La vida contemplativa: el corazón orante de la Iglesia

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Decía san Benito de Nursia que «el corazón de Jesús es nuestro modelo, nuestro guía, nuestro todo» (c. 348). Y en ese corazón que ama sin medida descansamos hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, cuando celebramos la Jornada Pro Orantibus.

Con el lema La vida contemplativa: lámparas en el camino sinodal, los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada ponen su mirada en tantos rostros que lo han dejado todo para contemplar al Señor: aquellos que «se convierten en testigos de la Luz y pueden ofrecer al Pueblo de Dios su “misteriosa fecundidad”». Desde la escucha, la conversión y la comunión, pilares básicos de la vida contemplativa, «empujan a toda la Iglesia a ensanchar el espacio de su tienda y a salir en peregrinación».

No hay un solo lugar en el mundo que se encuentre solo, huérfano o abandonado, si mora un alma contemplativa. Estos centinelas del Amor, antorchas en la noche más desierta, adornan –desde la oración y en el silencio de lo escondido– cualquier corazón en ruinas.

Cuánta belleza esconde el vivir en el silencio sonoro de Dios, mirar cada instante con los ojos de Jesús, desprenderse de uno mismo para nacer en el corazón sufriente de un hermano o hacer de la entrega silenciosa una oblación personal al servicio del Amado. La vida contemplativa es un don, una ofrenda admirable para quienes anhelamos pasar toda una vida y una eternidad en Cristo, «esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1, 3).

«¿Qué sería de la Iglesia sin la vida contemplativa?, ¿qué sería de los miembros más débiles de la Iglesia que encuentran en vosotros un apoyo para continuar el camino?, ¿qué sería de la Iglesia y del mundo sin los faros que señalan el puerto a quien está perdido en alta mar, sin las antorchas que iluminan la noche oscura que atravesamos, sin los centinelas que anuncian el nuevo día cuando todavía es de noche?», preguntó el Papa Francisco, durante la Jornada Pro Orantibus, celebrada en 2018. Cuestiones que ahora, cuando volvemos a recrear los frutos incansables de esta fascinante misión por el Reino, inundan el corazón.

Queridas comunidades de vida contemplativa: ¡cuánta falta nos hacéis y qué sería de nosotros sin vosotros! Sois el corazón orante de la Iglesia, candelas que –como el ciego del Evangelio (Lc 18, 35)– devolvéis la vista a los que no pueden ver, razón de una esperanza (1 Pe 3, 15) que solo puede comprenderse con los ojos del alma.

Hoy, la Iglesia os pone al frente de una manera especial y os llama a ser lámparas en el camino para que vuestros carismas mejores alumbren la oscuridad de nuestros miedos, unan aquello que nos separa y alivien nuestras miserias.

Hoy, acallamos tanto ruido y nos dejamos caer en vuestro silencio sonoro, consagrado a la contemplación del Amor divino, allí donde oráis sin desfallecer, donde Dios habita en vuestras moradas, donde nos enseñáis a ser «custodios para todos del pulmón de la oración» (Evangelii gaudium, n. 262). El tiempo presente «lo recorre la Iglesia entera en unidad de espíritu y de misión», destacan los obispos en su carta para esta Jornada. Las monjas y monjes de nuestros monasterios «buscan la luz de Dios y la derraman sobre el rostro de la Iglesia».

Que la Virgen María, modelo de contemplación en la escucha, el silencio, la entrega y la comunión, nos ayude –iluminados por vuestro perseverante y fiel testimonio– a buscar continuamente el rostro de Dios. Gracias por escuchar la voz del Espíritu para ser custodios de Aquel que, cuando llega la noche oscura, nos ilumina y habita, nos abraza y sostiene.

Con gran afecto, os deseo un feliz domingo de la Santísima Trinidad.

Evangelio del domingo, 12 de junio de 2022

Hoy es una fiesta importante en la Iglesia, porque queremos celebrar a Dios en su esencia interior y en su relación con nosotros. Si Dios nos ha creado y es nuestro destino eterno, nos interesa más que todo conocer a Dios lo más íntimamente posible. Nuestra razón nos dice que Dios es solo uno, porque debe haber Alguien que sea principio de todo y que tenga todas las buenas cualidades posibles, como el ser eterno, todopoderoso, inmenso, y sobre todo ser bueno. Esto es lo principal que nos reveló Jesús: que Dios es AMOR. Y por el hecho de que es amor, medio comprendemos algo de que, aunque sea uno, no puede estar solo, no puede ser alguien solitario, sino que debe ser como una familia donde circule ampliamente el amor.

