Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa

Hoy, la narración evangélica parece como el cumplimiento de la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18,9-14). Humilde y sincero de corazón, el publicano oraba en su interior: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador» (Lc 18,13); y hoy contemplamos cómo Jesucristo perdona y rehabilita a Zaqueo, el jefe de publicanos de Jericó, un hombre rico e influyente, pero odiado y despreciado por sus vecinos, que se sentían extorsionados por él: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa» (Lc 19,5). El perdón divino lleva a Zaqueo a convertirse; he aquí una de las originalidades del Evangelio: el perdón de Dios es gratuito; no es tanto por causa de nuestra conversión que Dios nos perdona, sino que sucede al revés: la misericordia de Dios nos mueve al agradecimiento y a dar una respuesta.

Como en aquella ocasión Jesús, en su camino a Jerusalén, pasaba por Jericó. Hoy y cada día, Jesús pasa por nuestra vida y nos llama por nuestro nombre. Zaqueo no había visto nunca a Jesús, había oído hablar de Él y sentía curiosidad por saber quién era aquel maestro tan célebre. Jesús, en cambio, sí conocía a Zaqueo y las miserias de su vida. Jesús sabía cómo se había enriquecido y cómo era odiado y marginado por sus convecinos; por eso, pasó por Jericó para sacarle de ese pozo: «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).

El encuentro del Maestro con el publicano cambió radicalmente la vida de este último. Después de haber oído el Evangelio, piensa en la oportunidad que Dios te brinda hoy y que tú no debes desaprovechar: Jesucristo pasa por tu vida y te llama por tu nombre, porque te ama y quiere salvarte, ¿en qué pozo estás atrapado? Así como Zaqueo subió a un árbol para ver a Jesús, sube tú ahora con Jesús al árbol de la cruz y sabrás quien es Él, conocerás la inmensidad de su amor, ya que «elige a un jefe de publicanos: ¿quién desesperará de sí mismo cuando éste alcanza la gracia?».

Crecer en el amor es caminar en santidad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

El Señor nos eligió a cada uno de nosotros y escribió en su corazón nuestros nombres «para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor» (Ef 1, 4). Una llamada al amor, es decir, a la santidad que va ligada, por añadidura, a la alegría y la entrega en la vida ordinaria, para que seamos testigos valientes del Evangelio allá donde la llama de la fe se encuentre insegura, sofocada o en ruinas.

La alegría del cristiano «no es la emoción de un momento o simple optimismo humano», sino «la certeza de poder afrontar cada situación bajo la mirada amorosa de Dios, con la valentía y la fuerza que proceden de Él». Con estas palabras, pronunciadas hace justamente un año por el Papa Francisco, conmemoramos la preciosa fecha que celebramos este martes: la festividad de Todos los Santos.

Este día ponemos sobre el altar, junto al Cuerpo y la Sangre del Señor, a los santos conocidos que ya interceden desde los jardines del Cielo y a los santos anónimos que, de manera silenciosa y entregada sembraron y siembran la plenitud del Evangelio en los terrenos más variados de la vida cotidiana.

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Evangelio del domingo, 30 de octubre de 2022

Hoy el evangelio nos habla de la conversión de Zaqueo. Este hombre, “pequeño de estatura” se nos hace atrayente, porque muestra un gran deseo de ver a Jesús, quien derrama sobre él toda su misericordia. Zaqueo respondió con una conversión efectiva, demostrando al final que era de una estatura moral mucho más grande que algunos fariseos cumplidores, pero llenos de injusticias y soberbia.

San Lucas, que es el evangelista que más trata de la misericordia de Jesús, nos trae este suceso de la conversión de Zaqueo como una expresión de la misericordia de Dios. Es la característica principal del amor de Dios, en cuanto que se relaciona con nosotros, que somos pecadores. Es bueno meditar hoy en la primera lectura de la misa (Sabiduría 11, 22-12,2). Para muchos Dios era y sigue siendo el terrible, el guardián del orden, el ordenador del mundo, el freno de los delitos sociales, el omnipotente que necesita esclavos. Y el autor sagrado del último libro del Ant. Test. nos dice hoy que Dios es sobre todo amor, que Dios ama todo lo que ha creado. Es amigo de la vida, no de la muerte ni del dolor; nos ama aunque no le amemos; nos ama porque es bueno, no porque nosotros lo seamos. Y porque nos ama, podemos ser mejores y dejar de ser pecadores. A nosotros nos cuesta perdonar; pero El manifiesta su poder y su grandeza perdonando. El perdón es un signo de poder.

Bajo este signo de la misericordia hoy se narra el suceso de Zaqueo. Este hombre era muy mal visto por los fariseos y el pueblo en general, ya que su oficio daba pie para ello, pues era nada menos que el jefe de los recaudadores de impuestos en aquella zona de Jericó, lugar de bastante comercio. Por ese oficio tenía que tratar con los romanos, que eran los opresores, y además solía aprovecharse de su oficio. Por eso luego dirá a Jesús: “Si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”.  A pesar de lo que digan de él, su corazón no es tan cerrado. Y tiene deseos de ver a Jesús: un deseo tan grande que, para poder hacerlo, no teme hacer el ridículo subiendo a un árbol. Jesús, como Dios, no se fija en las apariencias, como los hombres, sino que mira más al corazón. Se intercambian las miradas y, como la misericordia debe ser atrevida, por encima del qué dirán de la gente, Jesús se autoinvita a la casa de Zaqueo, quien lo recibe con gran alegría.

