El próximo domingo de Pentecostés, clausura del Año Jubilar

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Estamos viviendo los últimos compases del Tiempo de Pascua. Hemos participado de muchas maneras en el año jubilar que el Santo Padre concedió a nuestra Archidiócesis con ocasión del octavo centenario de nuestra catedral. El próximo domingo, solemnidad de Pentecostés, viviremos la clausura de este año jubilar. A las cinco de la tarde comenzaremos con un festival de música con grupos procedentes de toda la provincia. Y a las siete y media de la tarde celebraremos la Eucaristía de clausura. El Sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede, Monseñor Edgar Peña Parra, presidirá la celebración a la que estamos convocados todos los que formamos esta querida Iglesia burgalesa. Os invito vivamente a participar de este evento singular que dejará una huella imborrable en nuestras vidas y en nuestras comunidades. Que la alegría de este tiempo jubilar quede sellada por el Espíritu Santo que ha animado también el transcurso de nuestra Asamblea diocesana que vivirá en esta jornada su gozosa culminación.

Este domingo, solemnidad de la Ascensión del Señor, celebramos la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Con el lema Escuchar con los oídos del corazón, la Iglesia destaca el papel indispensable de la comunicación para la vida plena: «Hay una buena noticia que debe ser comunicada y conocida para el bien de todos», tal y como proponen los obispos de la Comisión Episcopal para las Comunicaciones Sociales de la Conferencia Episcopal Española.

La buena noticia siempre es Jesús, y el camino para alcanzar la palabra adecuada siempre es el amor. Y, para ello, necesitamos aprender a escuchar, dejarnos tocar por la palabra de aquel que viene a nuestro encuentro en busca de un corazón generoso y de una mirada amable que sostenga su cansancio.

Escuchar es un verbo decisivo «en la gramática de la comunicación» y una condición imprescindible «para un diálogo auténtico», exhorta el Santo Padre para esta Jornada. En verdad, «estamos perdiendo la capacidad de escuchar a quien tenemos delante, sea en la trama normal de las relaciones cotidianas, sea en los debates sobre los temas más importantes de la vida civil».

El Evangelio es una llamada constante al corazón del otro, un camino empapado de servicio, un legado inmarcesible de amor. Pero el ardor evangelizador necesita una comunicación profunda, inseparable, real. Los cristianos hemos de comunicar la Verdad de una manera sana, delicada y constructiva. Pero esto solo es posible si escuchamos con los oídos del corazón, si despertamos nuestros sentidos a las necesidades de quienes nos hablan, si oímos a Dios en las voces laceradas de los hermanos.

Decía san Pablo que la fe «proviene de la escucha» (Rm 10,17). Una escucha paciente, afable y compasiva que «corresponde al estilo humilde de Dios», como recuerda el Papa Francisco, que «permite a Dios revelarse como Aquel que, hablando, crea al hombre a su imagen; y, escuchando, lo reconoce como su interlocutor». Dios ama al hombre: «Por eso le dirige la Palabra, por eso “inclina el oído” para escucharlo».

Y, para ello, es necesario escuchar a Dios en el silencio, que es una manera admirable de comunicar. Así lo enseñaba Santa Teresa de Calcuta cuando confesaba que «en el silencio Él nos escucha y habla a nuestras almas», pues «en el silencio se nos concede el privilegio de escuchar su voz». Y aunque sus tiempos y sus modos no son siempre los nuestros, hemos de vaciarnos de nuestras cosas para poder comunicarnos con Él; y, desde Él, a nuestros semejantes.

Esta Jornada preserva la necesidad que existe en la Iglesia de escuchar. Asimismo, nos recuerda que «no se comunica si antes no se ha escuchado», y que «no se hace buen periodismo sin una profunda capacidad de escuchar con el corazón», revelan los obispos de la comisión para las comunicaciones sociales.

Queridos comunicadores: le pido, de manera especial, a la Virgen María por vosotros, para que infunda su gracia sobre vuestros oídos, vuestras voces y vuestras manos, para que –en medio de las dificultades– podáis escuchar con los oídos de Dios hasta poder hablar con el eco compasivo de Su palabra.

Con gran afecto, os deseo un feliz domingo de la Ascensión.

Evangelio del domingo, 29 de mayo de 2022

Todos los años en este día de la Ascensión de Jesús al cielo la 1ª lectura nos narra dicho suceso según el comienzo del libro de los “Hechos de los apóstoles” narrado por san Lucas. Pero este año, al ser el ciclo C, también es el evangelio de Lucas, quien al final  nos dice de una manera sencilla que Jesús subió al cielo.