El misterio de la Stma. Trinidad, un solo Dios y tres personas, de alguna manera tiene indicios en el Ant. Testamento y en otras religiones; pero fue Jesucristo quien nos lo reveló y nos enseñó la grandeza del amor del Padre entregando a su Hijo, quien al mismo tiempo con el Padre envía al Espíritu Santo para ayudarnos en nuestro caminar hacia Dios. En este año, que es del ciclo C, nos presenta el evangelio unas palabras de Jesús en la Ultima cena. Ahí les dice a los apóstoles que tendría que decirles muchas cosas o explicarles más ampliamente todo lo que les había dicho en aquellos años; pero ellos aún no están capacitados para comprenderlo todo. Por eso, al marcharse de este mundo, les envía Alguien que les va a ayudar a comprender todo. 

Ese Alguien, de quien habla ampliamente en esa Cena, es el Espíritu Santo, una persona divina, porque va a realizar acciones que sólo Dios puede hacer. Él dará total gloria a Jesús y nos enseñará con exactitud lo que Jesús estaba enseñando. Pero dice Jesús que lo que enseña no es suyo, sino que El mismo lo ha recibido del Padre. De aquí la grandeza de este misterio, que se fundamenta en el amor interno.

Este amor de Dios no se queda entre los Tres, sino que sale a crear seres con los cuales pueda gozarse en el amor. Por eso creó ángeles, seres espirituales, y seres humanos, que somos mezcla de materia y espíritu. Nos creó para que haya un intercambio de amor ahora y por la eternidad. Por eso este misterio de la Stma. Trinidad no es sólo el centro de nuestra fe, sino, como dice el catecismo, debe ser el centro de nuestra vida. Nuestra fe nos dice que el Padre envía a su Hijo como muestra del inmenso amor por la humanidad, el Hijo, con suprema obediencia, se entrega a la muerte por amor a la humanidad, y el Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo para actualizar la obra salvadora de Jesús entre nosotros por todos los siglos.

Para cada uno de nosotros es diferente Dios, si nuestra relación es como criatura, como esclavos o como hijos. Nuestra vida será distinta si actualizamos nuestra postura de hijos ante Dios Padre, que nos ama más que el mejor de los padres o de las madres, si convivimos con una experiencia más fraternal hacia Jesucristo, que resucitado está vivo en la Iglesia, especialmente en la Eucaristía, y si sabemos tratar en amistad con el Espíritu Santo, que nos da la fuerza del vivir para poder realizar las labores humanas con una vitalidad casi divina por medio de los dones del Espíritu.

Muchas veces invocamos a la Stma. Trinidad y lo hacemos con poca atención. La Santa Misa está envuelta en invocaciones a la Trinidad: Comenzamos haciendo la señal de la cruz en el nombre de la Trinidad y terminamos con la bendición que da el sacerdote en el nombre de la Trinidad. Dentro de la misa está el gloria, que es alabanza a los Tres, el Credo, profesando nuestra fe en la Trinidad. Y así casi todas las oraciones, que se dirigen al Padre, por medio de su Hijo en el Espíritu.

Muchas veces decimos: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Que lo digamos con entusiasmo y mucho amor, para que esa comunidad de vida que hay en la Trinidad sea un ejemplo a seguir en nuestras comunidades, ya que hemos sido creados “a imagen y semejanza de Dios”.

 

Lectura del santo evangelio según san Juan 16, 12-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.»

Recibid el Espíritu Santo

Hoy, en el día de Pentecostés se realiza el cumplimiento de la promesa que Cristo había hecho a los Apóstoles. En la tarde del día de Pascua sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés renueva y lleva a plenitud ese don de un modo solemne y con manifestaciones externas. Así culmina el misterio pascual.

El Espíritu que Jesús comunica, crea en el discípulo una nueva condición humana, y produce unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, Dios confunde sus lenguas y no pueden entenderse. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y lenguas.

El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nueva.

El primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos en compañía de María, y estaban en oración. El recogimiento, la actitud orante es imprescindible para recibir el Espíritu. «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (Hch 2,2-3).

Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a predicar valientemente. Aquellos hombres atemorizados habían sido transformados en valientes predicadores que no temían la cárcel, ni la tortura, ni el martirio. No es extraño; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.

El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la madurez en la vida de fe es preciso que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal. En esta celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro interior de par en par.

Clausura del año jubilar en Pentecostés

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy damos la bienvenida a un nuevo Pentecostés, hoy conmemoramos la venida del Espíritu Santo, memorial de plenitud que edifica la Iglesia. Jesús «ha traído el fuego del Espíritu a la tierra» y la Iglesia «se reforma con la unción, con la gratuidad de la gracia, con la fuerza de la oración, con la alegría de la misión y con la belleza cautivadora de la pobreza». Con este lenguaje, el Papa Francisco nos anima, en la solemnidad de Pentecostés, a hacernos misioneros de consolación y de misericordia para el mundo.

San Pablo, en su carta a los cristianos de Corinto, descubre que «donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Co 3,17). Así, arraigados a la providencial venida del Espíritu Santo (Hch 2, 3-4), también celebramos el Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar, destacando el papel fundamental que tiene el laicado «en la corresponsabilidad eclesial y en la misión evangelizadora», junto con los pastores y los miembros de la vida consagrada, cada uno según el carisma y el ministerio recibidos.

El lema de esta Jornada «nos invita a seguir construyendo juntos el gran reto y desafío pastoral de la sinodalidad», que propone el Papa Francisco «con este proceso sinodal que está llevando a cabo la Iglesia universal y nuestras iglesias particulares, congregaciones, asociaciones y movimientos laicales».

La sinodalidad, aseveran, «consiste en ir creando un “nosotros” eclesial compartido»; es decir, «que todos sintamos como propia la biografía de la Iglesia». Una realidad que nos envía hacia un nosotros cada vez más grande, una llamada apremiante de parte del mismo Dios que nos recuerda –en palabras de los obispos de la comisión episcopal para el laicado, familia y vida– que «nadie se salva solo», porque «estamos todos en la misma barca en medio de las tempestades de la historia», y «nadie se salva sin Dios».

Hoy, prendidos por el fuego del Espíritu, también conmemoramos la clausura del Año Jubilar que hemos venido celebrando con ocasión del octavo centenario de nuestra catedral, así como la Asamblea diocesana de esta iglesia que peregrina en Burgos. Lo haremos con un festival a las cinco de la tarde en la plaza de Santa María y con una Eucaristía a las siete y media en la catedral presidida por el Sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede.

Nuestra catedral, como ya he subrayado en alguna ocasión, es un imponente testimonio de fe, esperanza y amor. Representa a Cristo, la piedra angular, a partir de Quien todos estamos llamados a formar parte del Templo santo de Dios. La fe enseña al Pueblo de Dios la presencia vivificante del Señor en medio de nosotros. Y así lo hemos podido experimentar durante esto tiempo jubilar, porque hemos vivido un año de gracia muy importante, y la Asamblea nos orientará con las pautas para la tarea evangelizadora de los próximos años. Y deseo agradecer, de manera especial, a todos los que habéis hecho posible este Año Jubilar y esta Asamblea Diocesana, así como a don Fidel, que fue quien puso la primera piedra de este precioso aniversario que ahora nos cobija.

Ochocientos años de vida que nos recuerdan, una y otra vez, que la Iglesia es el templo del Espíritu Santo. Ocho siglos de oración, fe, camino, encuentro y comunión. Un templo vivo donde se guarda el milagro más maravilloso y el tesoro más grande del mundo: la Eucaristía custodiada por la mirada amorosa de la Virgen María, a Quien está dedicado este templo.

«No hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María», expresó el Papa emérito Benedicto XVI, refiriéndose a la Santísima Virgen, en el rezo del Regina Coelide mayo de 2010. Ponemos nuestra esperanza en María, quien «conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19.51). Que Ella, que alienta el corazón de los discípulos antes de recibir el Don del Espíritu prometido por Jesús, nos acoja y nos proteja bajo Su manto en esta gran fiesta del Espíritu que, sin duda alguna, dejará una huella imborrable en nuestra archidiócesis y en nuestras vidas.