Luego vendría la conversación, el penetrar de la gracia de Dios y la verdadera conversión. Conversión es la transformación radical de nosotros mismos; es pensar, sentir y vivir como Cristo. Convertirse es comprometerse con el proceso de liberación de los pobres y explotados. Por eso Zaqueo, que se convierte, no se queda en buenas intenciones, sino que pasa decididamente a la acción: reparte, devuelve todo lo que ha robado e incluso más. Y esto suele ser muy difícil para un rico. Toda conversión verdadera no es sólo individual, sino que tiene consecuencias sociales. Por eso Jesús la interpreta como gracia y liberación: “Hoy ha entrado la salvación a esta casa”, porque no sólo se salvó él, sino que repercutió en su familia.

Hoy se nos enseña que el principio de la conversión es el deseo de ver a Jesús; y, aunque parezca que hacemos el ridículo, debemos poner los medios para ver a Jesús. Cualquier esfuerzo que hagamos por acercarnos a El, será ampliamente recompensado por su misericordia infinita. Para ello debemos invitarle a nuestra casa, que es nuestro corazón, estar disponibles a su llamada. Después saber que el encuentro con Cristo nos debe hacer generosos con los demás. Zaqueo comprendió que para seguir a Jesús, es necesario el más completo desprendimiento.

La misericordia de Dios se hizo realidad en Jesús que “vino a salvar lo que estaba perdido”. No vino para condenar. Y recordemos que los que practican la misericordia “alcanzarán misericordia”. Por eso nuestra salvación está condicionada al esfuerzo que hagamos por ayudar a los demás en su propia salvación.

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Evangelio del domingo, 23 de octubre de 2022

Desde niños hemos aprendido que para rezar bien hay que hacerlo con atención, humildad, confianza y perseverancia. El domingo pasado el evangelio nos enseñaba sobre la perseverancia. Hoy Jesús nos enseña que para que una oración sea una comunicación verdadera con Dios debe hacerse con humildad. La humildad no consiste en una postura o palabras concretas, sino que es una actitud del alma ante Dios, reconociendo que Dios es el Todo, nosotros muy poca cosa, y sobre todo cuando esa oración va unida al amor hacia Dios y al amor hacia nuestros semejantes.

Hoy Jesús nos lo enseña con una parábola. Dice el evangelio que lo dijo “para aquellos que confiaban en sí mismos, teniéndose por justos y despreciaban a los demás”. Estos solían ser muchos de los fariseos, pero también los había y los hay entre quienes se llaman discípulos de Jesús. Dos hombres, dice Jesús, suben al templo a orar. Uno era un fariseo. Por lo tanto para la gente era tenido por hombre bueno, cumplidor perfecto de la ley. El otro era un publicano. Para la gente era un pecador, pues solían cobrar de más y se aprovechaban de los pobres. En la oración el fariseo parece que no dice ninguna mentira, ve las cosas buenas que ha hecho y hasta más de lo estrictamente obligado. Y sin embargo la oración de éste no agrada a Dios, mientras que sí agrada la oración del publicano. ¿En qué estaba la diferencia?

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¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí...

Hoy leemos con atención y novedad el Evangelio de san Lucas. Una parábola dirigida a nuestros corazones. Unas palabras de vida para desvelar nuestra autenticidad humana y cristiana, que se fundamenta en la humildad de sabernos pecadores («¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»: Lc 18,13), y en la misericordia y bondad de nuestro Dios («Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»: Lc 18,14).

La autenticidad es, ¡hoy más que nunca!, una necesidad para descubrirnos a nosotros mismos y resaltar la realidad liberadora de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Es la actitud adecuada para que la Verdad de nuestra fe llegue, con toda su fuerza, al hombre y a la mujer de ahora. Tres ejes vertebran a esta autenticidad evangélica: la firmeza, el amor y la sensatez (cf. 2Tim 1,7).

La firmeza, para conocer la Palabra de Dios y mantenerla en nuestras vidas, a pesar de las dificultades. Especialmente en nuestros días, hay que poner atención en este punto, porque hay mucho autoengaño en el ambiente que nos rodea. San Vicente de Lerins nos advertía: «Apenas comienza a extenderse la podredumbre de un nuevo error y éste, para justificarse, se apodera de algunos versículos de la Escritura, que además interpreta con falsedad y fraude».

El amor, para mirar con ojos de ternura —es decir, con la mirada de Dios— a la persona o al acontecimiento que tenemos delante. San Juan Pablo II nos anima a «promover una espiritualidad de la comunión», que —entre otras cosas— significa «una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado».

Y, finalmente, sensatez, para transmitir esta Verdad con el lenguaje de hoy, encarnando realmente la Palabra de Dios en nuestra vida: «Creerán a nuestras obras más que a cualquier otro discurso».

Parroquia Sagrada Familia