Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
El próximo jueves, 8 de marzo, se celebra el Día Internacional de la Mujer que conmemora, como cada año, la presencia y la misión de la mujer en el mundo, en nuestra sociedad. Con ese motivo, a lo largo de la semana, nos encontraremos con noticias, reflexiones y actos que tratarán de visibilizar, sensibilizar y reivindicar diversos aspectos acerca de la realidad de la mujer. Una vez más comprobaremos situaciones sangrantes de su discriminación referidas a la igualdad en el trabajo, en el ejercicio de los derechos, en el salario, en la combinación de su específica realidad de mujer y madre, en la presencia pública, en los ámbitos de decisión... Algo que también nos recuerda la Evangelii Gaudium cuando dice que «las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente» (nº 104).
Ciertamente que en el curso de estos últimos decenios, junto a otras transformaciones culturales y sociales, también la identidad y el papel de la mujer, en la familia, en la sociedad y en la Iglesia, ha conocido notables cambios y, en general, la participación y la responsabilidad de las mujeres ha ido creciendo. Nuestra sociedad ha avanzado en este campo; ahí las mujeres habéis tenido un protagonismo muy especial; y hay que agradecer justamente toda esta labor por remover los obstáculos injustos que impiden la plena inserción en igualdad de las mujeres en la vida social, política y económica. No obstante, urge seguir tomando mayor conciencia en la defensa de la dignidad de la mujer.
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Estamos con Jesús en el Templo de Jerusalén, cuando todavía es el orgullo de Israel. No en el santuario sino en los atrios. Porque el santuario contiene ‘el santo’ y el ‘santo de los santos’, dos recintos sagrados a los que sólo tienen acceso los sacerdotes y el sumo sacerdote, respectivamente. En los atrios hay mucha gente. Y muchas clases de animales: bueyes, corderos, palomas. Vamos, un verdadero mercado. Por si fuera poco, menudean las mesas de cambio, como si fuera un parqué de bolsa anticipado. Es verdad que en un principio estas cosas habían facilitado el cumplimiento del precepto del Éxodo, que indicaba no ir con las manos vacías al Templo. Pero, poco a poco, el dinero había hecho lo que suele hacer: corromper los corazones.
Jesús no pasa por esto. Coge unas cuerdas, hace un buen cordel y comienza a desalojar aquel mercado, mientras va tirando las mesas de los cambistas y gritando: «Esta casa es casa de oración y vosotros la habéis convertido en un mercado». Los fariseos y, sobre todo, los saduceos –que eran materialistas y ricos- se sienten atacados en sus intereses económicos y se encaran con Jesús: ¿Quién -le dicen te ha dado autoridad para hacer esto? Él les da una respuesta que no entienden, pero no por ser oscura sino por ser profética y portadora de un formidable mensaje:«Destruid este Templo y en tres días lo levantaré». Era la revelación del insondable misterio pascual de su muerte y resurrección. Lo aclara muy bien el evangelista, cuando hace esta precisión: «Cuando resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que había dicho esto y creyeron en las Escrituras».
Estas palabras nos anuncian que estamos un poco más de cerca de la celebración de ese misterio en la próxima Pascua. Pero como no es una mera celebración ritual sino también existencial, hemos de examinar qué lugar ocupa el dinero en nuestra vida. Porque no es infrecuente que lo convirtamos en un ídolo y lo coloquemos en el lugar que es exclusivo de Dios. Por eso, necesitamos coger el cordel de la sinceridad, llamar a las cosas por su nombre, cambiar de vida y confesar nuestros pecados en la Penitencia.
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Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
En el mensaje para la Cuaresma, que os comentaba el domingo pasado, nos prevenía el Papa sobre los falsos profetas, las ideologías engañosas y la necesidad de discernir en nuestro corazón, para reconocer las amenazas del mal y las señales del bien. En este sentido, hoy deseo hablaros de un tema de enorme actualidad, por sus repercusiones en el ámbito humano, cultural, político y educativo: la ideología de género. El mismo Papa Francisco en la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia ha señalado el fondo de la cuestión y el desafío pastoral que nos plantea: esa ideología, dice, «niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Presenta una sociedad sin diferencia de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia... La identidad humana viene determinada por una opción individualista, que también cambia con el tiempo» (nº 56).
Este tipo de mentalidad niega la realidad de la creación, que hemos recibido como don, y pretende ocupar el puesto del Creador. El sentimiento o la afectividad humana son los criterios para decidir la identidad sexual que cada uno desea adoptar, al margen de la base biológica. Es cierto, señala el Papa, que a veces puede haber, entre los defensores de esta ideología, ciertas aspiraciones comprensibles, pero resulta especialmente inquietante que quiera imponerse como un pensamiento único; con esta intención pretende dominar todos los ámbitos sociales: la educación de los niños desde los primeros niveles, los medios de comunicación social, la sanidad... Como sabéis, algunas iniciativas legislativas avanzan en esa dirección.
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Todos los años el 2º domingo de Cuaresma la Iglesia nos pone para nuestra consideración el pasaje de la Transfiguración del Señor. Siempre ha tenido mucha importancia este pasaje en la enseñanza de la Iglesia: hay una fiesta especial y el papa Juan Pablo II hizo de él un misterio del rosario. En este 2º domingo de Cuaresma hay una enseñanza especial: que si hacemos penitencias para mejor seguir a Jesucristo, no es porque las penitencias y la muerte sean un destino final en nuestra vida, sino que todo eso, siguiendo el camino de Jesús, nos debe llevar a la vida, a la resurrección.
En este año, que es ciclo B, el evangelio es según Marcos. Este evangelista era una especie de secretario de san Pedro, y por lo tanto conocía el suceso de muy buena mano. Pero tenía, al narrarlo, una finalidad clara en momentos en que por Roma y otros lugares estaba encendida la persecución. Para aquellos que flaqueaban en la fe les decía que todos los sufrimientos padecidos por Jesucristo iban a tener un final feliz, porque iban a reunirse con Cristo resucitado. Esto también nos lo dice a nosotros.
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