La vida naciente, don de Dios para la humanidad
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Jesús, que es Palabra de Vida, lleva a su plenitud la vida y vocación de todo ser humano. Con el tiempo de Adviento abrazando su tercera semana, miramos a una nueva Navidad que se acerca para recordarnos –en espíritu y en verdad– la venida del Señor: un acontecimiento único, bañado de esperanza y de una perpetua abundancia (cf. Jn 10, 10).
«El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús». Con esta afirmación, que es el punto central de la carta encíclica Evangelium vitae, del Papa san Juan Pablo II, percibimos la indisoluble importancia de la vida naciente: don de Dios para la humanidad. En la aurora de la salvación, con el anuncio del nacimiento de Cristo Jesús en la ciudad de David (Lc 2, 10-11), descubrimos esta gran alegría que, como evoca el Santo Padre, «pone de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano». Una alegría mesiánica que «constituye el fundamento y la realización de la alegría por cada niño que nace».
El precioso don de la vida, que Dios confía a cada uno de sus hijos, exige que cada uno de nosotros «tome conciencia de su inestimable valor y lo acoja responsablemente», como relata la Instrucción Donum Vitae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación. La intervención de la Iglesia, en este campo como en otros, según manifiesta la carta, «se inspira en el amor que debe al hombre, al que ayuda a reconocer y a respetar sus derechos y sus deberes». Un amor que «se alimenta del manantial de la caridad de Cristo», a través de la contemplación del misterio del Verbo encarnado.
El Hijo de Dios, con su encarnación, «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22) para mostrar el amor infinito de Dios y el valor incalculable de cada persona humana.
En la presencia de Dios resplandecen todas las cosas, las visibles y las invisibles, y fuera de Él solo quedan vacíos y alboradas que se desvanecen. La vida humana, para quien se sabe don en manos del Creador, es condición de la vida eterna: «Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11, 26). Por tanto, nosotros, que fuimos creados a imagen y semejanza suya, somos fruto del amor de Dios y solo Él tiene el poder de llamarnos a su presencia (cf. Dt 32, 39).
La sacralidad de la vida humana se fundamenta en cada uno de los estados de la existencia, desde la concepción en el seno materno hasta su término natural, en el momento de la muerte. Y este don, que recibimos gratuitamente de Dios a través de nuestros padres, eleva nuestra alma y nos recuerda que, como dice el salmista, «los que esperan en Dios no quedan defraudados» (Sal 24, 1-3).
El «sí» de María (cf. Lc 1,38) cuando ni siquiera encuentra sitio en el alojamiento donde reposar su cansancio nos abre los ojos a una confianza perpetua en Dios. De esta manera, nos hace partícipes de este sagrado don: «Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia» (Jn 10, 10).
La vida de Jesús se manifestó para que nosotros participáramos de ella (cf. 1 Jn 1, 2). Una vida naciente que es don, anuncio y regalo; y que nos llama – como escribe san Pablo en su Carta a los Romanos– a «reproducir su imagen» (Rm 8, 28-29) sin miedos ni complejos de acuerdo a la Tradición viva y el Magisterio de la Iglesia.
Por intercesión de la Virgen María, la Madre de todos los vivientes, le pedimos a Dios la gracia de acoger, servir, promover y amar toda vida humana, hasta que seamos capaces de profesar, como el salmista, que «la herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas» (Sal 127 126, 3).
Con gran afecto, os deseo un feliz tiempo de Adviento.