Evangelio del domingo, 1 de enero de 2023

Hoy tenemos varias celebraciones: comienza el nuevo año, pero sobre todo es una gran fiesta de la Virgen como Madre de Dios y es la octava de Navidad y la circuncisión de Jesús e imposición de su nombre. También es la jornada mundial sobre la paz.

1. Comienza el nuevo año. Esto no es una celebración litúrgica, sino algo sólo convencional en el calendario civil. En otras civilizaciones o culturas comienza el año en otras fechas. Lo nuestro del 1 de Enero viene de una costumbre romana en que comenzaban a regir los cónsules. Pero es una ocasión y una oportunidad para pensar que el tiempo pasa y que debemos hacer realidad lo de: “año nuevo, vida nueva”. El tiempo no es algo fijo, nosotros pasamos por él y ya no lo podemos recuperar, sólo podemos aprovechar mejor el que va a venir. Este es un tiempo de bendición, como comenzamos en la primera lectura de la misa. Pero no sólo queremos que Dios nos bendiga. Todos debemos ser bendición para los demás y para el mundo. Por eso aprovechemos el comienzo de un nuevo año para una mayor limpieza de nuestras culpas y un hermoso deseo de aprovechar esta oportunidad que nos da Dios.

2. Celebramos sobre todo la solemnidad de María Madre de Dios. Es el mayor título que un ser creado puede tener. Ha habido muchos que dicen ser impropio de María llevar ese nombre porque a Dios nadie lo ha hecho. En parte tienen razón; pero María es la madre de Jesús y, como Jesús, además de hombre, es Dios, a su madre la podemos llamar Madre de Dios. Así lo entendieron los obispos reunidos en Éfeso en el año 431. Y desde entonces así la proclamamos, señalando la unión tan profunda con su Hijo “en las penas y alegrías”, y también en la redención y en las gracias que Dios nos va dando. Por eso es también nuestra madre espiritual y madre de la Iglesia. En este día nos alegramos por las maravillas que Dios ha hecho en su madre. Ella, aun colmada de dones, siguió siendo libre y cooperó generosamente. Si María es nuestra madre, la contemos nuestros problemas y pidamos su ayuda para superarlos; pero sobre todo hagamos en este nuevo año lo que gustaría a nuestra madre del cielo.

3. A los ocho días circuncidaron a Jesús. A nosotros nos puede decir muy poco; pero era muy importante para los israelitas: era el día de la entrada y aceptación legal en la comunidad de Israel y de hacerse responsable de la carga que supone la ley. Era como otro nacimiento. Nacer es comenzar y, en cierto sentido, nacemos varias veces. Hasta en lo material, cuando alguno se ha salvado de un gran accidente, dice que ha vuelto a nacer. También puede decirse cuando comienza una vida social muy diferente, como era la circuncisión para los israelitas. Y mucho más nacemos nosotros cuando comenzamos una vida de gracia, como es el bautismo.  Y así como para nacer a la vida del cuerpo se necesita ayuda externa, así es para la circuncisión y el bautismo.
El nombre de Jesús se lo puso el mismo Dios. Así el ángel se lo dijo a María y a José. Los israelitas daban mucha importancia al significado, y Jesús significa “Dios salva”. Debemos poner mucho amor y confianza al pronunciar este bendito nombre.

4. Jornada mundial de la paz. Este año, que es la 52 jornada de la paz, el papa Francisco ha escogido este lema: “La buena política está al servicio de la paz”. Si la buena política debe preocuparse de que cada ser humano sea considerado “en su dignidad y sus derechos”, los que se dedican a la política deben tener muy presente que todos estamos llamados a llevar y anunciar la paz, como la buena noticia de un futuro más humano y feliz. Y dice especialmente el papa a los políticos: “La responsabilidad política pertenece a cada ciudadano, y en particular a aquellos que han recibido el mandato de proteger y gobernar. Y así va exponiendo las virtudes y vicios que puede tener para bien o mal de la paz en el mundo. Que María, madre de Dios y madre nuestra, nos ayude a todos para que vivamos como hermanos.

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«Aunque tu vida terrenal se haya apagado, tu luz resplandecerá por toda la eternidad»

El arzobispo de Burgos, don Mario Iceta Gavicagogeascoa, al papa emérito Benedicto XVI en el día de su fallecimiento.

«La vida de los que en ti esperan no termina, se transforma». Con estas consoladoras palabras, el prefacio de difuntos envuelve la muerte en el manto de la esperanza. Esa fe y esperanza que en estos momentos sostienen nuestro corazón y elevan nuestros ojos al cielo. Nuestro querido Papa emérito Benedicto XVI ha emprendido su viaje definitivo a la casa del Padre. No tengo más palabras que las de profunda admiración e inmensa gratitud.