Lo dice unido a la aparición a sus discípulos en la tarde-noche del día del domingo de la resurrección. De hecho la Ascensión es un suceso espiritual no visible que está unido íntimamente con la resurrección. Si Cristo resucita, es glorificado totalmente y por lo tanto está ya con su Padre. San Lucas, como dice al comenzar el evangelio, quiere escribir todo lo relativo a Jesús y la Iglesia para bien de todos nosotros. Su obra la divide en dos partes. En la primera narra los hechos de Jesús hasta la subida al cielo. La segunda comienza con esta subida. En realidad la “subida” tiene mucho de simbolismo y de enseñanza catequética. Lo importante es el mensaje que transmite.

La Ascensión es el término de una época y el comienzo de otra. En el evangelio acentúa el final de la época visible de Jesús. Es por lo tanto como una “Doxología” o glorificación de Jesús. Es el poner un punto glorioso en el final de la estancia de Jesús entre los apóstoles. La descripción del comienzo del libro de los “Hechos” es como el punto de partida para la expansión misionera de la Iglesia. En esto coincide más con el final del evangelio de Mateo y Marcos. En la descripción, donde hay mucho de simbolismo, se nos habla de los 40 días de catequesis que tiene Jesús con los apóstoles. 40 es un número bíblico de preparación. Por ello la despedida de Jesús ya no tiene la tristeza de la Ultima Cena, sino que los apóstoles se sienten contentos. Por eso Jesús “les bendice”. Era una fórmula de despedida en la paz y en el amor.

Es la alegría de esta nueva época que comienza, donde Cristo permanece invisible y la Iglesia se sentirá ayudada por el Espíritu Santo. Esto es tan importante para la Iglesia que el próximo domingo contemplaremos la venida del Espíritu sobre los apóstoles. Comienza la nueva época de la Iglesia. Hoy los ángeles les dicen a los apóstoles que no se queden mirando al cielo, sino que sigan aquí el encargo del Señor.

La fiesta de la Ascensión es como la fiesta de la glorificación de Jesús. Si sube al cielo para estar con su Padre, es porque primero se humilló y bajó obedeciendo hasta recibir desprecios, condena y muerte. Ahora sube al cielo para prepararnos un lugar en la casa del Padre, como se lo había prometido a los apóstoles. En el evangelio nos dice cómo Jesús les recordaba algunas de las instrucciones principales, como que era necesario haber padecido para poder tener la resurrección y glorificación.

Aunque Jesús, por medio de los ángeles, les dice a los apóstoles que no miren tanto al cielo, era una manera de hablar de que ya llegaba el momento de mirar a la tierra, a toda la tierra para evangelizar. Pero para nosotros es una ocasión para mirar un poco más al cielo. Desgraciadamente se mira demasiado a la tierra y a los intereses de la tierra. En este día sintamos que debemos mirar un poco más allí donde está Jesús esperándonos. De esta manera nuestras obras estarán más proporcionadas a lo necesario para poder un día entrar y permanecer con Cristo, con la Virgen...

San Lucas, que es el evangelista más instruído en el sentido literario, describe la Ascensión del Señor recordando las grandes exaltaciones de personajes históricos, como el final de Elías, que es llevado por un carro de fuego. El mensaje es que Jesús merece todo poder y gloria, que ya había recibido desde el momento de la resurrección; pero que ahora con palabras materiales se pretende describir para que nuestro corazón vibre al unísono del entusiasmo que debían tener los apóstoles. 

Ellos se volvieron para seguir construyendo el reino de Dios en la tierra, reino de paz y de amor, continuando el trabajo de Jesús en su época visible. Es lo que nos compete a los que queremos ser discípulos de Jesucristo.

 

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Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo

Hoy, Ascensión del Señor, recordamos nuevamente la “misión que” nos sigue confiada: «Vosotros seréis testigos de estas cosas» (Lc 24,48). La Palabra de Dios sigue siendo actualidad viva hoy: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo (...) y seréis mis testigos» (Hch 1,8) hasta los confines del mundo. La Palabra de Dios es exigencia de urgente actualidad: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).

En esta Solemnidad resuena con fuerza esa invitación de nuestro Maestro, que —revestido de nuestra humanidad— terminada su misión en este mundo, nos deja para sentarse a la diestra del Padre y enviarnos la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo.

Pero yo no puedo sino preguntarme: —El Señor, ¿actúa a través de mí? ¿Cuáles son los signos que acompañan a mi testimonio? Algo me recuerda los versos del poeta: «No puedes esperar hasta que Dios llegue a ti y te diga: ‘Yo soy’. Un dios que declara su poder carece de sentido. Tienes que saber que Dios sopla a través de ti desde el comienzo, y si tu pecho arde y nada denota, entonces está Dios obrando en él».

