Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Dentro de unos días tendrán lugar en nuestra archidiócesis de Burgos las Jornadas Ciencia y Cristianismo, que se vienen organizando anualmente y celebran ya su VIII edición. Al preparar hoy estas palabras me ha venido a la memoria lo que, al finalizar el Concilio Vaticano II, expresaba en su «Mensaje a los hombres del pensamiento y de la ciencia». Les decía en concreto: «Un saludo especial para vosotros, los buscadores de la verdad; a vosotros los hombres del pensamiento y de la ciencia, los exploradores del hombre, del universo y de la historia... ¿Por qué un saludo especial para vosotros? Porque todos estamos a la escucha de la verdad. La Iglesia no ha de dejar de encontraros. Vuestro camino es el nuestro. Vuestros senderos no son nunca extraños a los nuestros. Somos amigos de vuestra vocación de investigadores... Nunca, quizá, gracias a Dios, ha aparecido tan clara como hoy la posibilidad de un profundo acuerdo entre la verdadera ciencia y la verdadera fe, una y otra al servicio de la única verdad». Me he detenido en este mensaje porque el sentir de la Iglesia, sobre la relación entre la ciencia y la fe cristiana, aun con las dificultades que se plantean con el pensamiento moderno, es el mismo ayer y hoy.
Continuar leyendo
Todas nuestras familias tienen su propia historia. Esa historia no está hecha de especulaciones, opiniones o ideas personales sino que se fundamenta en hechos, testigos y narradores. Nuestros padres vieron que nuestros abuelos hicieron o dejaron de hacer ciertas cosas, luego nos las trasmitieron y nosotros hacemos lo mismo con los que nos siguen. Sin esos hechos, testigos y narradores nosotros seríamos un árbol sin raíces y sin referencias. La Iglesia, que es la familia de los hijos de Dios, tiene también su propia historia y, por ello, sus hechos fundantes, sus testigos y sus trasmisores. Los hechos son la vida, doctrina y obra de Nuestro Señor Jesucristo.
Continuar leyendo
Primer domingo de la historia. Atardece. Los Apóstoles están reunidos en el Cenáculo, en Jerusalén. Falta Judas, que se quitó la vida hace tres días. Tampoco está Tomás, que se ha despistado. Tienen caras largas e inexpresivas. Les atenaza el miedo. La muerte en cruz de su Maestro ha sido un mazazo demasiado duro para la fe que habían puesto en él. Es verdad que esta mañana vino María Magdalena diciendo que le había visto vivo. Pero no hay que darle crédito. Cosa de mujeres. En estas se presenta Jesús, se pone en medio de ellos y les saluda con el clásico Shalom: la paz sea con vosotros. Podía haberles echado una bronca, pues su comportamiento durante la Pasión había sido lamentable. Pero no les riñe ni recrimina. Les saluda con el afecto de siempre. Ellos se ponen a gritar, pues piensan que es un fantasma. Jesús les serena: No tengáis miedo, mirad mis manos y mis pies. Siguen sin dar crédito a lo que ven. Él insiste: dadme algo de comer. Le ofrecen un poco de pescado y lo come. Ni aun así se rinden. Tiene que explicarles las Escrituras y abriles los ojos para que se acepten la evidencia.
Jesús se ausenta y ellos no dejan de repetir: Es verdad, ha resucitado. Poco después llega Tomás y uno tras otro corren a decirle: Es verdad, ha resucitado. Pero Tomás, con aires de intelectualoide, protesta: “Si no meto mi dedo en las llagas de sus manos y mi mano en su costado, no lo creo”. Es malo pasarse de listo y peor aún alardear de soberbia, despreciando el testimonio de quien es, cuando menos, tan creíble como nosotros. Porque nos equivocamos y hemos de rectificar, so pena de caer en la obcecación. Eso tuvo que hacer Tomás, cuando Jesús volvió a los ocho días y le ofreció sus llagas, para que realizara su verificación intelectual. No lo hizo, porque se rindió y confesó: “Señor mío y Dios mío”. Gracias, Tomás, porque tu incredulidad nos permitió escuchar estas palabras consoladoras de Jesús: “Dichosos los que creen sin haber visto”. Nosotros. Porque creemos sin haber visto, pero fiados del testimonio de quienes sí le vieron. Y cada domingo, cuando vamos a misa, esa fe nos permite encontramos realmente con él.
Continuar leyendo
Santiago pidió a sus padres colocar su cama debajo de la ventana. En un primer momento, no aceptaron porque por ahí entraba mucho frío. La ventana era vieja y, por más burletes que le pusieran, era inevitable que se filtrara viento durante las noches de invierno. A él le gustaba ese sitio porque, acostado sobre la cama, veía el cielo. Su habitación daba a la calle. Hacía bastante tiempo que el farol estaba roto. Las casa vecinas eran bajas, no había tiendas y las noches eran muy oscuras.
A Santiago no le gustaba irse a dormir solo, y a sus padres les gustaba acompañarlo un rato mientras se dormía. —¿Quieres que baje la persiana? –le preguntaban todas las noches–. Total el farol está roto y no entra nada de luz proveniente de la calle. —No, me gusta dormirme mirando el cielo, las estrellas brillan con más fuerza. Su papá y su mamá llegaban cansados y muchas veces se quedaban dormidos sobre la cama de Santiago; cuando se despertaban a las dos o tres horas para pasarse a su cuarto, Santiago ya estaba profundamente dormido. Una mañana, Santiago se levantó y fue hacia la cocina. Sus padres desayunaban y era evidente que estaban muy enfadados. —¿Estáis peleando? —les preguntó. —No, estamos enfadados por el farol. Hicimos numerosas reclamaciones a través de cartas firmadas con los vecinos, mandamos fotos de la calle oscura a los diarios, nos paramos con carteles en la puerta del ayuntamiento, nos quejamos en la radio, pero no obtuvimos resultados favorables, el foco de la calle siegue roto. No vino nadie a verlo. —¿Por qué quieren que lo arreglen? –preguntó Santiago –. A mí me encanta dormirme mirando las estrellas; con el farol veo muchas menos. —Porque está muy oscuro, no se ve nada; si llegamos de noche, tenemos que usar linterna. ¡Hace más de tres meses que estamos así —Pero está buenísimo, mamá me dijo que de cada cosa podíamos aprender. —¿Dices que podemos aprender a arreglarlo nosotros? —No, digo que gracias a que estuvimos todo este tiempo sin el farol, desde mi ventana se veían las estrellas y la Luna. Me di cuenta de que hay un día en que la luna no se distingue, es como si hubiera desaparecido, aunque estoy seguro de que está ahí, ¿no? No se puede ir a ninguna parte. Ese día hay muchísimas más estrellas. Después, va creciendo, como una medialuna que va engordando hasta que un día está toda entera, brillante. Después va adelgazando hasta desaparecer nuevamente.
Continuar leyendo