6 Abr
Jueves Santo - Confesiones
06.04.2023 10:30 - 13:00
6 Abr
Jueves Santo - Santa Misa
06.04.2023 17:00

Padre, que todos seamos uno

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Haz el bien; busca la justicia» (Is 1,17). De la mano del libro de Isaías celebramos, un año más, la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos.

El profeta Isaías, quien fuera enviado para revelar al pueblo la salvación de Dios en cumplimiento de su promesa a David, nos enseñó –con su ejemplo– que Él promueve el derecho y la justicia en todo momento y en todos los ámbitos de la vida. Por eso, le envía a predicar la verdad al pueblo elegido (cf. Is 6,1-13), porque su carisma profético era más fuerte que los miedos que en aquel tiempo asediaban las vidas de quienes decían amar a Dios.

No es posible separar nuestra relación con Cristo de nuestro amor al prójimo, desde el más alejado hasta el más pequeño de nuestros hermanos (cf. Mt 25, 40).

En este sentido, aferrados a la Palabra, celebramos esta Semana de Oración: momento propicio para que los cristianos reconozcamos que «las divisiones entre nuestras iglesias y confesiones no pueden separarse de  las  divisiones  de  la  familia  humana», tal y como señalan para esta jornada desde el Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y el Consejo Mundial de Iglesias. Orar juntos por la unidad de los cristianos «nos permite reflexionar sobre lo que nos une y comprometernos a afrontar la opresión y la división que se dan en la humanidad».

¿Y qué sentido tiene, hoy en día, orar en comunidad y a una sola voz por la unidad de los cristianos? Tal vez, un solo versículo del primer capítulo del libro de Isaías da sentido a esta pregunta, y a esta jornada que conmemoramos: «Aprended a hacer el bien, tomad decisiones justas, restableced al oprimido, haced justicia al huérfano, defended la causa de la viuda» (Is 1, 17). De esta manera, haciendo nuestras las palabras del profeta, encontraremos la recompensa más bella de la fe, de una vida enraizada en Cristo Jesús y del Amor de Dios: «Aunque sean vuestros pecados tan rojos como la grana, blanquearán como la nieve; aunque sean como la púrpura, como lana quedarán» (Is 1, 18).

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Bautizados e hijos amados de Dios

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«El Bautismo es más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida», dejó escrito el Papa emérito Benedicto XVI, en una homilía pronunciada en abril de 2007, al referirse al Bautismo del Señor que la Iglesia celebra hoy.

Con esta fiesta tan importante concluye el tiempo de Navidad. En Jesús, el amado del Padre que hoy se presenta en el Jordán para ser bautizado por Juan Bautista, se cumple la salvación de Dios: «Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu Santo bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto” (Mt 3, 13-17).

Con la celebración del Bautismo somos constituidos hijos amados de Dios. Por ello, Cristo, quien viene a revelar el misterio del amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu, desea manifestarnos la importancia del Bautismo como puerta de la fe. Con el Bautismo del Señor la Iglesia nos invita a mirar la humildad de Jesús, que se convierte en una manifestación de la Santísima Trinidad. «También el Espíritu da testimonio de la divinidad, acudiendo en favor de quien es su semejante; y la voz desciende del cielo, pues del cielo procede precisamente Aquel de quien se daba testimonio», pronunció san Gregorio Nacianceno en uno de sus sermones.

El Bautismo, principio de toda la vida cristiana, es «la puerta que permite al Señor hacer su morada en nosotros e introducirnos en su Misterio», recordaba el Papa Francisco durante su catequesis semanal del pasado año en un día como el que celebramos hoy. Por ello, es «el mayor regalo que hemos recibido».

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Paz en la tierra

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

¡Feliz Año Nuevo! ¡Feliz 2023! Y es feliz, porque –en medio del dolor del mundo, de la tormenta que a veces nos asola y de las vicisitudes de la historia– seguimos dando razones a la vida y al amor para creer que, con Dios, cada mañana resucita el corazón de la esperanza.

Nadie puede salvarse solo. Recomenzar desde el COVID-19 para trazar juntos caminos de paz. Con este título tan significativo, el Papa Francisco recuerda, en su mensaje para la celebración de la 56a Jornada Mundial de la Paz que hoy celebramos, la importancia de tener una mirada atenta para «permanecer firme, con los pies y el corazón bien plantados en la tierra». Porque estamos llamados a «mantener el corazón abierto a la esperanza», desvela, con la confianza firme en que Dios «nos acompaña con ternura, nos sostiene en la fatiga y, sobre todo, guía nuestro camino».