La vida y el Magisterio de Benedicto XVI han sido luminosos y fecundos. La altura de su pensamiento ha suscitado un apasionado diálogo con todo tipo de corrientes de pensamiento y ha sido referencia para teólogos y pensadores, creyentes y no creyentes. Una obra teológica imponente fruto de una fe apasionada vivida en la cotidianidad del amor y el servicio.

Su amor a Dios se ha plasmado en el cuidado delicado por la liturgia, que vivía con profundidad. Su amor y servicio a toda persona que busca y sufre en oscuridad ha quedado reflejado en sus encíclicas que abren el camino a una humanidad nueva y abrigan el alma en los momentos difíciles generando una nueva humanidad.

Aunque su vida terrenal se haya apagado, la luz de su vida y Magisterio resplandecerán como estrellas por toda la eternidad. Tendría muchas anécdotas que contar de los encuentros que tuve con él, que es quien me nombró obispo primero auxiliar y después titular de Bilbao. «No tenga miedo. Vaya con paz porque el Señor le envía y yo también le envío», me dijo poco después del nombramiento, sosteniendo mis manos entre las suyas, con su mirada cálida y profunda y su rostro que inspiraba paz y confianza.

Hoy podemos dar gracias a Dios porque ha concedido a nuestro querido Benedicto XVI una vida larga que ha sembrado de bien el camino de la Iglesia y la historia de la humanidad. Lo encomendamos al Padre en este último viaje, que ha emprendido en paz, ligero de equipaje y con el corazón lleno del amor de Dios. Gracias Papa Benedicto por todo el bien que hemos recibido de ti, por tu testimonio de fe, esperanza amor y servicio. En tu vida se han cumplido las palabras del Eclesiástico: “Dichosos los que te vieron y se durmieron en el amor”. Quedas para siempre grabado en lo más profundo de nuestro corazón. Sigue cuidando de nosotros. Gracias y hasta el cielo.

Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor

Hoy, nos ha nacido el Salvador. Ésta es la buena noticia de esta noche de Navidad. Como en cada Navidad, Jesús vuelve a nacer en el mundo, en cada casa, en nuestro corazón.

Pero, a diferencia de lo que celebra nuestra sociedad consumista, Jesús no nace en un ambiente de derroche, de compras, de comodidades, de caprichos y de grandes comidas. Jesús nace con la humildad de un portal y de un pesebre.

Y lo hace de esta manera porque es rechazado por los hombres: nadie había querido darles hospedaje, ni en las casas ni en las posadas. María y José, y el mismo Jesús recién nacido, sintieron lo que significa el rechazo, la falta de generosidad y de solidaridad.

Después, las cosas cambiarán y, con el anuncio del Ángel —«No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo» (Lc 2,10)— todos correrán hacia el portal para adorar al Hijo de Dios. Un poco como nuestra sociedad que margina y rechaza a muchas personas porque son pobres, extranjeros o sencillamente distintos a nosotros, y después celebra la Navidad hablando de paz, solidaridad y amor.

Hoy los cristianos estamos llenos de alegría, y con razón. Como afirma san León Magno: «Hoy no sienta bien que haya lugar para la tristeza en el momento en que ha nacido la vida». Pero no podemos olvidar que este nacimiento nos pide un compromiso: vivir la Navidad del modo más parecido posible a como lo vivió la Sagrada Familia. Es decir, sin ostentaciones, sin gastos innecesarios, sin lanzar la casa por la ventana. Celebrar y hacer fiesta es compatible con austeridad e, incluso, con la pobreza.

Por otro lado, si nosotros durante estos días no tenemos verdaderos sentimientos de solidaridad hacia los rechazados, forasteros, sin techo, es que en el fondo somos como los habitantes de Belén: no acogemos a nuestro Niño Jesús.

La humildad se hace Belleza en Navidad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con gran alegría y gozo, el sol despeja las tinieblas durante el alba porque, en la ciudad de David, ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor (cf. Lc 2, 10-11). Hoy celebramos el triunfo de la vida, el renacer de un nuevo sueño por cumplir, la venida del Amor. ¡Hoy ha nacido Jesús!

Con el anuncio del Ángel, revivimos que Nuestro Señor Jesucristo, la esperanza que renueva cualquier corazón herido, viene al mundo para traernos la salvación. Y lo hace en la intemperie de un pesebre con la preciosa misión de adentrarnos, desde el alma de su imperecedera luz (cf. Jn 8, 12), en el sacramento de la Belleza que se hace vida en Navidad. Dios hecho Niño, desde una posada construida en pobreza y humildad, desea acomodar el pesebre de nuestro corazón para que oigamos la voz del Amor.

