Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él

Hoy, antes de celebrar la Ascensión y Pentecostés, releemos todavía las palabras del llamado sermón de la Última Cena, en las que debemos ver diversas maneras de presentar un único mensaje, ya que todo brota de la unión de Cristo con el Padre y de la voluntad de Dios de asociarnos a este misterio de amor.

A Santa Teresita del Niño Jesús un día le ofrecieron diversos regalos para que eligiera, y ella —con una gran decisión aun a pesar de su corta edad— dijo: «Lo elijo todo». Ya de mayor entendió que este elegirlo todo se había de concretar en querer ser el amor en la Iglesia, pues un cuerpo sin amor no tendría sentido. Dios es este misterio de amor, un amor concreto, personal, hecho carne en el Hijo Jesús que llega a darlo todo: Él mismo, su vida y sus hechos son el máximo y más claro mensaje de Dios.

Es de este amor que lo abarca todo de donde nace la “paz”. Ésta es hoy una palabra añorada: queremos paz y todo son alarmas y violencias. Sólo conseguiremos la paz si nos volvemos hacia Jesús, ya que es Él quien nos la da como fruto de su amor total. Pero no nos la da como el mundo lo hace (cf. Jn 14,27), pues la paz de Jesús no es la quietud y la despreocupación, sino todo lo contrario: la solidaridad que se hace fraternidad, la capacidad de mirarnos y de mirar a los otros con ojos nuevos como hace el Señor, y así perdonarnos. De ahí nace una gran serenidad que nos hace ver las cosas tal como son, y no como aparecen. Siguiendo por este camino llegaremos a ser felices.

«El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). En estos últimos días de Pascua pidamos abrirnos al Espíritu: le hemos recibido al ser bautizados y confirmados, pero es necesario que —como ulterior don— rebrote en nosotros y nos haga llegar allá donde no osaríamos.

Tiempo de Pascua, tiempo de Confirmación

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Inmersos en este precioso tiempo de Pascua, en el cual abrimos, de par en par, las puertas al Espíritu, recordamos la importancia del sacramento de la Confirmación.

El tiempo pascual es, por excelencia, el despertar a una vida nueva, un momento admirable para recibir –como los apóstoles en Pentecostés– el don del Espíritu Santo.

El fuego del Espíritu purifica el alma de quien lo contempla y edifica el corazón de quien lo recibe. Y su luz ilumina las tinieblas de aquellos rostros que han perdido el vestigio bondadoso y pródigo del Padre.

Fuego y luz, pasión y espera: un camino de alegría que nos impulsa a ser testigos de Jesucristo hasta los confines de la tierra. Porque la Confirmación infunde gozo, ilusión y expectativa; une más íntimamente a Cristo y a su Iglesia, renueva la esperanza y enriquece el porvenir con una fuerza que nada ni nadie puede parar.

Hoy deseo animar, de una manera muy especial, a todos aquellos que aún no habéis recibido el sacramento de la Confirmación, con el anhelo de que os abráis a la gracia del Espíritu; porque, a Su lado, aferrados a esa fuente de Agua viva, nunca quedaréis defraudados.

Un sacramento que, como el Bautismo, «imprime en el alma del cristiano un signo espiritual o carácter indeleble; por eso solo se puede recibir una vez en la vida». Así se lo recordaba el Papa Francisco a un grupo de jóvenes de Viterbo en Roma, en marzo de 2019, mientras les decía que «el Espíritu Santo te da la gloria que no enferma. ¡Sean valientes y sean firmes!».

Jóvenes y mayores: no tengáis miedo a recibir el sacramento de la Confirmación, ese signo visible de un don invisible que se hace verdad a través de la señal del Espíritu Santo. Hacedlo, y el Señor sostendrá vuestra entrega y vuestro compromiso para difundir, por todos los rincones del mundo, el buen olor de Cristo. Pero no tengáis miedo; pues, como ya predijo el Señor antes de su Pasión, «cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de qué vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo hablará por vosotros» (Mc 13, 9-11).

