Jesús está en Jerusalén. Ha venido a celebrar la Pascua. Ya lo ha hecho otras dos veces, pero ésta tiene una importancia especial. En las anteriores había un cordero que se degollaba en el Templo y luego se asaba y comía en casa como algo sagrado, porque conmemoraba la liberación de la esclavitud de Egipto.
En esta ocasión, el Cordero será él, que también será degollado y muerto, precisamente a la misma hora en que se mataban los corderos pascuales. Muchas veces había soñado con este momento, que él celaba con las expresiones enigmáticas de “no ha llegado mi hora”, “cuando llegue la hora” y similares. “Su hora” ha llegado. Es la hora de entregar su vida, de hacerse lo que dirá a quienes ahora le rodean: “grano de trigo que cae en tierra y muere”. Él no ha venido al mundo para irse con las manos vacías sino cargadas con fruto abundante.
El grano de trigo, en efecto, sólo se pierde cuando no se siembra o cuando no germina. Pues acaba en la boca de un pájaro o convertido en harina y comido por los hombres. Si cae en tierra y germina, se destruye. Pero es una destrucción sólo aparente. Porque de él surgirá un puñado de espigas y muchos granos. De la muerte de Cristo surgirá la Iglesia y sus sacramentos, sobre todo los del Bautismo y la Eucaristía. Más aún, surgirá una nueva humanidad. Esa muerte alcanzará con su eficacia a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos que podrán liberarse de sus pecados, convertirse en hijos de Dios, vivir como verdaderos hermanos y abrirse, por la resurrección, a un horizonte de eternidad.
Para nosotros, discípulos suyos, rige la misma ley. Si corremos su misma suerte, si morimos a nosotros mismos y nos damos sin tasa ni medida a los demás daremos mucho fruto. El que quiera llevar una vida sin cruz y sin muerte, además de intentar un imposible, se cierra a la fecundidad y se queda prisionero de su egoísmo. Su vida no habrá valido la pena. ¡Cuántas vidas actuales son granos de trigo infecundo, vidas que no son vida, vidas gastadas en futilidades y autodestrucciones! Jesús se acerca hoy a ti y a mí y nos invita a dar la vida, a entregarnos por amor, a llenarnos de frutos.
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Ya habían pasado dos meses de iniciadas las clases. La maestra pensó que era tiempo de convocar a una reunión con las familias para contarles cómo estaban trabajando y colaboraran con el aprendizaje de los niños. La maestra estaba bastante nerviosa. Podía suceder que algunos padres no compartieran la forma de trabajar de la escuela y quisieran que sus hijos aprendieran más rápido. Sabía que en un colegio cercano, los niños aprendían a leer en poco tiempo y se rumoreaba que hacían comparaciones. Tenía que hacerles entender que la rapidez no era un valor para el aprendizaje, sino el proceso que realizaban los niños. No bien comenzó la reunión, percibió que existía un buen clima, los padres, las madres algunos abuelos presentes escuchaban atentos, preguntaban, contaban que los niños estaban motivados y se manifestaban agradecidos por cómo aprendían los niños.
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Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Apóstoles para los jóvenes. Este es el lema de este año para la celebración del Día del Seminario, que se celebra en torno a la fiesta de San José, llenándonos como siempre de alegría y cariño hacia nuestros seminaristas y su equipo educativo. El lema está en consonancia con el Sínodo de los Obispos que el Papa Francisco ha convocado para octubre de 2018, sobre el tema Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. A través de este Sínodo la Iglesia quiere abrirse al Espíritu para descubrir cómo acompañar a los jóvenes a fin de que reconozcan y acojan la llamada de la vocación al amor y a la vida en plenitud; y además escuchar las aspiraciones de los mismos jóvenes para ayudarles a percibir en los signos de nuestro tiempo, la voz del Señor que resuena también hoy.
La pastoral y atención vocacional corresponde a todos, ¡Quien no reconoce el papel que en el proceso de una vocación tienen los educadores, los catequistas, las familias cristianas! Pero de manera especial os corresponde a vosotros, hermanos sacerdotes de este presbiterio. Permitidme que haga mías las palabras del Papa Francisco a los participantes en un Congreso de Pastoral Vocacional (21, octubre, 2016) y os las dirija con toda mi estima y agradecimiento: «vosotros sois los responsables principales de la vocación sacerdotal y cristiana... Vosotros también habéis experimentado un encuentro que cambió vuestra vida, cuando otro sacerdote os hizo conocer y sentir la belleza del amor de Dios. Haced lo mismo vosotros; saliendo, y escuchando a los jóvenes, con paciencia, podéis orientar sus pasos».
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En tiempos de Jesús ocurría como ahora. Había discípulos de día y discípulos de noche. Los primeros eran los que por convencimiento o superficialidad no tenían miedo para presentarse como tales y seguirle de un lado a otro. Los discípulos de noche eran los que tenían miedo de ser reconocidos como seguidores de Jesús y buscaban la oscuridad para pasar inadvertidos. Algo así como los que ahora ocupan cargos públicos, de mayor o menor relevancia, y no se atreven a desafiar la dictadura de lo políticamente correcto y se guardan.
Uno de aquellos discípulos de noche era Nicodemo. Era maestro de la Ley, intelectual, y miembro de aquella especie de tribunal supremo que regía a Israel en la religión y en la política. Una noche fue a conversar con Jesús. La verdad es que la conversación fue sumamente interesante. En ella salieron a colación cosas tan importantes como el nuevo nacimiento que supone el Bautismo. Pero no fue la única perla del coloquio. Jesús, en efecto, le hizo una confidencia que vale por todo el Evangelio. No hay peligro de exageración. Porque esa confidencia no sólo es la síntesis del Evangelio sino su clave de lectura. Vale la pena trascribirla tal cual: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por Él”.
Quien lea la Biblia, desde el Génesis al Apocalipsis, verá que todo se reduce a esto. Que todo remite a esta historia de amor que Dios ha desarrollado y seguirá desarrollando hasta el fin del mundo para que todos podamos ir al Cielo. Pero Dios no quiere forzar nuestra libertad. Nos ofrece reiteradamente la salvación pero no nos la impone. Y nosotros podemos hacer lo que hicieron no pocos judíos: rechazarla y empecinarnos en ir por el mal camino y no querer salir de él. Pascua está a la vista. Apenas tres semanas. ¿Seremos capaces de ir a confesarnos, aunque sea de noche y en el rincón oscuro de una iglesia, o preferiremos cerrarnos, una vez más, a la luz y al amor?
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