Ésta es la historia de un artista que, insatisfecho de su trabajo, un día le dijo a su esposa:
—Me voy a ir de viaje. Necesito encontrar inspiración para pintar mi obra maestra.
Viajó por muchos países. Contempló mucha belleza, pero no encontró lo que andaba buscando. Un día salió a pasear, detuvo a una novia en el día de su boda y le preguntó:
—Dime, por favor, ¿qué es para ti lo más hermoso del mundo?
Ella le contestó con mucha naturalidad:
—El amor.
El artista continúo su camino pensativo. ¿Cómo pintar el amor?
Poco tiempo después, encontró a un soldado que volvía de la guerra. El pintor lo sorprendió:
—¿Cuál es la cosa más bella del mundo?
El soldado le contestó sin dudar:
—La paz.
Y el artista apesadumbrado se preguntaba:
—¿Cómo pintar la paz?
Siguiendo su búsqueda, se acercó a un creyente que iba camino del templo y le hizo la misma pregunta.
El creyente contestó:
—La fe es la cosa más bella del mundo.
Y el artista continuó pensativo:
—¿Cómo pintar un cuadro de la fe?
Casi desesperado, después de tanta búsqueda de inspiración, volvió a su casa, cansado. Pero, a su llegada, la esposa lo recibió con ternura y calor. El artista encontró el amor del que le había hablado la novia.
Todo, en su lugar, respiraba tranquilidad y seguridad. Era la paz de la que le había hablado el soldado.
Y cuando sus hijos lo besaban, vio, en sus ojos de niños... la fe del creyente. Había encontrado en su hogar la inspiración que andaba buscando afanosamente fuera de casa: la familia.
Había una vez un hombre sabio, gran matemático, al que en cierta ocasión un hombre muy rico y muy avaro le pagó un gran tesoro por encontrar la forma de obtener el máximo beneficio en todo lo que hiciera, pues su gran sueño era llenar de oro y joyas una inmensa caja fuerte que había fabricando él mismo.
El matemático estuvo encerrado durante meses en su laboratorio; cuando pensaba que había encontrado la solución, descubría errores en sus cálculos... y vuelta a empezar. Una noche apareció en casa del hombre rico con una gran sonrisa en la cara: "¡lo encontré!", le dijo, "mis cálculos son perfectos". El avaro, que al día siguiente partía para un largo viaje y no tenía tiempo de escucharle, le prometió el doble del oro si se quedaba a cargo de sus bienes poniendo en práctica sus fórmulas. El matemático, entusiasmado por su descubrimiento, aceptó encantado.
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Una vez, un niño se hizo un barquito de madera y salió a probarlo en el lago. Sin darse cuenta, el botecito impulsado por un ligero viento fue más allá de su alcance.
Apenado, corrió a pedir ayuda a un muchacho mayor que se hallaba cerca, para que lo ayudara en su apuro. Sin decir nada el muchacho empezó a juntar piedras y a arrojarlas... al parecer en contra del barquito.
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Juanito Juanolas era un niño simpático y popular al que todos querían. Era tan divertido, bueno y amable con todos, que le trataban estupendamente, siempre regalándole cosas y preocupándose por él. Y como todo se lo daban hecho y todo lo tenía incluso antes de pedirlo, resultó que Juanito se fue convirtiendo en un niño blandito; estaba tan consentido por todos que no aguantaba nada, ni tenía fuerza de voluntad ninguna: las piedras en el zapato parecían matarle, si sentía frío se abrigaba como si estuviera en el polo, si hacía calor la camiseta no le duraba puesta ni un minuto y cuando se caía y se hacía una herida... bueno, eso era terrible, ¡había que llamar a un ambulancia!.
Y se fue haciendo tan notorio que Juanito era tan blando, que un día el propio Juanito escuchó como una mamá le decía a su hijo "venga, hijo, levanta y deja de llorar, que pareces Juanito Juanolas". Puff, aquello le hizo sentir tanta vergüenza, que no sabía qué hacer, pero estaba seguro de que prefería que le conocieran por ser un niño simpático que por ser "un blandito". Durante algunos días trató de ver cuánto podía aguantar las cosas, y era verdad: no aguantaba nada, todo le resultaba imposible de soportar y cualquier dolor le hacía soltar lágrimas y lágrimas.
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