Jesucristo, Rey de misericordia y de paz

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, en la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, con la conclusión del año litúrgico, ponemos toda nuestra confianza en el eco de un Cielo nuevo y una Tierra nueva (cf. Ap 21, 1), en pos de un Reino colmado de gracia, santidad, justicia, fraternidad y caridad.

Jesucristo es el Rey del Universo y de cada uno de nuestros corazones. Pero, para que entre en nuestra casa, para que reine eternamente al final de los tiempos, necesita nuestro sí: el fiat que, una vez llegada la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4), lo cambia todo.

Desde su venida hace más de dos mil años, la vida de Jesús de Nazaret es un canto al amor incondicional. Su reinado está escrito en cicatrices, porque su corona no es de oro ni de plata, sino de espinas. Un Dios nacido en un pesebre, hecho niño, pobre y pan; que se entregó a todos, sin distinciones de ningún tipo, sin condición, sin barreras que fueran capaces de acallar el precio de su amor; hasta entregar su propia vida en una Cruz.

El Príncipe de los reyes de la tierra, quien fuera clavado por amor, «nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre y nos ha hecho reyes y sacerdotes de Dios su Padre» (Ap 1, 5-6). De esta forma, instauró su Reino en nosotros, en nuestros hogares y en nuestros ambientes. Un compromiso que configura, de principio a fin, nuestro ser creyente, pues nos envía a recorrer todos los rincones, todas las latitudes y todos los pueblos hasta que Jesucristo reine en el corazón de sus hermanos más vulnerables.

Hoy, el sepulcro vacío en Jerusalén perpetúa que, en el alma de la Resurrección, se sigue escribiendo nuestra vida: «Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37).

Un día como hoy hace 43 años, en la basílica de San Pedro, el Papa san Juan Pablo II invitaba a mirar «con los ojos de la fe bien abiertos y con el corazón pronto para dar la respuesta» a toda la verdad sobre Jesucristo Rey. «No solo porque se trata de una verdad que exige respuesta, por comprensión o por aceptación por parte del entendimiento», sino «por una respuesta que brota de toda la vida» (Homilía. 5).

El Reino de Cristo se manifiesta, como escribía el Santo Padre y como enseña el Concilio Vaticano II, en la «realeza» del ser humano. Es necesario que, bajo el umbral de esta mirada, «sepamos participar en toda esfera de la vida contemporánea y formarla» a la medida del Padre (Hom. 6). La meta es que su Reino esté cada vez más en nosotros: «Correspondámosle con el amor al que nos ha llamado, y amemos en Él siempre más la dignidad de cada hombre».

En un mundo donde el reinado del egoísmo, los intereses particulares, la avaricia, la injusticia y la violencia afean el rostro de Dios que se refleja en todo ser humano, necesitamos que el amor de Dios lave y purifique nuestras vidas y la semilla fecunda del Evangelio vuelva a sembrar la aridez de la tierra para que germine el vergel de Dios que es su Reino, que nos hace reconocernos hijos y hermanos.

El próximo fin de semana, los catequistas de la Archidiócesis celebrarán su encuentro de inicio de curso. Por eso, mientras recorremos una senda de dignidad que pone al Dios-amor en el corazón del hombre, recordamos la importancia de los catequistas para ser apóstoles de su Reino, de su Cuerpo, de su Corona. Un Reino que, aunque no es de este mundo –«Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (Jn 18, 36)–, necesita de testigos valientes que anuncien y edifiquen este Reino, que den a conocer el amor de Dios y desde él se atrevan a dar de comer a los hambrientos, a dar de beber a los sedientos, a hospedar a los forasteros, a vestir a los desnudos, a cuidar a los enfermos y a visitar a los encarcelados (cf. Mt, 31-46).

Queridos catequistas: haced de vuestra vida una bienaventuranza eterna, donde la enseñanza del Evangelio inunde vuestras almas para que, después, podáis empapar las de aquellos que el Padre pone en vuestras manos. La vida de Cristo, siendo Rey, fue un continuo lavatorio de pies. Haced vosotros lo mismo: imitad a tantos testigos que promulgaron públicamente que Jesucristo es Rey de misericordia y de paz, el Señor amoroso de nuestras vidas, el Principio y el Fin de todo el Universo.

Que la Virgen María, Madre de Jesucristo Rey del Universo y, en Él, madre nuestra, interceda en cada uno de nuestros pasos para que consigamos ser, a imagen y semejanza suya, apóstoles y servidores de un Reino saciado de justicia, de paz y de amor.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Parroquia Sagrada Familia