llena de gracia» (Lc 1, 28) destinada a ser la Madre de Dios hecho hombre, está unida de manera indisoluble a la de Cristo, el Sol que nace de lo alto (cf. Lc 1, 78) –merced a la bondad misteriosa de nuestro Dios–para cambiar los corazones más sombríos de la humanidad.

Decía san Agustín que Ella «es la flor del campo de quien floreció el precioso lirio de los valles» y, a través de su nacimiento, «la naturaleza heredada de nuestros primeros padres cambia». Así lo manifiesta la Iglesia, en el Oficio de Laudes, poniendo el corazón en la solemnidad que hoy conmemoramos: «Por tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, anunciaste la alegría a todo el mundo: de ti nació el Sol de justicia, Cristo, Dios nuestro».

La natividad de la Virgen ha de guiarnos, con profunda ternura y devoción, a la senda de la vida naciente, donde tantas madres esperan, algunas incluso contra toda esperanza, la llegada del hijo de sus entrañas. «El embarazo es una época difícil, pero también es un tiempo maravilloso; la madre acompaña a Dios para que se produzca el milagro de una nueva vida» (AL 168), revela el Papa Francisco en su exhortación postsinodal Amoris laetitia. A la luz de esta promesa que perpetúa cómo cada mujer participa del misterio de la Creación, cada familia ha de convertirse en esa iglesia doméstica que se transforma en sede de la Eucaristía, con Cristo sentado en la misma mesa, donde los padres son los cimientos de la casa y los hijos las piedras vivas de la familia (cf. 1 P 2, 5).

La Sagrada Escritura «considera a la familia como la sede de la catequesis de los hijos» (AL 16). Este mensaje principal, que el Papa recuerda en esta exhortación sobre el amor en la familia, afirma que «amar es volverse amable» porque el verdadero amor «no obra con rudeza, no actúa de modo descortés y no es duro en el trato». Y así ha de ser en la familia, con unos «modos, palabras y gestos agradables» y no «ásperos ni rígidos», donde la cortesía «es una escuela de sensibilidad y gratuidad», que exige a la persona «cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar» (AL 99).

Decía santo Tomás de Aquino que «todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean» (Summa Theologiae II-II, q. 114, a. 2, ad 1). Un estilo de vida y una opción preferencial que exigen un cuidado exquisito en la caridad conyugal, donde el matrimonio refleja el amor con el que Cristo ama a su Iglesia.

El nacimiento de María nos conduce hacia ese amor inagotable de Dios que nos permite ver, más allá de toda circunstancia o condición, el valor de cada madre, de cada hijo y de todo ser humano.

Junto a la Sagrada Familia de Nazaret, pido por cada matrimonio y cada familia, para que sigáis siendo hogar de comunión, cenáculo de oración y esplendor del verdadero amor. Que la delicadeza, la belleza y la humildad de María os conduzcan a la alegría del Evangelio. Y cuando arrecie la tempestad, tened presente que el Señor llama a la puerta de la familia, de vuestra casa, para compartir con vosotros la cena eucarística, presencia y memorial perpetuo de su infinito amor (cf. Ap 3, 20).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Recomencemos, desde Cristo, en lo cotidiano de la vida

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Recomenzamos el tiempo cotidiano de la vida y volvemos a la entrega diaria. Y ahí, en este volver a empezar, Cristo se hace verdaderamente presente para recordarnos que debemos santificarnos en el ofrecimiento de la vida, el trabajo, la familia, las alegrías y las dificultades.

Decía san Josemaria Escrivá que «es en medio de las cosas más materiales de la tierra donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres». De esta manera, cuando hacemos del trabajo ordinario un lugar de encuentro con el Señor, todo adquiere un sentido nuevo, sobrenatural, distinto. Hagámoslo con empeño, sin dejar un solo detalle sin cuidar, porque en el Cielo, adonde nos dirigimos de la mano de Dios, no hay trabajo ni planes ni conocimiento ni sabiduría que puedan suplir nuestra labor en esta Tierra (cf. Ec 9, 10).

El apóstol Pablo instaba a la comunidad de Corinto a mantenerse «firme e inconmovible», sin dejar de progresar en la obra del Señor, consciente de que su trabajo en Él no es en vano y «sabiendo que no dejará sin recompensa nuestro trabajo» (1 Cor 15, 57).

Cristo se hace presente, una y otra vez, en el quehacer frecuente de la vida. Ahí nos habla, nos renueva y nos alimenta con su presencia. Por eso, hemos de educar la mirada hacia Él para mirar con ojos nuevos las pequeñas cosas que hacen, de su Reino, un hogar tranquilo, sosegado y apacible de eterna salvación para todos. Mirar para aprender a ver, y viceversa, hasta que advirtamos a Dios en cada detalle, sentido y circunstancia de nuestra frágil existencia.

Cada inicio se convierte en una oportunidad para mirar como el Señor nos mira. A menudo, cuando su presencia permanece escondida entre cientos de detalles frecuentes, me pregunto cómo será la mirada de Jesús cuando habita en nuestros ojos. Y me imagino su rostro, su semblante y su gesto al contemplar el milagro de la vida. Y pienso que esa es la única manera en la que hemos de vivir: aprendiendo a mirar cómo Él lo hace.

Recomenzar desde Cristo es, también, acompañar y dejarse acompañar, acoger a quien acude a nuestro encuentro para buscar una luz o abandonarnos al hermano que aparece para iluminarnos el camino. Empezar de nuevo es ver a Dios en los ojos alborozados del resucitado y en las lágrimas mendicantes del herido, es darles un sentido renovado a los acontecimientos y es buscar la voluntad del Padre en todo aquello que nos sucede. Empezar es vivir el servicio con alegría, es desposeerse de las comodidades que nos encadenan y es amar lo que no siempre nos apasiona.

La vida en Cristo es un milagro que responde a un amor –el suyo– que no se marchita jamás. Cuidar el lugar que Dios ocupa en nuestra vida es el comienzo de una nueva aventura. Cada amanecer, por tanto, ha de revestirse de un deseo renovado que implica vivir la santidad en las pequeñas cosas, en todo aquello que parece insignificante a los ojos del mundo, en lo que por su incalculable sencillez y humildad pasan desapercibidas a los ojos superficiales.

De cara a esta etapa que ahora comienza y de la mano de la Virgen María, os invito a cuidar los detalles que tejen nuestra existencia, hasta que entendamos que nuestra vida «está escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 3). Y no hay más camino hacia el Reino que este amor que tantas veces no se puede comprender porque supera toda nuestra capacidad, conciencia y entendimiento.

Aprendamos de María a tener presente al Señor en cada tarea, no nos apartemos de Dios cuando aflore el cansancio y recordemos siempre que el Señor recompensará con el infinito a cada uno por el bien que haya hecho (cf. Ef 6, 8).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Parroquia Sagrada Familia