Evangelio del domingo, 11 de marzo de 2018
En tiempos de Jesús ocurría como ahora. Había discípulos de día y discípulos de noche. Los primeros eran los que por convencimiento o superficialidad no tenían miedo para presentarse como tales y seguirle de un lado a otro. Los discípulos de noche eran los que tenían miedo de ser reconocidos como seguidores de Jesús y buscaban la oscuridad para pasar inadvertidos. Algo así como los que ahora ocupan cargos públicos, de mayor o menor relevancia, y no se atreven a desafiar la dictadura de lo políticamente correcto y se guardan.
Uno de aquellos discípulos de noche era Nicodemo. Era maestro de la Ley, intelectual, y miembro de aquella especie de tribunal supremo que regía a Israel en la religión y en la política. Una noche fue a conversar con Jesús. La verdad es que la conversación fue sumamente interesante. En ella salieron a colación cosas tan importantes como el nuevo nacimiento que supone el Bautismo. Pero no fue la única perla del coloquio. Jesús, en efecto, le hizo una confidencia que vale por todo el Evangelio. No hay peligro de exageración. Porque esa confidencia no sólo es la síntesis del Evangelio sino su clave de lectura. Vale la pena trascribirla tal cual: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por Él”.
Quien lea la Biblia, desde el Génesis al Apocalipsis, verá que todo se reduce a esto. Que todo remite a esta historia de amor que Dios ha desarrollado y seguirá desarrollando hasta el fin del mundo para que todos podamos ir al Cielo. Pero Dios no quiere forzar nuestra libertad. Nos ofrece reiteradamente la salvación pero no nos la impone. Y nosotros podemos hacer lo que hicieron no pocos judíos: rechazarla y empecinarnos en ir por el mal camino y no querer salir de él. Pascua está a la vista. Apenas tres semanas. ¿Seremos capaces de ir a confesarnos, aunque sea de noche y en el rincón oscuro de una iglesia, o preferiremos cerrarnos, una vez más, a la luz y al amor?
Lectura del santo evangelio según san Juan (3,14-21):
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»