La urgencia de una cultura vocacional
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Decía san Hilario que «todo lo que le sucedió a Cristo nos muestra que, después de la inmersión en el agua, el Espíritu Santo viene sobre nosotros desde las alturas del Cielo y que, adoptados por la voz del Padre, nos convertimos en hijos de Dios». Tan grande es la gracia de este don que, indefectiblemente, la entrada para formar parte de la Iglesia se realiza por medio del Bautismo. En ese momento, lavados por el agua que nos introduce en el Reino inmortal, nos convertimos en testigos y misioneros de Jesús, en miembros del Cuerpo místico y del Pueblo de Dios que es la Iglesia. A partir de ese momento, glorificados por Él, recibimos el derecho y el compromiso de participar en la misión que tiene la Iglesia de anunciar y comunicar la salvación obrada por Jesucristo con su muerte y resurrección, hasta que podamos llegar a la plenitud de la vida en Dios.
Este nuevo nacimiento en Dios Padre nos recuerda que realizar esta misión es tarea de todos los bautizados. Y como la Iglesia se concreta en esas porciones de Pueblo de Dios que, bajo la guía pastoral del obispo, llamamos diócesis, la misión de cada Iglesia diocesana corresponde a todos los que formamos parte de esta gran familia, según su específica vocación y los carismas recibidos.
En la Iglesia, como sucede en el cuerpo humano, hay muchos miembros; «así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo y somos todos miembros unos de otros» (Rm 12, 5). Fieles a esta enseñanza del apóstol Pablo, cada uno desempeña una tarea dentro de la misión compartida y del carisma que Dios le haya querido proveer.
En estos momentos de la historia se percibe con mayor nitidez que la vocación no circunscribe, como se hacía con frecuencia, al ámbito de los sacerdotes y religiosos, sino que afecta a todos los miembros de la Iglesia. En el fondo, la vocación es el proyecto que Dios tiene para cada persona y el modo concreto en que cada uno responde a ese amor ofrendado en esa llamada. A ella ha ordenado todas sus cualidades y talentos: «Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que pueda salvarse» (Gaudium et spes, n. 10).