Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
El próximo miércoles 14 de septiembre, con la celebración de la Exaltación de la Santa Cruz, conmemoramos la festividad del Santo Cristo de Burgos que tendré el honor de presidir en la catedral a las 7.30 de la tarde. Esta devoción, que se extiende por varias regiones de España y por numerosas naciones de Hispanoamérica, pone ante nuestros ojos a un Amor crucificado que acoge todas nuestras dificultades, caídas y temores para recordarnos que el peso de Su cruz nos libera de todos nuestros yugos.
El septenario que ya ha comenzado a predicarse en honor al Santo Cristo que ampara y custodia nuestra ciudad, gira en torno a las Siete Palabras de Jesús en la cruz. Palabras que nacieron de los labios heridos del Señor, cuando estaba colgado del madero para darnos –por Su gracia– hasta la propia vida.
Estas palabras, semilla de un Amor inigualable, deben acompañar a nuestra Iglesia que peregrina en Burgos, en todos los momentos de nuestra existencia.
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Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«¡Él vive! Hay que volver a recordarlo con frecuencia, porque corremos el riesgo de tomar a Jesucristo solo como un buen ejemplo del pasado, como un recuerdo, como alguien que nos salvó hace dos mil años. Y el que nos llena con su gracia, nos libera, nos transforma, nos sana y nos consuela. Es Alguien que vive». Con estas palabras del Papa Francisco recordándonos la experiencia fundamental que sostiene la vida cristiana, recomenzamos las tareas cotidianas después del tiempo estival.
Tras este periodo necesario de descanso, nos aferramos a esa esperanza que nunca defrauda, al don de fortaleza, a la ilusión y a la perseverancia: virtudes que brotan para hacernos de nuevo, para levantarnos y volver a empezar, con la confianza que nace en los brazos de Dios para devolvernos la alegría.
Y en este nuevo comienzo, Dios se hace presente; en el trabajo, en la familia, en las relaciones y en la vida cotidiana, allí donde hay una sola razón para volver los ojos al Amor infinito e inquebrantable. Siempre desde una actitud de servicio, de fidelidad, de entrega, con una misión grabada a fuego en el hondón del alma: «El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor, a quien me sirva mi Padre le honrará» (Jn 12, 36).
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Comienza hoy el evangelio diciendo que una gran muchedumbre seguía a Jesús. Muchos ciertamente le seguían de buena fe, con deseos de escuchar su palabra y ponerla por obra. Otros muchos lo harían por curiosidad. Y no faltaban quienes le seguían de mala fe. Hoy nos habla Jesús con palabras fuertes, casi hirientes, para enseñarnos algo fundamental a los que queremos ser discípulos suyos.
Nos dice Jesús que ser cristiano no consiste sólo en guardar los mandamientos, ya que eso lo deben hacer los de todas las religiones, ni consiste en ser “buenos”, que lo deben ser todos, sino en ser personas diferentes porque nuestro centro de vida debe ser seguir a Jesucristo, por encima de todos los compromisos familiares y de todos los intereses personales. De hecho cuando se bautiza a una persona, se suele exigir muy poco. Si es niño, se pide alguna charla a los padres y un compromiso para que le eduquen según las leyes de la Iglesia. Si es mayor, poco más.
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Hoy, Jesús nos indica el lugar que debe ocupar el prójimo en nuestra jerarquía del amor y nos habla del seguimiento a su persona que debe caracterizar la vida cristiana, un itinerario que pasa por diversas etapas en el que acompañamos a Jesucristo con nuestra cruz: «Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío» (Lc 14,27).
¿Entra Jesús en conflicto con la Ley de Dios, que nos ordena honrar a nuestros padres y amar al prójimo, cuando dice: «Si alguno viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26)? Naturalmente que no. Jesucristo dijo que Él no vino a derogar la Ley sino a llevarla a su plenitud; por eso Él da la interpretación justa. Al exigir un amor incondicional, propio de Dios, declara que Él es Dios, que debemos amarle sobre todas las cosas y que todo debemos ordenarlo en su amor. En el amor a Dios, que nos lleva a entregarnos confiadamente a Jesucristo, amaremos al prójimo con un amor sincero y justo. Dice san Agustín: «He aquí que te arrastra el afán por la verdad de Dios y de percibir su voluntad en las santas Escrituras».
La vida cristiana es un viaje continuo con Jesús. Hoy día, muchos se apuntan, teóricamente, a ser cristianos, pero de hecho no viajan con Jesús: se quedan en el punto de partida y no empiezan el camino, o abandonan pronto, o hacen otro viaje con otros compañeros. El equipaje para andar en esta vida con Jesús es la cruz, cada cual con la suya; pero, junto con la cuota de dolor que nos toca a los seguidores de Cristo, se incluye también el consuelo con el que Dios conforta a sus testigos en cualquier clase de prueba. Dios es nuestra esperanza y en Él está la fuente de vida.