San Agustín y la búsqueda de la Verdad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, festividad de san Agustín de Hipona, recordamos a este doctor de la Iglesia y patrono de los que buscan, de manera incasable, la Verdad.

«Como el amor crece dentro de ti, la belleza crece, porque el amor es la belleza del alma». Esta frase del orador, filósofo y teólogo nacido en el norte de África, considerado uno de los Padres de la Iglesia más importantes en el cristianismo, aúna todo lo que Dios, al encontrarse con él, dejó escrito en lo profundo de su mirada: amor, belleza, verdad y bien.

Sin embargo, toda su vida no fue un canto a la fe. Su carácter inquieto le mantuvo lejos de la religión cristiana durante muchos años. Pero su madre, Mónica, rezaba día y noche por la conversión de su esposo y de su hijo. Después de varios años, Agustín, que había llegado a la península Itálica en busca de nuevas escuelas filosóficas, al escuchar un sermón de San Ambrosio de Milán y la salmodia cantada en el templo sintió que su coraza interior se derrumbaba y amanecía una luz y un amor nuevos para él totalmente desconocidos. Abandonó sus malos vicios y costumbres y, en el Domingo de Resurrección de ese mismo año, decidió bautizarse y aceptar la fe cristiana.

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Evangelio del domingo, 28 de agosto de 2022

Jesús estaba invitado a comer un sábado, día de fiesta, en casa de un fariseo rico. En varias ocasiones nos narran los evangelios situaciones parecidas. Ello debía ser porque, aunque algunas veces nos cuentan palabras terribles de Jesús contra ellos, normalmente les trataría con mucha bondad y cortesía. Ellos sabían que su charla era amena y provechosa y se sentían halagados invitándole, por ser Jesús muy famoso.

Jesús aceptaba porque era la ocasión para dar a los fariseos y a sus discípulos alguna enseñanza interesante. Hoy da dos consejos: uno para los invitados y otro para quien invita. El primero nos cuenta el evangelio que se debió porque Jesús se dio cuenta de lo que pasaba entre los invitados: todos querían estar entre los puestos principales. Es una actitud mundana: querer ser más que los demás y eso se manifestaba en el puesto a ocupar. Hoy normalmente en los banquetes de cierta categoría todos los puestos están ya señalados según cierto protocolo; pero esa actitud de vida vale para otros muchos momentos. Hasta en las cosas religiosas o los que creemos que vivimos como discípulos de Cristo, tenemos una gran tentación de comportarnos como los fariseos o los mundanos al actuar casi “pisando” a los demás.

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Los invitados elegían los primeros puestos

Hoy, Jesús nos da una lección magistral: no busquéis el primer lugar: «Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto» (Lc 14,8). Jesucristo sabe que nos gusta ponernos en el primer lugar: en los actos públicos, en las tertulias, en casa, en la mesa... Él conoce nuestra tendencia a sobrevalorarnos por vanidad, o todavía peor, por orgullo mal disimulado. ¡Estemos prevenidos con los honores!, ya que «el corazón queda encadenado allí donde encuentra posibilidad de fruición» (San León Magno).

¿Quién nos ha dicho, en efecto, que no hay colegas con más méritos o con más categoría personal? No se trata, pues, del hecho esporádico, sino de la actitud asumida de tenernos por más listos, los más importantes, los más cargados de méritos, los que tenemos más razón; pretensión que supone una visión estrecha sobre nosotros mismos y sobre lo que nos rodea. De hecho, Jesús nos invita a la práctica de la humildad perfecta, que consiste en no juzgarnos ni juzgar a los demás, y a tomar conciencia de nuestra insignificancia individual en el concierto global del cosmos y de la vida.