Uno solo es el Espíritu, y está deseando posarse sobre vuestras debilidades y heridas para hacerlas, en Dios, fortalezas. Solo necesita vuestro paso, vuestro sí y vuestra mano, para que ese signo espiritual se haga imborrable en vuestra vidas.

Decía san Agustín que «según crece el amor dentro de ti, así crece también la belleza; porque el amor es la belleza del alma». Y, desde los ojos de la Belleza, deseo animaros a recorrer vuestros pasos con Él, a dejaros moldear por Su infinita paciencia y a haceros uno con Quien es verdaderamente la vida (Jn 14, 6).

La vida eterna, que brota del Padre, nos la transmite en plenitud Jesús en su Pascua por el don del Espíritu Santo. Así lo anticipa el Salmo 104, en comunión, con la fuerza inusitada del Paráclito: «Escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento y expiran, y vuelven a ser polvo; envías tu Espíritu y los creas, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104, 29-30).

El Espíritu nos ha sido dado como «prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo» (Ef 1, 14). Y hoy, una vez más, anhela prender vuestros corazones. Y desea hacerlo, también, desde la mirada de María: la llena de gracia que concibió por obra y gracia del Espíritu Santo para llevar a cabo su misión maternal como madre, hija y esposa.

Queridos amigos, que aún no habéis recibido el sacramento de la Confirmación: id al templo que es Cristo (Lc 2, 27), y pedid que venga sobre vosotros el don del Espíritu. Así, bajo Su unción, os convertiréis en signos de esperanza y podréis escuchar cómo Jesús os susurra al oído, y en nombre del Padre: «El que cree en mí, vivirá para siempre» (cfr. Jn 11, 25).

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Evangelio del domingo, 15 de mayo de 2022

Escuchar lecturas y homilía

Puedes ver la misa del domingo aquí:

 

Jesús se estaba despidiendo de sus apóstoles en la Ultima Cena. Les había dado un ejemplo de amor y humildad con el lavatorio de los pies, y cuando salió Judas para completar la traición, quiso tener palabras de más intimidad con aquellos discípulos. Primero les habla de su “glorificación”. Es un tema que san Juan siempre pone en relación con la muerte de Jesús en la cruz. Glorificar es reconocer lo que una persona tiene de encomiable. En Jesús lo más encomiable es el amor que manifiesta muriendo en la cruz, haciendo este acto maravilloso de obediencia amorosa al Padre.

Jesús, que está en plan de despedida, quiere hacer una manifestación de su última voluntad, que es lo mismo que decir un testamento. Por eso les llama: “hijitos”, palabra que encierra mucha ternura. Varias veces, cuando se refiere a sus discípulos, les llama “hermanos”, como después de resucitar, al dar un mensaje a María Magdalena, dirá: “di a mis hermanos...” Y en otras varias ocasiones. Aquí abre su corazón paternal para manifestarles qué deben hacer si quieren permanecer siendo sus discípulos.

Les da un mandamiento nuevo. Esto del “nuevo” puede entenderse de varias maneras. Quizá en primer lugar se refería a que les iba a mandar algo muy diferente de lo que un buen israelita solía pedir a sus hijos. La última voluntad solía ser una invitación a cumplir la ley de Dios. La novedad en Jesús es que no pide algo concreto para realizar, sino tener una mentalidad nueva. Porque es muy distinto hacer las cosas porque está mandado o hacerlas por amor. Esto será tan importante que llegará a ser el distintivo del cristiano, de modo que el discípulo de Cristo no se distinguirá porque cumple, sino porque ama. La vida con amor es lo que dice san Juan en el Apocalipsis, que es la 2ª lectura de hoy, que Dios prepara para nosotros “un cielo nuevo y una tierra nueva”. Algo que Dios quiere, pero que nosotros debemos colaborar para ello.

Existen muchos clubes y asociaciones para todos los gustos. Los hay deportivos, políticos, sociales, con actividades intelectuales o de negocios. Todos tienen unas normas, algún elemento que los identifica. Nosotros los cristianos, los discípulos de Cristo, tenemos el amor. También podemos decir que nuestro emblema es la cruz, porque en ella Jesús demostró su inmenso amor por nosotros.

