Por las tarde, después de comer, Francisco se encontraba en la plaza con un amigo para jugar a la pelota. Muchas veces se enfadaba con su mamá porque lo iba a buscar y se lo llevaba para hacer la tarea. Disfrutaba el verano, cuando las horas de la plaza parecían interminables. Luego empezaban las clases y la diversión se reducía. ¡Qué bien que jugaba al fútbol Marquitos! Y claro, estaba practicando el día entero. “No es justo”, decía Francisco a sus padres. “Él tiene más tiempo para jugar, puede entrenar más, por eso juega mejor”. Pese a sus protestas, los padres aseguraban que tenía que ir a la escuela y luego, dedicarle un tiempo a la tarea. Por supuesto que era bueno que jugara en la plaza, pero también era bueno leer y resolver problemas. Marcos y Francisco crecieron y cada vez se veían menos. Hasta que un día, Marcos no encontró a Francisco en la plaza. “Vinieron unos señores de un club y se lo llevaron a la capital para que jugara en un club”, le dijeron los otros chicos.
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Estela, una niña de diez años, estaba cansada de Simón, y, con razón. Lo había perdonado en numerosas oportunidades. Una vez pasó corriendo y le tiró todo lo que tenía sobre el escritorio. Las carpetas se abrieron y las hojas alfombraron el suelo. Él se agachó para ayudarla: —Perdóname, fue sin querer, te ayudo. —Sí, está bien, te perdono, pero déjame, yo lo ordeno todo. Cuando terminaba el recreo corría a toda velocidad hacia donde estaban el resto de los compañeros y, casi siempre se chocaba contra alguno. Una tarde se chocó contra Estela que estaba agachada atándose el cordón de la playera y terminaron los dos con las rodillas fastidiadas. —Perdóname, no te vi, fue sin querer. El “perdóname, fue sin querer”, le salía con suma rapidez y facilidad. Una mañana de calor, Estela se había comprado un helado en el bar de la escuela. Salió al patio y un pelotazo estrelló el helado contra su bata blanca. —Perdóname, fue sin... Estela no dejó que Simón terminara la frase. —¡Estoy harta de tu “perdóname, fue sin querer”! Se armó una gran discusión en la cual intervenían cada vez más compañeros a favor de una o del otro.
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Uno de los discípulos de un gran maestro, en un antiguo monasterio donde el silencio era valorado por sobre todas las cosas, fue a verlo para contarle los problemas que tenía con el vecino de mesa durante las comidas. —Siempre se sirve primero, y toma lo mejor de la fuente. No le importa nada los que estamos a su lado. Mastica tan fuerte que sólo se puede oír el ruido de sus dientes triturando los alimentos. El maestro lo miraba con atención, en silencio. El discípulo tomó esta actitud como una invitación para que continuara explicándose. —Llega, se sienta, se sirve, come, levanta su plato, lo lava y se va. Con la panza llena, seguramente se va a dormir la siesta... No vengo a acusarlo porque yo no me quedé con hambre... Me molesta su actitud...
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Podemos pensar que hay cosas que no cambian, sin embargo, no es así. Todo va cambiando, transformándose. Aunque nos puede parecer extraño, hasta los astros del universo se forman, crecen, mueren... Una tarde, antes del anochecer, las estrellas conversaban entre ellas. Una gigante roja creía que pronto iba a explotar. Durante siglos creció, se enfrió, y consumió el combustible de su interior. Había visto esto antes a lo largo de miles de años en otras estrellas de masa similar a la de ella. Algunas habían crecido hasta estallar y largar materia gaseosa hacia el espacio exterior. Otras, se expandían, pero nunca explotaban y luego se achicaban. Una gigante azul, la miraba y aprendía de su experiencia. La azul era más caliente, parecía más poderosa, pero sabía que también debía dejar que mucha de su materia saliera volando. Una enana blanca que ya había explotado, se estaba achicando con el paso del tiempo. Pero, no todas las enanas blancas terminaban igual; algunas se transformaban en estrellas muy compactas, apretadas. “Casi no nos podemos mover”, decían los neutrones que las formaban.
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