Donde hay vida consagrada, hay esperanza
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Celebrar la Jornada de la Vida Consagrada «pasa, en realidad, por acoger con un corazón dispuesto y confiado la senda que se abre a nuestros pies consagrados cada día de nuestra existencia». Con estas palabras, que son anuncio y testimonio de una vocación –vivida en gratuidad– que exige hacer un alto en el camino para agradecer el don de la vida consagrada, tal y como el Espíritu la va suscitando, los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada desean mostrar un horizonte nuevo «bajo el signo de la esperanza en Jesús Resucitado».
Con Dios, quien hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5), cada mañana nace de un modo distinto. Por eso, caminar, aunque a veces se agoten las fuerzas, supone dejarse sorprender por una esperanza que encuentra su plenitud en la mirada compasiva del Señor. Él no se cansa de hacer camino con nosotros; porque anhela un corazón que no se encierre en sí mismo, porque espera que cultivemos una visión renovada de la vida consagrada.
El lema de este año, Caminando en esperanza (que conecta con el Sínodo 2021-2024), alienta a contemplar el talante y el horizonte» de los que se consagran a Dios para «ser cada día apóstoles del reino, levadura en la masa, semilla en la tierra, sal en el mundo y candelero en lo alto. Caminando –explican, desde la Comisión, en su carta– «es un gerundio que hace referencia a una acción continua y persistente, que no se cansa ni se detiene». En esperanza, indica «un modo muy concreto de llevar adelante dicha acción, a través de esta virtud cristiana necesaria para quien desea vivir en marcha y volcado hacia el futuro que hemos de construir todos los miembros de la Iglesia unidos».
La vida consagrada «es encontrar a Dios en las cosas concretas». Estas palabras, pronunciadas por el Papa Francisco en la Eucaristía con ocasión de la XXIII Jornada Mundial de la Vida Consagrada, recuerdan dónde nace el latido de tantos hombres y mujeres que deciden consagrar su vida al servicio de Dios y de los hermanos: «La vida consagrada no es supervivencia, es vida nueva, es un encuentro vivo con el Señor en su pueblo». Y en esa llamada a la «obediencia fiel de cada día y a las sorpresas inéditas del Espíritu», descubrimos la visión profética que revela lo que de verdad importa: ver a Dios presente en el mundo, aunque muchos no se den cuenta.
El próximo jueves, día en que celebramos la fiesta de la Presentación del Señor, recordamos cómo María y José, fieles a la tradición de su pueblo, entran en el templo con su Hijo a los cuarenta días de su nacimiento. También nosotros, cuarenta días después de la Navidad, somos presentados por nuestra madre, la Iglesia, ante Dios Padre con una sola misión: la de ser todos uno en el Amor (cf. Jn 17, 21).
Y lo hacemos, mirándonos en el espejo de Simeón y Ana en esta Jornada que nos recuerda la necesidad de esperanza que tiene este mundo herido y roto por tanta injusticia, guerra e incomprensión. Siendo apóstoles unidos y viviendo un mismo sentir, para que el mundo llegue a poner su esperanza en Cristo. Pues si Él vino a dar la vida «por los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52) y derramó su sangre para congregarnos en torno a la Mesa del altar, ¿cómo no vamos a anhelar juntos el Reino que ya se vislumbra en esta tierra fatigada, hasta que nuestros ojos vean la salvación (cf. Lc 2, 30)?
Lo hacemos de la mano de las personas consagradas que confían sin desfallecer «aun cuando no tienen, como su Maestro, dónde reclinar la cabeza», tal y como rememoran los obispos en su carta. Porque Dios «es su desde, en y hacia dónde». Por eso, caminan en esperanza «aun cuando no llevan bastón ni alforja ni una capa o túnica de sobra», porque los hermanos «son su con quién». Y acompañan el dolor de sus hermanos, el peso de sus lágrimas y la soledad de sus días más cansados «aun cuando no consiguen más que un par de monedas que echar en la ofrenda del templo», porque los empobrecidos «son su para qué».
Queridos miembros de la vida consagrada: la Virgen María, desde esa mirada de eternidad, nos lleva de su mano hasta vuestras vidas para regalarnos el fruto de vuestra entrega. Vuestras miradas, preciado don para el mundo y tesoro impagable de la Iglesia, nos enseñan a ser Pan como ofrenda que se parte y se reparte donde escasean la Fe, la Esperanza y el Amor.
Con gran afecto pido a Dios que os bendiga.