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Evangelio del domingo, 21 de agosto de 2022

Es bueno que preguntemos cuando no sabemos o dudamos en cosas de religión. A Jesús muchas veces le preguntaban, y se alegraba y respondía cuando veía que las preguntas provenían de una buena voluntad, como cuando los apóstoles le preguntaban sobre el significado de algunas parábolas. El problema estaba cuando le preguntaban para ponerlo a prueba, como si fuese una trampa, o simplemente por curiosidad, como en el evangelio de hoy: “¿Son pocos los que se salvan?” Así pasa hoy con muchas noticias y comentarios sobre la religión: Muchas veces sólo se busca lo externo y lo que pretende satisfacer la curiosidad. En la vida también se suele atender a cosas ociosas, dejando de lado los auténticos problemas de la vida.

¿Por qué tendría aquel hombre esa curiosidad? Podía provenir por dos razones:
1) Porque había una tendencia de ver a Dios como demasiado justiciero y hasta vengativo; sin embargo Jesús predicaba un Dios que es Padre lleno de bondad para con todos.
2) Porque los judíos eran pocos respecto al resto del mundo, y ellos creían que eran los únicos que podían salvarse. Sin embargo Jesús predicaba el amor de Dios universal para todos.  Hoy también muchos se hacen la misma pregunta, y hasta sacan conclusiones “a la letra” de la Biblia, como los testigos de Jehová que dicen que sólo se salvan 144 mil, sin pensar en los números simbólicos de la Biblia. De esa manera tendría que estar ya muy “cerrado” el cielo.

Jesús no responde directamente a estas preguntas, las tramposas y las curiosas. Pero aprovecha la pregunta para darnos una gran doctrina. No responde sobre cuántos se salvarán, pero nos dice lo que tenemos que hacer para salvarnos. Y nos dice dos cosas fundamentales: Que el hecho de salvarse no depende de la raza o asociación a la que se pertenece, y que hay que esforzarse por cumplir sus mensajes de salvación.

No importa a qué raza se pertenezca. Esto se lo decía Jesús especialmente a los judíos, ya que los fariseos y maestros de la ley ponían la perfección en cumplir, aunque fuese sólo de forma externa, multitud de preceptos que ellos se habían inventado. Claro, los paganos no los cumplían sencillamente porque no los sabían. Y por eso lesexcluían de la salvación. Jesús va a hablar claramente diciendo que, aunque sea difícil, Dios quiere que todos se salven. Y de hecho habrá muchas personas, de todas las partes del mundo, que “se sentarán en el Reino de Dios”. De modo que muchos que son los últimos, para los judíos, serán los primeros, mientras que otros que se tienen por primeros, serán los últimos. Para Dios no hay distinción de razas.

Lo más tremendo será que muchos que en la vida se han tenido como amigos de Jesús, porque han pertenecido a la Iglesia y hasta han practicado sacramentos y la oración, pueden quedarse por fuera porque no han sabido pasar por la “puerta estrecha”. Tendrá que ser trágico para éstos verse rechazados por el mismo Jesús. En otras ocasiones había insistido en lo mismo, como cuando dijo: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el cielo, sino quien haga la voluntad de mi Padre”.

La puerta estrecha puede ser símbolo de austeridad, humildad y desprendimiento. Es el cumplir los mandamientos, sobre todo el amor, y es vivir con el espíritu de las bienaventuranzas. Salvarse no es sólo escuchar a Jesús y aun hablar con El, sino seguirle, ya que El es el “camino” que nos lleva a la verdadera puerta de salvación.

Hoy también nos dice Jesús que no es fácil, de modo que hay que “forcejear” o hacer fuerza para entrar por esa puerta. El mensaje no es para tener miedo, sino para que tengamos responsabilidad y estemos en ambiente de conversión.

La puerta la solemos hacer estrecha nosotros mismos con nuestros vicios y nuestro egoísmo; pero Dios la quiere abrir a todos. Allí no hay plazas limitadas y no hay miedo de que no quepamos todos. Lo que sí necesitamos es cumplir la voluntad de Dios, que es seguir los mensajes de Jesús, especialmente el mandamiento del amor.

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Señor, ¿son pocos los que se salvan?

Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación de las almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la Iglesia” (así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios, pero para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la muerte es tan solo una posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta del amor de Dios por toda la eternidad.

Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de voluntad de retorno.

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Parroquia Sagrada Familia