No ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista

Hoy, como el domingo anterior, la Iglesia nos presenta la figura de Juan el Bautista. Él tenía muchos discípulos y una doctrina clara y diferenciada: para los publicanos, para los soldados, para los fariseos y saduceos... Su empeño es preparar la vida pública del Mesías. Primero envió a Juan y Andrés, hoy envía a otros a que le conozcan. Van con una pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Bien sabía Juan quién era Jesús. Él mismo lo testimonia: «Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo’» (Jn 1,33). Jesús contesta con hechos: los ciegos ven y los cojos andan...

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La vida naciente, don de Dios para la humanidad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Jesús, que es Palabra de Vida, lleva a su plenitud la vida y vocación de todo ser humano. Con el tiempo de Adviento abrazando su tercera semana, miramos a una nueva Navidad que se acerca para recordarnos –en espíritu y en verdad– la venida del Señor: un acontecimiento único, bañado de esperanza y de una perpetua abundancia (cf. Jn 10, 10).

«El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús». Con esta afirmación, que es el punto central de la carta encíclica Evangelium vitae, del Papa san Juan Pablo II, percibimos la indisoluble importancia de la vida naciente: don de Dios para la humanidad. En la aurora de la salvación, con el anuncio del nacimiento de Cristo Jesús en la ciudad de David (Lc 2, 10-11), descubrimos esta gran alegría que, como evoca el Santo Padre, «pone de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano». Una alegría mesiánica que «constituye el fundamento y la realización de la alegría por cada niño que nace».

El precioso don de la vida, que Dios confía a cada uno de sus hijos, exige que cada uno de nosotros «tome conciencia de su inestimable valor y lo acoja responsablemente», como relata la Instrucción Donum Vitae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación. La intervención de la Iglesia, en este campo como en otros, según manifiesta la carta, «se inspira en el amor que debe al hombre, al que ayuda a reconocer y a respetar sus derechos y sus deberes». Un amor que «se alimenta del manantial de la caridad de Cristo», a través de la contemplación del misterio del Verbo encarnado.

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Evangelio del domingo, 11 de diciembre de 2022

En este domingo, como en el anterior, la Iglesia todos los años nos presenta a san Juan Bautista que nos ayuda a preparar el camino de nuestro corazón para la venida del Señor. Hoy nos presenta al precursor hacia el fin de su vida cuando, al estar ya en la cárcel, parece ser que tiene dudas sobre la personalidad de Jesús. Algunos dicen que la duda no era suya, sino que mandó la embajada a Jesús para que los discípulos que le visitaban en la cárcel pudieran hacerse discípulos de Jesús. Pero parece que sí eran dudas del mismo Juan, pues éste, formado en la línea más dura de los profetas, pensaba, como así lo decía el domingo pasado, que el Mesías tenía el hacha ya dispuesta para cortar de raíz todo árbol que no diera buenos frutos, y tenía el bieldo para separar la paja del trigo, los buenos de los malos. Por eso creía que el Mesías sería la imagen justiciera de “la ira de Dios”. Sin embargo, oía decir que Jesús era misericordioso con todos, que acogía a los “pecadores” y comía con ellos, que trataba bien a los paganos y ofrecía el perdón a todos. Todo esto a Juan no le encajaba con sus ideas. Y por eso, con humildad y con franqueza, envió una embajada para preguntar a Jesús: “¿Eres tu el que ha de venir o debemos esperar a otro?”

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Dad fruto digno de conversión

Hoy, el Evangelio de san Mateo nos presenta a Juan el Bautista invitándonos a la conversión: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos» (Mt 3,2).

A él acudían muchas personas buscando bautizarse y «confesando sus pecados» (Mt 3,6). Pero dentro de tanta gente, Juan pone la mirada en algunos en particular, los fariseos y saduceos, tan necesitados de conversión como obstinados en negar tal necesidad. A ellos se dirigen las palabras del Bautista: «Dad fruto digno de conversión» (Mt 3,8).

Habiendo ya comenzado el tiempo de Adviento, tiempo de gozosa espera, nos encontramos con la exhortación de Juan, que nos hace comprender que esta espera no se identifica con el “quietismo”, ni se arriesga a pensar que ya estamos salvados por ser cristianos. Esta espera es la búsqueda dinámica de la misericordia de Dios, es conversión de corazón, es búsqueda de la presencia del Señor que vino, viene y vendrá.

El tiempo de Adviento, en definitiva, es «conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano» (San Juan Pablo II).