Recibid la bendición de Dios en esta entrañable solemnidad.

Evangelio del domingo, 5 de junio de 2022

Esta palabra de Pentecostés quiere decir: cincuenta días. Era una de las tres principales fiestas de los judíos. A los cincuenta días de la Pascua celebraban en cuanto a lo material el hecho de que la cosecha estaba ya crecida, por lo que daban gracias a Dios, y en cuanto a la historia celebraban el recuerdo de la llegada de los israelitas al monte Sinaí y la entrega de las tablas de la Ley a Moisés entre truenos y relámpagos. Con ese motivo tocaban fuertemente las trompetas del templo.

Ese es el día en que los apóstoles reciben de una manera grandiosa al Espíritu Santo. Según lo narra san Lucas, autor de los “Hechos de los Apóstoles”, Dios aprovecha el ambiente de fiesta popular y bulliciosa para ese acontecimiento. Algunos datos podemos decir que son simbólicos, expresión de lo que sucedía en el alma o el corazón de los que recibían el Espíritu Santo. Los principales signos fueron el viento impetuoso y el fuego, que da luz y calor: Luz que les ilumina la mente para comprender mejor los mensajes de Jesús y fuego para darles energías para seguir sin miedo la misión de Jesús de predicar el Evangelio por todo el mundo. El viento precisamente significa el Espíritu y es expresión de una nueva creación, recordando el soplo creador.

En realidad ya habían recibido el Espíritu Santo el día de la Resurrección. Jesús, al presentarse resucitado, les da el mayor don que puede darles, que es el Espíritu Santo. Ya les había prometido que les enviaría “otro Consolador, otro Abogado”. San Juan nos cuenta en el evangelio de hoy que Jesús se presenta gozoso y les da la paz y alegría, y les da el perdón y el poder de perdonar. Pero todo eso no sería efectivo y duradero, si no les ayudase una fuerza especial, que es la presencia del Espíritu Santo, como ya se lo había prometido. Lo hace también con un gesto de viento: “Sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”. ¿Cuándo recibieron de verdad el Espíritu Santo? Las dos veces y otras muchas más. Porque el Espíritu viene a nosotros según la preparación que tengamos: Viene en el bautismo, viene especialmente en la confirmación y viene en otras ocasiones. Él es infinito. Lo que hace falta es que nos preparemos a recibirle. El día de Pentecostés vino de una manera muy especial sobre los apóstoles, no sólo porque así lo quiso Dios de forma gratuita, sino porque ellos estaban mejor preparados pues habían estado aquellos días en oración con la Santísima Virgen María.

Un aspecto importante en esta fiesta es el comunitario: Los apóstoles reciben el Espíritu Santo viviendo en comunidad. Y son enviados para formar la comunidad de la Iglesia universal. Por eso se nombran allí todos los principales pueblos o naciones entonces conocidas. Y aparece una contraposición con lo que significó la “Torre de Babel”, que era dispersión o confusión de lenguas. En Pentecostés se realiza la unidad: todos comprenden lo mismo. Sería la unidad que quiere Jesús por medio del AMOR.

Pentecostés continúa en la Iglesia. Cada vez que asistimos a misa se nos recuerda la intervención del Espíritu Santo en la transformación del pan y del vino y en la unidad de la Iglesia. Para que influya en nuestro ser hace falta que nos preparemos, que nos comuniquemos más con Dios en la oración y que dejemos muchas ataduras materiales de modo que nuestra vida tenga un sentido pleno y sea vivificante, de modo que se note que el Espíritu Santo habita en nuestro ser.

En el Credo decimos: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida”. Él quiere enseñarnos a orar, a tener a Jesús por Señor, a penetrar en los misterios de Dios, a gozar de la gracia, que es amor, paz, fidelidad, fuerza para predicar y a testimoniar el Evangelio con nuestra vida. Por eso hoy pidamos, como se dice en la Misa, que lave lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es tibio, enderece lo torcido. En una palabra: que seamos dóciles a sus inspiraciones y que encienda los corazones de sus fieles. Con la ayuda del Espíritu y nuestra cooperación, en la Iglesia siempre será una realidad Pentecostés.

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