En este nuevo año que comienza, el Santo Padre nos invita a mantenernos dispuestos, a «no encerrarnos en el miedo, el dolor o la resignación», a «no ceder a la distracción y a no desanimarnos», sino a «ser como centinelas capaces de velar y distinguir las primeras luces del alba, especialmente en las horas más oscuras».

La llamada a ser centinelas del Dios que nos habita ha de hacernos una sola familia humana que se cuida, se respeta y se acompaña. Con paz. Porque el sufrimiento de este tiempo pasado ha resquebrajado demasiadas vidas, y solo seremos capaces de recomponernos si ponemos la Palabra en el centro, si permanecemos vigilantes al dolor del hermano, si escribimos compasión en cada uno de nuestros pasos.

En este nuevo tiempo en el que somos llamados a renacer del agua y del espíritu (cf. Jn 3, 5-7), el Señor –con su incansable testimonio– nos invita a curar, a esperar, a acompañar, a sostener y a cuidar. Y, para ello, hemos de dejarnos cambiar el corazón por Aquel que más nos ama (cf. Jn 13, 34) y que espera sin reproches al otro lado de la puerta, aunque tantas y tantas veces no escuchemos su llamada.

Hoy, con mucha fuerza, vienen a mi mente las palabras que el Papa san Juan Pablo II pronunció en la encíclica Redemptor hominis, donde decía que «el hombre no puede vivir sin amor». Su vida «está privada de sentido si no se le revela el amor», escribía, «si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente». Precisamente por esto, «Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre» (n. 10, 4 de marzo de 1979).

La llegada de un nuevo año es, por tanto, una nueva oportunidad para amarnos en paz, teniendo siempre presente que nuestra fe solo puede ser creíble si se fundamenta en el amor a Dios y a los demás: «Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 Jn 4, 7-8).

Recuerda el Papa en su mensaje para esta jornada que «solo la paz que nace del amor fraterno y desinteresado puede ayudarnos a superar las crisis personales, sociales y mundiales». Y así, poco a poco, podremos regocijarnos por la hermosa herencia que Él nos ha regalado.

Amemos hasta el extremo, a los enemigos, a los que no saben amar y a quienes hablen mal de nosotros, pero con paz. Y cuando creamos que no podemos, miremos a Cristo, quien se ofreció como víctima en el altar de la cruz y solo fue capaz de hablar de perdón, de misericordia y de amor.

Ponemos este nuevo año en las manos de la Virgen María, la Santa Madre de Dios y Madre nuestra, cuya maternidad hoy celebramos, y le pedimos que nos ayude a ser artesanos de la paz y a construir, a la medida de su amor, un reino de justicia, de esperanza y de caridad. Que María de Nazaret nos ayude a parecernos, cada vez más, al corazón compasivo de su Hijo Jesús.

Con mis mejores deseos, os envío mi bendición y un feliz año 2023.

«Aunque tu vida terrenal se haya apagado, tu luz resplandecerá por toda la eternidad»

El arzobispo de Burgos, don Mario Iceta Gavicagogeascoa, al papa emérito Benedicto XVI en el día de su fallecimiento.

«La vida de los que en ti esperan no termina, se transforma». Con estas consoladoras palabras, el prefacio de difuntos envuelve la muerte en el manto de la esperanza. Esa fe y esperanza que en estos momentos sostienen nuestro corazón y elevan nuestros ojos al cielo. Nuestro querido Papa emérito Benedicto XVI ha emprendido su viaje definitivo a la casa del Padre. No tengo más palabras que las de profunda admiración e inmensa gratitud.

La vida y el Magisterio de Benedicto XVI han sido luminosos y fecundos. La altura de su pensamiento ha suscitado un apasionado diálogo con todo tipo de corrientes de pensamiento y ha sido referencia para teólogos y pensadores, creyentes y no creyentes. Una obra teológica imponente fruto de una fe apasionada vivida en la cotidianidad del amor y el servicio.

Su amor a Dios se ha plasmado en el cuidado delicado por la liturgia, que vivía con profundidad. Su amor y servicio a toda persona que busca y sufre en oscuridad ha quedado reflejado en sus encíclicas que abren el camino a una humanidad nueva y abrigan el alma en los momentos difíciles generando una nueva humanidad.

Aunque su vida terrenal se haya apagado, la luz de su vida y Magisterio resplandecerán como estrellas por toda la eternidad. Tendría muchas anécdotas que contar de los encuentros que tuve con él, que es quien me nombró obispo primero auxiliar y después titular de Bilbao. «No tenga miedo. Vaya con paz porque el Señor le envía y yo también le envío», me dijo poco después del nombramiento, sosteniendo mis manos entre las suyas, con su mirada cálida y profunda y su rostro que inspiraba paz y confianza.

