Evangelio del domingo, 1 de mayo de 2022

Parece que este capítulo 21 de san Juan es un añadido posterior, hecho por el mismo autor, aunque algunos dicen pertenecer a algún discípulo. El hecho es que con el capítulo 20 termina propiamente el evangelio diciendo que “muchas más cosas podría decir” sobre los hechos y dichos de Jesús. Una de esas cosas es este capítulo 21 en que cuenta cómo Jesús se aparece a unos pocos apóstoles y, como algo más importante, la designación clara de Jesús para que Pedro fuera el responsable principal de la Iglesia. Es posible que, al morir san Pedro y quedar san Juan como único superviviente de los apóstoles, algunos creyeran que éste sería el principal responsable en la Iglesia. El evangelista acentúa la designación de Pedro por parte de Jesús, y por lo tanto se legitimaba la responsabilidad en el sucesor de Pedro.

Eran siete los apóstoles que se ponen a trabajar aquella noche ante la insinuación de Pedro. Pero no pescan nada. Por la mañana, a lo lejos, aparece una persona a quien no reconocen y que les pregunta por la pesca. Ante la negativa, les sugiere echar la red a la derecha y ellos obedecen. La pesca milagrosa es casi como un premio a esa confianza en el desconocido. San Juan es quien primero se da cuenta que “es el Señor”. Esto sí nos hace reflexionar en algo importante que sucede en la Iglesia. No es el mayor quien tiene más autoridad o quien tiene más ciencia, sino quien tiene más amor. A veces pueden coincidir, otras no. De hecho, los que aman mucho a Dios tienen un sentido especial para discernir las cosas espirituales y discernir también los acontecimientos materiales a la luz de Dios. En grado sublime se debe a la actuación de los dones del Espíritu Santo. Podríamos constatarlo en la historia de la Iglesia.

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Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados

Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo.

Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.

La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con nosotros.

La misericordia de Dios empapa la tierra

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

«Dios es misericordioso y nos ama a todos. Y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a mi misericordia» (Diario, 723). Con este mensaje de Santa Faustina Kowalska latiendo con fuerza en mi recuerdo, celebramos hoy –con infinito gozo pascual– el Domingo de la Divina Misericordia.

La misericordia cambia el mundo, «lo hace menos frío y más justo», como ha manifestado, en más de una ocasión, el Papa Francisco. Porque el rostro de Dios es el rostro de la misericordia, el de un Padre que conoce de la primera a la última de nuestras debilidades y, sin embargo, las convierte en perdón hasta que regresemos para morar en Su presencia.

La misericordia alimenta la compasión, destierra el orgullo, la egolatría y la soberbia; nos hace, a la medida del amor de Dios, menos egoístas y más humanos.

La misericordia es sensible al dolor del hermano y al sufrimiento del herido, y vislumbra –en el corazón llagado– una tierra sagrada donde es necesario habitar para sembrar paz, sosiego y armonía.

Ciertamente, como escribió el profeta Jeremías, «el amor del Señor no tiene fin, ni se han agotado sus bondades. Cada mañana se renuevan; ¡qué grande es su fidelidad!» (Lam 3, 22-23).

Necesitamos la misericordia, estamos tan necesitados de actos de bondad y de compasión… Pero, para llegar a entender el corazón de su mensaje, hemos de abrazar la cruz de Cristo: el reflejo más grande de Su amor por cada uno de nosotros. Un camino que nos lleva a esa Resurrección que hemos de celebrar cada día: en nuestras familias, tareas ordinarias y ocupaciones. Hemos de ser compasivos; tanto como Dios espera de nosotros –hijos escogidos y preferidos– hasta que seamos signos vivos de Su amor.

Dios «ha elegido ser misericordioso con su pueblo» y, por tanto, «la misericordia es una expresión de quién es Él y su amor por nosotros” (Ex 34, 6- 7). Una mirada que se encarna en el mensaje que santa Faustina recibió de Jesús y que escribió en una de las páginas de su diario: «La humanidad no encontrará paz, hasta que no recurra con confianza a mi misericordia». Y, por eso, es tan importante que pidamos a Cristo que infunda el don de la misericordia en nuestra vida: perdonando a quien nos hiere, consolando al que sufre en soledad, acercándonos a los márgenes, siendo pacientes con quienes nos esperan para volcar sobre nuestras espaldas su agonía y amando a quienes se hacen pasar por nuestros enemigos.

Es la llama que dejó encendida el Papa san Juan Pablo II, en 2002, durante una visita a Polonia, su tierra natal: «Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia, porque en la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre la felicidad». Paz y felicidad: dos caras que los cristianos debemos llevar impresas en una misma moneda, para así anunciar el derroche de amor que portamos como en vasijas de barro.

Queridos hermanos y hermanas: somos enviados –como Pueblo de Dios– para reparar la Casa del Señor; cuenta con nosotros para que restauremos las grietas del Reino y vivamos como Él vivió (Cor 5, 15).