Y éste debe ser nuestro signo: el fuego que arde dentro, el fuego que —como en el profeta Jeremías— no se puede contener: la Palabra viva de Dios. Y uno necesita decir: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad para nuestro Dios, salmodiad!» (Sal 47,2.6-7).

Su reinado se está gestando en el corazón de los pueblos, en tu corazón, como una semilla que está ya a punto para la vida. —Canta, danza, para tu Señor. Y, si no sabes cómo hacerlo, pon la Palabra en tus labios hasta hacerla bajar al corazón: —Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, dame espíritu de sabiduría y revelación para conocerte. Ilumina los ojos de mi corazón para comprender la esperanza a la que me llamas, la riqueza de gloria que me tienes preparada y la grandeza de tu poder que has desplegado con la resurrección de Cristo.

Aliviar y acompañar hasta el final a quien sufre

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy perpetuamos que Cristo cura, cuida y acompaña a la persona que sufre: hoy celebramos la Pascua del Enfermo. Este VI Domingo de Pascua, fecha que cierra la Campaña que comenzó el 11 de febrero con la Jornada del Enfermo, nos anima a acercarnos –con sumo cuidado– al mundo de los enfermos, de sus familias y de los profesionales sanitarios y voluntarios que se dejan el alma en cada herida por sanar.

Acompañar en el sufrimiento: el corazón de este tema nos urge a dejar a un lado lo superfluo para aproximarnos a aquellos que están sumergidos en el aciago horizonte del sufrimiento. Ellos, quienes están librando una batalla contra la enfermedad, siempre han estado en el centro de la vida de la Iglesia. Porque Dios, de manera constante, sale al encuentro de los que sufren; y con más fuerza, aún, y con una delicadeza especial, posa su mano sobre esos corazones desgarrados que anhelan una sola palabra Suya para sanarse.

Cristo encomendó a su Iglesia la misión de cuidar a los enfermos «hasta el final de sus vidas, abrazando todas las consecuencias», recordaba el Papa Francisco en el marco de la XXX Jornada Mundial del Enfermo. En este sentido, «el testigo supremo del amor misericordioso del Padre a los enfermos es su Hijo unigénito». ¿Quién, sino Él, «recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias de la gente» (Mt 4,23)?

La experiencia vivida durante estos dos últimos años con la pandemia de la Covid-19, tal y como rememoran los obispos de la Subcomisión de Acción Caritativa y Social de la Conferencia Episcopal Española, «nos ha mostrado nuestra vulnerabilidad» y, sobre todo, «nos ha hecho percibir la necesidad de acompañar a los que sufren cualquier tipo de enfermedad».

Hemos de tocar la carne sufriente de Cristo: acompañar su dolor, curarlo y ayudar a buscarle un sentido. Y el enfermo es, por encima de todo, el centro de nuestra caridad pastoral. El grito del hermano que sufre reclama nuestra presencia, nuestra mano, nuestra mirada: a veces, con la palabra; otras, con el silencio. Pero siempre con amor.

Incluso cuando no es posible curar, sostiene el mensaje de mis hermanos obispos, «siempre es posible cuidar, consolar y hacer sentir nuestra cercanía». Son muy convenientes la paciencia, la delicadeza, la quietud, el afecto y la misericordia. Así, prosiguiendo la huella compasiva del Padre (Lc 6, 36) y continuando la tarea que nos encomendó el apóstol Pedro, «hemos de estar dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pida» (1 Pe 3, 15).

La fragilidad es una escuela de vida y de esperanza para aprender a vivir como solo Jesús vivió, y los sacramentos son la mano extendida del Padre donde encontrar el alivio que dé sentido al sufrimiento.

Queridos familiares, agentes sanitarios, voluntarios y miembros de los equipos de pastoral de la salud que acompañáis y cuidáis a diario de las personas que sufren: gracias por ser posada samaritana que refleja el rostro de Cristo, por dejaros tocar, por abrirle paso en vuestra propia vida al dolor del herido, por ser presencia esperanzada, cercanía constante y palabra habitada. Vuestro sí es el sí de María, al pie de la cruz.

Queridos enfermos: no estáis solos, tenéis un hogar abierto con vuestros nombres y aunque ahora, quizá, os cieguen el sufrimiento, la pesadumbre o la angustia, existe la esperanza verdadera y se llama Cristo. Y lo es, porque está deseando que os dejéis acoger en sus brazos para llevar, sobre Sus hombros, vuestro dolor: hasta que la pena alcance sosiego y se abra a la confianza y la paz, hasta darle el sentido del amor que –al caer de la tarde– anhela el corazón humano.