Hoy Jesús nos dice cuál es su última voluntad: que nos amemos. Pero no de cualquier manera, sino como Él nos ha amado. Los discípulos que vivieron esas horas con temor, pero también con amor a Jesús, tuvieron la gran experiencia de sentir hasta dónde era el amor de Jesús. Por eso el mandamiento “nuevo” no consistía sólo en el amor, de lo cual ya hablaba el Ant. Testamento, sino en la medida del amor. Y la medida estaba en el amor de Jesús. Hoy que vemos tanta maldad y perversión en el mundo, a veces se nos hace difícil ver el distintivo del amor en los cristianos. Pero  resulta que la maldad es lo que más reluce en las “noticias”, mientras que la bondad y el amor muchas veces quedan medio ocultos. Sin embargo hay mucha santidad y esperanza en el mundo. Son muchos, cuyo esfuerzo principal es ayudar a los demás, no sólo por ayudar, sino por amor, que es estimar a las personas, sin juzgar inútilmente y con todas las cualidades maravillosas que nos cuenta san Pablo en el capítulo 13 de la primera carta a los Corintios.  Hay muchos santos ocultos.

La verdad es que en varias naciones, quizá más adelantadas en lo material, si se pregunta, muchos no distinguirían a los cristianos por el amor, sino por cosas raras o por el afán de dinero, etc. Pero sí hay naciones donde hablar de cristianos es hablar de quienes se sacrifican por acoger niños abandonados o enfermos de SIDA o de lepra o drogadictos. Si examinamos la historia de la Iglesia son multitud los que se han distinguido por hacer el bien como Francisco, Juan de Dios, Vicente de Paúl, Camilo de Lelis, Teresa de Calcuta... Y multitudes conocidos y desconocidos. Hoy es un día para hacer examen: ¿Mi vida se distingue por el amor, el perdón, la amabilidad...?

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Que os améis unos a otros

Hoy, Jesús nos invita a amarnos los unos a los otros. También en este mundo complejo que nos toca vivir, complejo en el bien y en el mal que se mezcla y amalgama. Frecuentemente tenemos la tentación de mirarlo como una fatalidad, una mala noticia y, en cambio, los cristianos somos los encargados de aportar, en un mundo violento e injusto, la Buena Nueva de Jesucristo.

En efecto, Jesús nos dice que «os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Y una buena manera de amarnos, un modo de poner en práctica la Palabra de Dios es anunciar, a toda hora, en todo lugar, la Buena Nueva, el Evangelio que no es otro que Jesucristo mismo.

«Llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2Cor 4,7). ¿Cuál es este tesoro? El de la Palabra, el de Dios mismo, y nosotros somos los recipientes de barro. Pero este tesoro es una preciosidad que no podemos guardar para nosotros mismos, sino que lo hemos de difundir: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (...) enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). De hecho, San Juan Pablo II escribió: «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo».

Con esta confianza, anunciamos el Evangelio; hagámoslo con todos los medios disponibles y en todos los lugares posibles: de palabra, de obra y de pensamiento, por el periódico, por Internet, en el trabajo y con los amigos... «Que vuestro buen trato sea conocido de todos los hombres. El Señor está cerca» (Flp 4,5).

Por tanto, y como nos recalca el Papa Juan Pablo II, hay que utilizar las nuevas tecnologías, sin miramientos, sin vergüenzas, para dar a conocer las Buenas Nuevas de la Iglesia hoy, sin olvidar que sólo siendo gente de buen trato, sólo cambiando nuestro corazón, conseguiremos que también cambie nuestro mundo.

El Buen Pastor y las vocaciones al ministerio sacerdotal

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy celebramos el Domingo del Buen Pastor, una jornada que nos invita a orar –de manera especial– por los sacerdotes que nos acompañan en el camino de la vida y por las vocaciones sacerdotales: para que el Señor suscite en el corazón de muchos jóvenes ese deseo de consagrarse a Él para que, a Su modo y desde sus frágiles manos, Jesús siga pastoreando su Iglesia; y para que generosamente respondan a su llamada a configurarse con Él en el ministerio sacerdotal.