Hoy podemos dar gracias a Dios porque ha concedido a nuestro querido Benedicto XVI una vida larga que ha sembrado de bien el camino de la Iglesia y la historia de la humanidad. Lo encomendamos al Padre en este último viaje, que ha emprendido en paz, ligero de equipaje y con el corazón lleno del amor de Dios. Gracias Papa Benedicto por todo el bien que hemos recibido de ti, por tu testimonio de fe, esperanza amor y servicio. En tu vida se han cumplido las palabras del Eclesiástico: “Dichosos los que te vieron y se durmieron en el amor”. Quedas para siempre grabado en lo más profundo de nuestro corazón. Sigue cuidando de nosotros. Gracias y hasta el cielo.

La humildad se hace Belleza en Navidad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con gran alegría y gozo, el sol despeja las tinieblas durante el alba porque, en la ciudad de David, ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor (cf. Lc 2, 10-11). Hoy celebramos el triunfo de la vida, el renacer de un nuevo sueño por cumplir, la venida del Amor. ¡Hoy ha nacido Jesús!

Con el anuncio del Ángel, revivimos que Nuestro Señor Jesucristo, la esperanza que renueva cualquier corazón herido, viene al mundo para traernos la salvación. Y lo hace en la intemperie de un pesebre con la preciosa misión de adentrarnos, desde el alma de su imperecedera luz (cf. Jn 8, 12), en el sacramento de la Belleza que se hace vida en Navidad. Dios hecho Niño, desde una posada construida en pobreza y humildad, desea acomodar el pesebre de nuestro corazón para que oigamos la voz del Amor.

Es tiempo de deseo y esperanza, de acogida y gratitud, de confianza y consuelo. Jesús fue llamado por los profetas el deseado y el esperado de todas las naciones y aviva en nosotros el deseo de recibirle y, de este modo, colmar nuestra esperanza.

En Navidad, «Él se nos muestra como niño, pequeño, indefenso, completamente necesitado de su madre y de todo lo que el amor de una madre puede dar». Estas palabras de la Madre Teresa de Calcuta nos recuerdan que solo la humildad de la Virgen María «la hizo capaz de servir». Por tanto, si queremos que Dios habite los rincones de nuestra fragilidad, hemos de vaciarnos del todo por medio de la humildad para que Dios anide y repare cada una de las grietas de nuestra vida.

La humildad es el camino, ese misterio traspasado de eternidad que debe poblar el templo de nuestra carne. Y, junto a ella, espera la pobreza: virtud que brota del amor ofrendado de un pesebre, esperanza desnuda de lujos que nace en el silencio de dos miradas que se aman: en María y en José.

San Juan de la Cruz dejó escrito que «el Padre dijo una Palabra, que fue su Hijo, y esta Palabra siempre la dice en silencio eterno, y en silencio debe ser escuchada por nuestras almas». Si hasta el mismo Dios se abajó, haciendo a su hijo Jesucristo pobre por nosotros, ¿cómo no vamos a forjar, con los pobres, el mandamiento principal de nuestras vidas? Y si la propia naturaleza «nos engendra pobres», como podemos leer en uno de los escritos de san Antonio de Padua, ¿cómo no vamos a desprendernos de todo lo que nos ata para que Dios pueda acomodarse en nuestra casa?

Jesús, el Verbo Encarnado de Dios, sueña con edificar sobre nuestra nada. Y por eso vuelve a nacer entre nosotros (cf. Jn 1, 14) en un sencillo pesebre, para que su pequeñez nos aliente a ser mansos de corazón y a recostarnos sin miedo en la humilde morada del Niño de Belén.

El Papa Francisco, en su mensaje Urbi et orbi pronunciado el pasado año en el balcón central de la Basílica Vaticana, recordaba que «corremos el riesgo de no escuchar los gritos de dolor y desesperación de muchos de nuestros hermanos». Ante todas las dificultades de nuestro tiempo, grita con mucha más fuerza la esperanza de que «un niño nos ha nacido» (Is 9, 5) para habitarnos el alma, el aliento y la mirada. Si Él llegó pobre, vivió y murió en pobreza, no hay pesebre más admirable que un corazón austero, que se abre a un Dios que se encarna necesitado para asumir nuestra humanidad hasta el extremo.

Hoy, de la mano de la Virgen María y de san José, miramos al pesebre y esperamos, con el corazón abierto, que el Niño Dios nos ayude a hacerle sitio en nuestras vidas. Y con una inmensa alegría, fijamos la mirada en el portal de Belén y cantamos al Amor que se ha quedado eternamente a nuestro lado.

¡Os deseo una Feliz y Santa Navidad!

Con gran afecto, recibid mi bendición y un fuerte abrazo en Cristo.

Parroquia Sagrada Familia