Hoy, en esta Pascua del Enfermo, nos acogemos a María, Salud de los enfermos y Consoladora de los afligidos. Que Ella, quien más sabe de fidelidad y de cuidado, nos enseñe a acompañar a quien sufre; para que seamos bienaventuranza en Sus manos y para que podamos mirar al Señor y escuchar cómo nos dice: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36).

Con gran afecto, pido al Señor que os bendiga.

Evangelio del domingo, 22 de mayo de 2022

Estas palabras son de la despedida de Jesús a los apóstoles en la Ultima Cena; pero son palabras que Jesús podría haber repetido en su despedida antes de subir al cielo, cuya fiesta de la Ascensión celebraremos el próximo domingo. La despedida de Jesús es diferente de la de otra persona, aunque sea familiar o de mucha amistad, que se va, sobre todo en la muerte, aunque nos deje algún recuerdo. Jesucristo se va, pero se queda. Y se queda de muchas maneras: en la Eucaristía, en su palabra, en la Iglesia.  Hoy nos dice que se queda dentro de nosotros por medio del amor. 

Esto puede parecer muy simple, porque otras personas en cierto sentido se quedan por el amor en el recuerdo. Jesús promete que hará “morada” en aquel que le ama. En Dios el amor no es algo abstracto o etéreo, sino que realiza una unión real. Se trata de una unión real del Padre con el Hijo y el Espíritu Santo. Sólo se necesita que cada uno de nosotros correspondamos a su amor “guardando su palabra”. Este guardar está unido con el cumplir, como la Virgen María que guardaba las palabras de Jesús en su corazón, no para que se quedasen ocultas, sino para hacerlas vida. Y la vida de las palabras de Jesús es el amor. Cuanto más amemos, más profundamente habitará Dios en nosotros. Por eso podemos hablar íntimamente con quien habita en nosotros.

Otras religiones tenían a Dios como algo muy externo. Hasta los israelitas del Ant. Testamento sentían que estaba Dios cuando se presentaba entre rayos y truenos. Pero Jesús nos enseñó que Dios está, no sólo cerca, sino en lo íntimo del alma. Dios es nuestro Padre que nos ama hasta el punto de vivir con nosotros, en unión del Hijo y el Espíritu Santo, que nos va enseñando lo que debemos hacer, si somos dóciles. Esta unión por medio del amor es muy diferente del ideal de un buen israelita, como los fariseos, cuyo ideal no era la unión con Dios, sino el cumplimiento de la Ley.

Para poder tener la unión íntima con Dios necesitamos mucha paz interior. Al despedirse les da Jesús su paz. También lo hará cuando resucite. Dice que es una paz distinta de la que da el mundo. En el mundo suelen decir que hay paz cuando no hay guerra; pero muchas veces esa paz está envuelta en odios y rencores, de modo que no permanece en lo íntimo del alma. Además siempre es transitoria. La paz que da Cristo es un fruto del Espíritu Santo, que se obtiene con el amor y permanece en el amor.

Hoy en la 2ª lectura, que es del Apocalipsis, se expone la visión de aquella ciudad santa bajada del cielo. Simbólicamente es la Iglesia, cuya cabeza es Cristo. Si seguimos sus enseñanzas, estaremos en la Verdad, guiados por el Espíritu. En la Iglesia hay mucha santidad y caridad, pero también hay manchas y pecados. En la 1ª lectura de hoy nos habla de que también en la primitiva cristiandad había disensiones. Por eso se tuvieron que reunir algunos apóstoles y ancianos en Jerusalén para dejarse guiar por el Espíritu en un ambiente de oración. Luego dieron un decreto para toda la Iglesia: “Ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros...” Así ha sido en toda la historia de la Iglesia por medio de los concilios y la enseñanza del Papa. 

No basta sólo la Biblia. Es necesario el magisterio vivo de la Iglesia, que va guiado por el Espíritu Santo. Jesús sabía que los humanos somos imperfectos y frágiles, pues a veces cambiamos las ideas y los sentidos de las ideas. Por eso prometió que enviaría al Espíritu Santo para que velase por el mantenimiento de la fe, enseñando lo que Jesús dijo. Alguno dirá que está clarito lo que Jesús dijo; pero El lo dijo en otra lengua que no se habla y hasta en las traducciones se pueden cambiar muchas cosas. Por eso es necesaria una unidad, dentro de la paz y el amor. Esta unidad no es fácil verla muchas veces y por eso pedimos para que el Espíritu Santo nos ayude a tenerla.

La verdadera “ciudad santa” sólo se dará en el cielo. La Iglesia es como un signo; pero también la “ciudad santa” es nuestro corazón donde habita la Stma. Trinidad. Hagamos viva esa presencia con las muestras continuas de nuestro amor.

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