Evangelio del domingo, 8 de abril de 2018
Primer domingo de la historia. Atardece. Los Apóstoles están reunidos en el Cenáculo, en Jerusalén. Falta Judas, que se quitó la vida hace tres días. Tampoco está Tomás, que se ha despistado. Tienen caras largas e inexpresivas. Les atenaza el miedo. La muerte en cruz de su Maestro ha sido un mazazo demasiado duro para la fe que habían puesto en él. Es verdad que esta mañana vino María Magdalena diciendo que le había visto vivo. Pero no hay que darle crédito. Cosa de mujeres. En estas se presenta Jesús, se pone en medio de ellos y les saluda con el clásico Shalom: la paz sea con vosotros. Podía haberles echado una bronca, pues su comportamiento durante la Pasión había sido lamentable. Pero no les riñe ni recrimina. Les saluda con el afecto de siempre. Ellos se ponen a gritar, pues piensan que es un fantasma. Jesús les serena: No tengáis miedo, mirad mis manos y mis pies. Siguen sin dar crédito a lo que ven. Él insiste: dadme algo de comer. Le ofrecen un poco de pescado y lo come. Ni aun así se rinden. Tiene que explicarles las Escrituras y abriles los ojos para que se acepten la evidencia.
Jesús se ausenta y ellos no dejan de repetir: Es verdad, ha resucitado. Poco después llega Tomás y uno tras otro corren a decirle: Es verdad, ha resucitado. Pero Tomás, con aires de intelectualoide, protesta: “Si no meto mi dedo en las llagas de sus manos y mi mano en su costado, no lo creo”. Es malo pasarse de listo y peor aún alardear de soberbia, despreciando el testimonio de quien es, cuando menos, tan creíble como nosotros. Porque nos equivocamos y hemos de rectificar, so pena de caer en la obcecación. Eso tuvo que hacer Tomás, cuando Jesús volvió a los ocho días y le ofreció sus llagas, para que realizara su verificación intelectual. No lo hizo, porque se rindió y confesó: “Señor mío y Dios mío”. Gracias, Tomás, porque tu incredulidad nos permitió escuchar estas palabras consoladoras de Jesús: “Dichosos los que creen sin haber visto”. Nosotros. Porque creemos sin haber visto, pero fiados del testimonio de quienes sí le vieron. Y cada domingo, cuando vamos a misa, esa fe nos permite encontramos realmente con él.
Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-31):
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegria al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.
Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos.
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.