«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). Jesús es el Buen Pastor, la puerta por la que se entra en el rebaño; y las ovejas escuchan Su voz, confían en Él sus vidas y lo siguen. Es una prueba de fe, y también de amor. Él, quien «no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28) da su vida, una y otra vez, por nosotros. Y solo nos pide que estemos a Su lado, que no abandonemos Su redil y que escuchemos Su voz que nos orienta firmemente en el camino de nuestra existencia.

Este precioso día que Dios nos regala trae a nuestra memoria la generosidad de tantos sacerdotes de Jesucristo que, a diario, derraman su vida allí donde el Padre ha edificado una morada con sus nombres. Pastores que dan la vida por sus fieles, que salen al encuentro de todos, que portan a Dios por los caminos más intransitables, que no descansan y están siempre disponibles, que se ofrecen como Cordero de Dios y que velan para que encontremos el camino que Jesús viene a mostrarnos.

Jesús nos cuida en su Iglesia. Por eso, hoy conmemoramos un domingo «de paz, de ternura y de mansedumbre», porque «nuestro Pastor nos cuida», tal y como recordaba el Papa Francisco en una homilía pronunciada un día como hoy, en mayo de 2020. «Cuando hay un buen pastor que hace avanzar, hay un rebaño que sigue adelante. El buen pastor escucha, conduce y cura al rebaño», revelaba el Santo Padre, con esa «ternura de la cercanía» de quien conoce a la perfección a cada una de sus ovejas y la cuida como si fuera única, «hasta el punto de que cuando llega a casa después de una jornada de trabajo, cansado, se da cuenta de que le falta una, sale a trabajar otra vez para buscarla y, tras encontrarla, la lleva consigo sobre sus hombros» (cf. Lc 15,4-5).

Os invito, en este día, a orar por esos sacerdotes santos que, en silencio y pese a sus limitaciones, en medio de la confusión y sin hacer ruido, se han desgastado y se desgastan por vosotros. Ojalá podamos acompañarlos y cuidarlos en el servicio que prestan en favor nuestro. Son pastores, a imagen del Buen Pastor, que acompañan hasta que el dolor del otro se haya ido del todo, hermanos que permanecen en silencio ante el herido el tiempo que haga falta, compañeros que predican la Palabra a tiempo y a destiempo (2 Tim 4, 2), y nos ofrecen diariamente el Amor incomparable de Dios que nos da vida en el altar.

«Llamaré a la oveja descarriada, buscaré a la perdida. Quieras o no, lo haré. Y aunque al buscarla me desgarren las zarzas de los bosques, pasaré por todos los lugares, por angostos que sean», proclamaba san Agustín en su Sermón 46, 2. 14. El obispo de Hipona, un apasionado de la verdad y de la belleza, confirmaba así cada sentido de su vocación: «Derribaré todas las vallas; en la medida en que me dé fuerzas el Señor, recorreré todo. Llamaré a la descarriada, buscaré a la perdida. Si no quieres tener que soportarme, no te extravíes, no te pierdas».

Si Jesús se deja tocar es para convertir a sus discípulos –que estaban desconcertados tras su entrega en la cruz– en testigos de la resurrección. Y a nosotros nos concede la gracia de testimoniar que esas heridas del Señor son signos de esperanza y de salvación.

En este mes de mayo lo ponemos todo en las manos de la Madre del Buen Pastor. Ella nos enseña a entregarnos cada día. Y a Ella le pedimos por las vocaciones al ministerio sacerdotal, para que siga llamando a muchos jóvenes a prolongar el ministerio de Cristo buen pastor, sacerdote y testigo de la verdad.

Danos, Señor, el agradecimiento que nunca abandona a su Pastor. Y que siempre podamos decir, a la luz del Salmo 22: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (v.1).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Parroquia Sagrada Familia