Es tiempo de deseo y esperanza, de acogida y gratitud, de confianza y consuelo. Jesús fue llamado por los profetas el deseado y el esperado de todas las naciones y aviva en nosotros el deseo de recibirle y, de este modo, colmar nuestra esperanza.

En Navidad, «Él se nos muestra como niño, pequeño, indefenso, completamente necesitado de su madre y de todo lo que el amor de una madre puede dar». Estas palabras de la Madre Teresa de Calcuta nos recuerdan que solo la humildad de la Virgen María «la hizo capaz de servir». Por tanto, si queremos que Dios habite los rincones de nuestra fragilidad, hemos de vaciarnos del todo por medio de la humildad para que Dios anide y repare cada una de las grietas de nuestra vida.

La humildad es el camino, ese misterio traspasado de eternidad que debe poblar el templo de nuestra carne. Y, junto a ella, espera la pobreza: virtud que brota del amor ofrendado de un pesebre, esperanza desnuda de lujos que nace en el silencio de dos miradas que se aman: en María y en José.

San Juan de la Cruz dejó escrito que «el Padre dijo una Palabra, que fue su Hijo, y esta Palabra siempre la dice en silencio eterno, y en silencio debe ser escuchada por nuestras almas». Si hasta el mismo Dios se abajó, haciendo a su hijo Jesucristo pobre por nosotros, ¿cómo no vamos a forjar, con los pobres, el mandamiento principal de nuestras vidas? Y si la propia naturaleza «nos engendra pobres», como podemos leer en uno de los escritos de san Antonio de Padua, ¿cómo no vamos a desprendernos de todo lo que nos ata para que Dios pueda acomodarse en nuestra casa?

Jesús, el Verbo Encarnado de Dios, sueña con edificar sobre nuestra nada. Y por eso vuelve a nacer entre nosotros (cf. Jn 1, 14) en un sencillo pesebre, para que su pequeñez nos aliente a ser mansos de corazón y a recostarnos sin miedo en la humilde morada del Niño de Belén.

El Papa Francisco, en su mensaje Urbi et orbi pronunciado el pasado año en el balcón central de la Basílica Vaticana, recordaba que «corremos el riesgo de no escuchar los gritos de dolor y desesperación de muchos de nuestros hermanos». Ante todas las dificultades de nuestro tiempo, grita con mucha más fuerza la esperanza de que «un niño nos ha nacido» (Is 9, 5) para habitarnos el alma, el aliento y la mirada. Si Él llegó pobre, vivió y murió en pobreza, no hay pesebre más admirable que un corazón austero, que se abre a un Dios que se encarna necesitado para asumir nuestra humanidad hasta el extremo.

Hoy, de la mano de la Virgen María y de san José, miramos al pesebre y esperamos, con el corazón abierto, que el Niño Dios nos ayude a hacerle sitio en nuestras vidas. Y con una inmensa alegría, fijamos la mirada en el portal de Belén y cantamos al Amor que se ha quedado eternamente a nuestro lado.

¡Os deseo una Feliz y Santa Navidad!

Con gran afecto, recibid mi bendición y un fuerte abrazo en Cristo.

Evangelio del domingo, 25 de diciembre de 2022

Hoy se pone a nuestra consideración el principio del cuarto evangelio, el de san Juan. Es un comienzo muy diferente al de los otros evangelistas. Hoy san Juan nos habla del nacimiento de Jesús; pero de forma diferente. No cuenta los hechos según la historia: no hay niño ni madre, ni pastores ni cántico de ángeles; pero sí habla de luz que ilumina las tinieblas y de gloria de Dios que podemos contemplar, y sobre todo de la Palabra, que se hace carne, de Dios que pone su tienda entre nosotros, del Señor que es aceptado por unos y rechazado por otros. 

San Juan comienza desde el misterio de Dios y cómo desde siempre existía la “Palabra”. Este vocablo “palabra” o “verbo” recuerda a la “sabiduría”, de la cual habla ya el Antiguo Testamento, “que jugaba con Dios”. ¡Qué difícil es expresar con palabras materiales el misterio de Dios y lo que es espíritu! También sería difícil entender lo de “Hijo de Dios”, pues en lo material un hijo siempre es menor que el padre. Para que comprendamos un poco, distinguimos entre el pensamiento y su expresión, entre una palabra cuando la pensamos y cuando la pronunciamos. Esta es la semejanza que hoy usa el evangelio. Esta “Palabra”, que es Dios mismo, estaba desde siempre en Dios; pero un día fue pronunciada, y lo importantísimo es que esa “Palabra”, que es Dios mismo, vino a nosotros y se hizo de nuestra propia naturaleza, “se hizo carne”.

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