Resolución de problemas
Uno de los discípulos de un gran maestro, en un antiguo monasterio donde el silencio era valorado por sobre todas las cosas, fue a verlo para contarle los problemas que tenía con el vecino de mesa durante las comidas. —Siempre se sirve primero, y toma lo mejor de la fuente. No le importa nada los que estamos a su lado. Mastica tan fuerte que sólo se puede oír el ruido de sus dientes triturando los alimentos. El maestro lo miraba con atención, en silencio. El discípulo tomó esta actitud como una invitación para que continuara explicándose. —Llega, se sienta, se sirve, come, levanta su plato, lo lava y se va. Con la panza llena, seguramente se va a dormir la siesta... No vengo a acusarlo porque yo no me quedé con hambre... Me molesta su actitud...
El discípulo hablaba cada vez más lentamente, pensando las palabras o buscándolas. Hasta que no encontró nada más para decir. Ambos permanecieron callados. El maestro no manifestaba ningún interés por expresar sus pensamientos y el discípulo, vaciado de argumentos contra su compañero, esperaba una respuesta. —¿No va a hacer algo? -dijo el discípulo. En el tono de voz no había enojo, quizás un poco de incertidumbre ante la actitud del maestro que siempre enseñaba a ser discreto en las comidas, a tener presente el interés del otro, justamente todo lo contrario de lo que hacía su compañero. —Sí, ya estoy haciendo, —contestó el maestro—. ¿Acaso no te sientes mejor?, ya no tienes el enfado que traías al entrar. Ahora anda tranquilo; yo me ocupo. Vuelve en unos días para saber si algo cambió en la actitud de tu compañero. Al cabo de un tiempo, el discípulo volvió agradeciendo al maestro su intervención para solucionar el problema. Su compañero había modificado su actitud y ahora comían en paz. El maestro hizo una inclinación de cabeza y el discípulo salió de la habitación.
Dio unos pasos y se encontró con su vecino de mesa. —¿Vienes a hablar con el maestro?, le preguntó. —Sí, vengo una vez al año, hoy me toca, contestó y siguió su camino. El discípulo se quedó clavado en el suelo pensando: El maestro no había hecho nada, no había hablado con su compañero. ¿Qué había pasado? ¿Por qué había modificado su actitud? Se sentó en un banco del patio. Estaba atardeciendo, era la hora en que el cielo se ponía rojo, los pájaros callaban, como si la naturaleza saludara y agradeciera ese día vivido. En ese momento de paz, vio lo que realmente sucedió. El que había cambiado era él. Cuando se serenó y dejó de mirar lo que hacía el otro, el problema desapareció. Ahora sí estaba realmente agradecido con el maestro.
Podemos tener muchos tipos de problemas. Cada uno se soluciona de diferente forma. Sin embargo, lo mejor es pensar cómo somos nosotros frente a algo que nos molesta. ¿Qué hacemos? ¿Cómo reaccionamos? ¿Pedimos ayuda?
Poco se puede agregar al Evangelio de hoy. Jesús nos explica los pasos para solucionar un conflicto:
• Hablar con el que estamos peleados.
• Si no resulta, buscamos a uno o dos compañeros que nos ayuden a solucionar el conflicto.
• Pedimos ayuda a una persona más grande, padre, madre, abuela, abuelo, tío, tía, maestra, maestro...
• Si ninguno de estos pasos sirve, si no podemos resolver el problema, no lo consideramos más como un amigo.