Adviento: el pesebre de nuestra fragilidad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Ven, Señor Jesús, e infunde en nuestra vida la esperanza de tus ojos, la que nunca falla ni defrauda, la que jamás aparta su corazón del pesebre de nuestra fragilidad.

Con esta oración que nos compromete a ponernos por entero al servicio del corazón de Cristo Jesús, quisiera dar la bienvenida al tiempo de Adviento que hoy comenzamos y que inaugura el año litúrgico. Cuatro domingos para preparar el nacimiento del Señor, para celebrar la Navidad.

«Durante estas cuatro semanas, estamos llamados a despojarnos de una forma de vida resignada y rutinaria y a salir alimentando esperanzas para un futuro nuevo», recodaba el papa Francisco durante el Ángelus en diciembre de 2018. Una invitación, sin duda alguna, que volvemos a hacer vida en nuestro camino, porque sólo desprendiéndonos de nuestro yo y entregando hasta la última fibra de nuestro ser podremos parecernos a Aquel que nace, una vez más, para que podamos abrazar la plenitud del Amor.

Este tiempo de andadura, servicio y misión, nos invita a seguir la senda del Señor, a acompañar sus caminos y a transitar sus pisadas para abrazar un compromiso concreto: el de estar cerca de quien necesita ser querido como nunca le pudieron querer o ser cuidado como nunca le pudieron cuidar.

Empecemos por ahí, dándonos sin medir la talla del cansancio, aunque solamente sea un poco; a veces, una migaja de fe puede cambiar un corazón cansado, quebrantado y humillado. Y si Él nunca lo desprecia (cf. Sal 31), ¿acaso no tendremos que hacer nosotros lo mismo? Sólo así podremos vivir una Navidad auténtica que haga, del pesebre, nuestro hogar, nuestro reino, nuestro vivir.

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Un Reino de misericordia y esperanza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Es necesario que Cristo reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos como estrado de sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte. Porque Dios ha sometido todas las cosas bajo sus pies» (1 Cor 15, 25-27). Al hilo de estas palabras con las que el apóstol de los gentiles anuncia la realeza de Jesús, que no es de este mundo (cf. Jn 18, 36), hoy, último domingo del año litúrgico y solemnidad de Cristo Rey, celebramos que Él es el verdadero rey que ha de inundar lo más profundo de nuestro corazón.

Un Reinado de humildad, amor y servicio, hecho profecía allí donde exista un solo grano de justicia, misericordia, santidad, gracia, amor y paz. Así, como dice la Escritura, «cuando todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15, 28).

La realeza de Cristo no domina, sino que sirve; no decreta, sino que perdona. Libre del deseo de la fama, el reconocimiento y la gloria terrena, el mayor signo está en la Cruz, donde entregó su vida por amor, vilipendiado y maltratado hasta la extenuación.

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Abracemos a los pobres en el Pan de Vida

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Si tú, siervo de Dios, estás preocupado, debes recurrir inmediatamente a la oración y postrarte ante el Señor hasta que te devuelva la alegría». Hoy, cuando celebramos la VIII Jornada Mundial de los Pobres, deseo hacer mías estas palabras de san Francisco de Asís, el apóstol de la pobreza, quien nos recuerda que todas las preocupaciones se disipan si las dejamos descansar en el mar inconmensurable de la oración.

La oración del pobre sube hasta Dios (cf. Si 21,5) es el lema que el papa Francisco ha tomado para esta jornada. «La esperanza cristiana abraza también la certeza de que nuestra oración llega hasta la presencia de Dios; pero no cualquier oración: ¡la oración del pobre!», expresa el Papa en su carta, con la intención de recordarnos que cada uno de estos hermanos nuestros más necesitados lleva impreso el rostro del Hijo de Dios.

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La urgencia de una cultura vocacional

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Decía san Hilario que «todo lo que le sucedió a Cristo nos muestra que, después de la inmersión en el agua, el Espíritu Santo viene sobre nosotros desde las alturas del Cielo y que, adoptados por la voz del Padre, nos convertimos en hijos de Dios». Tan grande es la gracia de este don que, indefectiblemente, la entrada para formar parte de la Iglesia se realiza por medio del Bautismo. En ese momento, lavados por el agua que nos introduce en el Reino inmortal, nos convertimos en testigos y misioneros de Jesús, en miembros del Cuerpo místico y del Pueblo de Dios que es la Iglesia. A partir de ese momento, glorificados por Él, recibimos el derecho y el compromiso de participar en la misión que tiene la Iglesia de anunciar y comunicar la salvación obrada por Jesucristo con su muerte y resurrección, hasta que podamos llegar a la plenitud de la vida en Dios.

Este nuevo nacimiento en Dios Padre nos recuerda que realizar esta misión es tarea de todos los bautizados. Y como la Iglesia se concreta en esas porciones de Pueblo de Dios que, bajo la guía pastoral del obispo, llamamos diócesis, la misión de cada Iglesia diocesana corresponde a todos los que formamos parte de esta gran familia, según su específica vocación y los carismas recibidos.

En la Iglesia, como sucede en el cuerpo humano, hay muchos miembros; «así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo y somos todos miembros unos de otros» (Rm 12, 5). Fieles a esta enseñanza del apóstol Pablo, cada uno desempeña una tarea dentro de la misión compartida y del carisma que Dios le haya querido proveer.

En estos momentos de la historia se percibe con mayor nitidez que la vocación no circunscribe, como se hacía con frecuencia, al ámbito de los sacerdotes y religiosos, sino que afecta a todos los miembros de la Iglesia. En el fondo, la vocación es el proyecto que Dios tiene para cada persona y el modo concreto en que cada uno responde a ese amor ofrendado en esa llamada. A ella ha ordenado todas sus cualidades y talentos: «Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que pueda salvarse» (Gaudium et spes, n. 10).

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El camino hacia la Vida Plena y Eterna

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para «examinarnos sobre el mandamiento de la caridad»» (CIC n. 1020-1022). Comienzo esta carta con las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica que, sin más horizonte que el amor entregado hasta el último de nuestros días, nos abren la puerta a la festividad que acabamos de celebrar: la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles difuntos.

¿Acaso existe promesa más bella que ver a Cristo cara a cara, llevar su nombre en la frente y no tener nunca necesidad de la luz de una lámpara, ni de la del sol porque Dios alumbrará nuestra vida con su sola presencia? (cf. Ap 22, 4-5).

La solemnidad de Todos los Santos que celebramos el día 1 pone nuestra mirada en el Cielo para recordar a todos los santos, tanto conocidos como desconocidos, que cuidan de nosotros, interceden por los que aún peregrinamos en esta Tierra y gozan de la felicidad eterna.

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Parroquia Sagrada Familia