Aprovechemos, hermanos, este tiempo oportuno que nos regala el Señor para renovar nuestra opción por Jesucristo, quitando de nuestro corazón y de nuestra vida todo lo que no nos permita recibirlo adecuadamente. La voz del Bautista sigue resonando en el desierto de nuestros días: «Preparad el camino al Señor, enderezad sus sendas» (Mt 3,3).

Así como Juan fue para su tiempo esa “voz que clama en el desierto”, así también los cristianos somos invitados por el Señor a ser voces que clamen a los hombres el anhelo de la vigilante espera: «Preparemos los caminos, ya se acerca el Salvador y salgamos, peregrinos, al encuentro del Señor. Ven, Señor, a libertarnos, ven tu pueblo a redimir; purifica nuestras vidas y no tardes en venir» (Himno de Adviento de la Liturgia de las Horas).

De la mano de la Inmaculada Concepción de María

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Esta semana celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción de María: dogma de fe –proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus– que expresa que por una gracia especial de Dios, Ella fue preservada de todo pecado desde su concepción.

La «llena de gracia» (Lc 1, 28) desde que comienza la vida humana, ve revestido su rostro sin mácula, sin pecado que mancille su mirada bienaventurada. Por eso la Madre del Salvador nace límpida, enfundada de una gracia singular, «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» (n. 490, Catecismo de la Iglesia Católica) por el privilegio que Dios decide conceder a la Virgen María.

La Madre de Aquel en quien «reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2, 9) está libre del pecado porque, en palabras del Papa emérito Benedicto XVI, es «toda de Dios», está «totalmente expropiada para Él» (Ángelus, 8 de diciembre de 2012). En María, sostiene el Pontífice, «está plenamente viva y operante esa relación con Dios que el pecado rompe»; en Ella «no existe oposición alguna entre Dios y su ser: existe plena comunión, pleno acuerdo».

Ese «sí» recíproco, de Dios a Ella y de Ella a Dios, nos recuerda que solo el amor inmaculado puede colmar todos los vacíos de un mundo que, cada vez, vive más necesitado de pureza, de gracia y de palabras de vida –y vida en abundancia– que enjuguen las lágrimas de los días más sombríos. Dios siempre es «mayor que nuestro corazón» (1 Jn 3, 20) y su alianza no conoce el fracaso, porque el Fruto bendito de María es la respuesta que, en tantas madrugadas de desierto y sequedad, nuestro espíritu anhela.

La Madre fiel quedó preservada de toda carencia de gracia desde el momento en que fue concebida en el vientre de santa Ana, su madre. Ella, la «absolutamente pura», como la describía san Agustín, recibe por adelantado los méritos salvíficos de Cristo, pues en su seno inundado de gracia el Verbo se haría carne para habitar entre nosotros (cf. Jn 1, 14). De esta manera, Dios quiso disponer, desde la maternidad divina de María, de un hogar puro y sin una sola mota de abandono donde su Hijo se encarnase.

Un gesto que nos llama a todos, de una manera especial, a la fidelidad, a la alegría y a la confianza. María fue fiel desde el principio, cuando le preguntó al ángel en la Anunciación cómo sucedería aquello (cf. Lc 1, 26-38) para decir que sí con su vida, con su fe, con su respuesta. San Jerónimo llega a decir que «con razón se envía un ángel a la Virgen, porque la virginidad es afín de los ángeles; y, ciertamente, vivir en carne fuera de la carne, no es una vida terrestre, sino celestial». Vivió continuamente esperanzada a pesar de los momentos de dolor, porque en su corazón no habitaba sombra alguna de pecado. Y confió, inundada con la lluvia del Espíritu Santo, porque había hallado gracia delante de Dios (cf. Lc 1, 26-38).

Si anunciamos la victoria de la gracia sobre el pecado y, por tanto, de la vida sobre la muerte, ¿cómo no vamos a permanecer alegres en el Señor? Solo siendo fieles hasta el extremo por amor, respondiendo con una confianza desmedida que experimenta el alma colmada de gracia y contemplando el eterno fiat de María seremos capaces de vivir, aunque sea de puntillas, en su corazón inmaculado.

Ella conservaba todas las cosas en su corazón (cf. Lc 2, 19) para enseñarnos a escuchar la voz de Dios en el silencio.

Que la Purísima Virgen María, quien se hace llamar «sierva» aun siendo escogida como la Madre del Salvador y del nuevo pueblo que Jesucristo ha moldeado con su propia sangre, nos enseñe el camino de la gracia que trae la verdadera alegría: esa que, aunque lloremos y nos lamentemos por la fragilidad de nuestras manos, nada ni nadie nos podrá quitar jamás (cf. Jn 16, 20-23).

Con gran afecto, os deseo un feliz domingo de Adviento.

Parroquia Sagrada Familia