Y me aferro a las palabras pronunciadas por el Papa emérito Benedicto XVI, cuando dijo que no se comienza a ser cristiano «por una decisión ética o una gran idea», sino «por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».

El Hijo de Dios quiere recordarnos hoy que ha asumido nuestra carne, y así nos ama; siendo débiles, frágiles y quebradizos, pero misericordiosos.

Pase lo pase, solo el amor permanece. Lo entendemos si miramos a María, la Madre de la Misericordia, la mirada enamorada de Dios que viene a inundar de esperanza un mundo entristecido. Mirémosla, y descubriremos que Ella nos ayuda a vivir con entrañas de misericordia.

Seamos misericordiosos, como también lo es nuestro Padre (Lc 6, 36), hasta que empapemos de bondad la tierra y hasta que vayamos por cañadas oscuras y nada temamos al descubrir que la bondad y la misericordia del Señor nos acompañan todos los días de nuestra vida (Sal 22).

Con gran afecto, os deseo un feliz Domingo de la Divina Misericordia.

Evangelio del domingo, 24 de abril de 2022

Todos los años en este segundo domingo de Pascua la Iglesia nos presenta estas mismas escenas en el evangelio: Jesús se hace ver por los apóstoles reunidos en la tarde o noche del primer domingo de resurrección, y luego vuelve a presentarse, ahora estando ya Tomás, el domingo siguiente, correspondiente al día de hoy. La primera idea a considerar es cómo la primitiva comunidad acepta el cambio del día del Señor, que en vez de ser el sábado comienza a ser el domingo. Es el mismo Jesucristo, que, al cambiar la mentalidad religiosa del Ant. Testamento al Nuevo por medio de su resurrección, transforma ese día de gloria en el día más propio para la alabanza a Dios. Por eso parece querer celebrar ese día una semana después de su resurrección. En la 2ª lectura de hoy vemos que un día de domingo el autor del Apocalipsis es “arrebatado en espíritu” para expresar grandes revelaciones para la esperanza de nuestra fe.

Los apóstoles estaban cerrados por miedo a los que habían matado a Jesús. San Juan no nos dice si ya estaban algo consolados, aunque sin creer del todo, por lo que les había dicho san Pedro y los dos de Emaús. El hecho es que Jesús viene a consolarles y a darles unos cuantos regalos. El primero que les da es el de la paz. La necesitan de verdad. Una paz, que no es sólo una tranquilidad externa, como para quitar el miedo, sino algo que permanece en lo más íntimo de la persona, como persuasión de que la vida tiene un gran sentido, porque Cristo vive entre nosotros. Ese sentimiento de paz nos la desea la Iglesia en la Eucaristía y debemos desearla y, si es posible, sentirla, en nuestro encuentro comunitario del domingo, día del Señor.

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Entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó

Hoy «es el día que hizo el Señor», iremos cantando a lo largo de toda la Pascua. Y es que esta expresión del Salmo 117 inunda la celebración de la fe cristiana. El Padre ha resucitado a su Hijo Jesucristo, el Amado, Aquél en quien se complace porque ha amado hasta dar su vida por todos.

Vivamos la Pascua con mucha alegría. Cristo ha resucitado: celebrémoslo llenos de alegría y de amor. Hoy, Jesucristo ha vencido a la muerte, al pecado, a la tristeza... y nos ha abierto las puertas de la nueva vida, la auténtica vida, la que el Espíritu Santo va dándonos por pura gracia. ¡Que nadie esté triste! Cristo es nuestra Paz y nuestro Camino para siempre. Él hoy «manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre su altísima vocación» (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 22).

El gran signo que hoy nos da el Evangelio es que el sepulcro de Jesús está vacío. Ya no tenemos que buscar entre los muertos a Aquel que vive, porque ha resucitado. Y los discípulos, que después le verán Resucitado, es decir, lo experimentarán vivo en un encuentro de fe maravilloso, captan que hay un vacío en el lugar de su sepultura. Sepulcro vacío y apariciones serán las grandes señales para la fe del creyente. El Evangelio dice que «entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó» (Jn 20,8). Supo captar por la fe que aquel vacío y, a la vez, aquella sábana de amortajar y aquel sudario bien doblado eran pequeñas señales del paso de Dios, de la nueva vida. El amor sabe captar aquello que otros no captan, y tiene suficiente con pequeños signos. El «discípulo a quien Jesús quería» (Jn 20,2) se guiaba por el amor que había recibido de Cristo.

“Ver y creer” de los discípulos que han de ser también los nuestros. Renovemos nuestra fe pascual. Que Cristo sea en todo nuestro Señor. Dejemos que su Vida vivifique a la nuestra y renovemos la gracia del bautismo que hemos recibido. Hagámonos apóstoles y discípulos suyos. Guiémonos por el amor y anunciemos a todo el mundo la felicidad de creer en Jesucristo. Seamos testigos esperanzados de su Resurrección.

Parroquia Sagrada Familia