Adviento: tiempo de espera y de esperanza

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

¿Qué es el Adviento, si no ese tiempo de espera y de esperanza que nos impulsa a sembrar la semilla de Dios en el surco de nuestra vida?

Hoy, con el primer Domingo de Adviento, destejemos nuestros corazones del barro de la rutina para preparar la llegada de la Navidad: para la gran conmemoración de la primera venida del Hijo de Dios entre nosotros.

El Adviento, por tanto, es un camino de esperanza hacia una plenitud colmada de belleza. Una esperanza revestida de la alegría que fruto del encuentro y que reclama conversión. Es el silencio habitado de una noche en vela que nos invita, por medio del Bautista, a «preparar los caminos del Señor» (Mc 1,3) y a levantar los ojos para contemplar la promesa que el Señor hace a su Iglesia de estar con nosotros «todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,16-20).

Dios es amor, y el mandamiento nuevo del amor (Jn 15,12) encierra el sentido primero y último de toda nuestra vida. Y desde ahí hemos de vivir en esta preparación de la venida del Emmanuel que comenzamos a meditar hoy, mientras disponemos nuestro corazón para hacer presente –en nuestra propia carne– la promesa perpetua de la presencia de Dios.

La esperanza es signo de nuestra fe, es la felicidad que no termina, porque la Palabra de Dios se hace esperanza cuando fijamos nuestros ojos en Él: en sus rasgos, en sus palabras y en sus modos. Y aferrados a ese Dios encarnado que se hace presente un pueblo que espera y, a la vez, que camina, disponemos nuestro corazón para ese abrazo de Dios donde la vida no se acaba y se renueva cada día. Para siempre… ¡qué expresión tan sublime cuando, a la sombra de ese encuentro, es Dios quien nos espera!

La Iglesia, a partir de hoy, se pone en estado de vela y de vigilia. Para ello, hemos de mantener la lámpara encendida de la fe y del amor. Y, desde ahí, comenzar a escribir un «diario interior», como decía el Papa emérito Benedicto XVI, para que la certeza de su presencia «nos ayude a ver el mundo de otra manera» y, al mismo tiempo, «nos aliente a considerar nuestra existencia como visita», de manera que Él pueda venir y estar cerca de nosotros, en cualquier momento y situación vital.

El Adviento, este tiempo litúrgico que hoy comenzamos, nos invita a detenernos, en silencio, para redescubrir el fundamento último de nuestra alegría y para captar la presencia del Niño que nace para cambiar el mundo.

Y hemos de hacerlo velando en cada una de las huellas que el Padre ha pisado antes y abriéndole paso al Espíritu Santo para que vaya alumbrando el camino a seguir.

En este deseo confiado de rezar, contemplar y amar a manos llenas, nos aferramos a la Virgen María. Ella, Madre de la esperanza y del consuelo, acoge nuestra vida peregrina y nos impulsa a desbordar esta alegría encarnada y comprometida con los más vulnerables y descartados de la sociedad. Ellos, que son el rostro vivo de Dios, afianzan el sentir de lo que creemos y esperamos.

Dios, nunca ajeno al sufrimiento y siempre de la mano de los excluidos de la historia, es nuestra esperanza, nuestro consuelo y nuestra alegría. Seamos, pues, a partir de hoy y para siempre, un signo de este amor desbordado para aquellos que el Padre pone en el sendero de nuestra vida. Y si en esta espera de Adviento nos asola la duda o el desánimo, debemos hacer memoria –a la luz del salmo 26– de que si el Señor es nuestra luz, nuestra salvación y la defensa de la vida, a nada hemos de temer porque Él se ha quedado para siempre con nosotros.

Con gran afecto os deseo un feliz comienzo de este tiempo de Adviento.

Fiesta de Jesucristo Rey del Universo

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Celebramos hoy el último domingo del año litúrgico. El próximo domingo comenzamos el tiempo de Adviento que nos prepara a la celebración de la Navidad. Y en este último domingo la Iglesia conmemora a Jesucristo como rey de todo lo creado.

Esta celebración tan especial para la Iglesia, instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925, pone el punto y final a un Año Litúrgico en el que hemos meditado sobre el misterio de la vida, la predicación y la presencia escondida pero operante del Reino de Dios. Detalle que conmemoramos hoy para expresar, bajo el manto de un Reino eterno y universal, el sentido de la consumación del plan de Dios.

Jesucristo, el Rey de justicia, de amor, de misericordia, de esperanza y de paz, es la meta de nuestra peregrinación terrenal. Enraizados a esta promesa de eternidad, evocamos la santa humanidad de Nuestro Señor y dejamos que todo el peso del amor –hecho carne en la ternura inmarcesible del Esposo– caiga sobre nuestras vidas.

Un rey, sí, pero con un corazón amoroso como el nuestro; que sufre ante el dolor, que habita en la intemperie, que ama en el designio más humano. Un rey que padece hambre y sed, que es forastero y que busca morada (Mt 25, 31-46). Un rey contrapuesto al poder mundano que no se impone dominando, sino que mendiga, incluso, un poco amor mientras muestra –en el silencio de su espera– su herida en el costado y sus manos llagadas.

Hoy contemplamos la belleza de su rostro, en una mirada que reina deslumbrante a la diestra del Padre. Aquel Niño indefenso y frágil que nació en Belén, en la humildad y en la penuria de un pesebre (Lc 2,7), es el Señor del mundo. Aquella primera venida era el anticipo de la gloria que celebramos hoy –litúrgicamente– con su segunda venida, y que se hará realidad al final de la historia.

Y ponemos la mirada en el anuncio del Reino, en ese instante sagrado en el que Jesús –ante Pilatos– anticipa las huellas de la preciosa historia que nosotros recorremos hoy. «Mi Reino no es de este mundo», confiesa el Señor, ante la pregunta de si, en verdad, Él era el Rey de los judíos. «Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí» (Jn 18, 36).

De esta manera, con su fidelidad, Jesús considera que su vida no es superior a la misión que recibe de su Padre. Al contrario. Él es simplemente Rey porque su realeza, que se resume en una vida de entrega, honradez y servicio, consiste en ser presencia y testimonio del Padre.

El Verbo de Dios, el Cordero inmaculado, se encarna para revelarnos el camino hacia el Reino de los Cielos. Hasta que vayamos a Su encuentro, cuando entremos en él por la puerta estrecha de la «hermana muerte» (San Francisco de Asís).

Queridos hermanos y hermanas: la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo «amplía nuestra mirada hacia la plena realización del Reino de Dios, cuando Dios será todo en todos (cf. 1 Cor. 15,28)», recordaba el Papa emérito Benedicto XVI el 25 de noviembre de 2012, al término de la concelebración eucarística con seis nuevos cardenales creados durante el Consistorio. Y, ciertamente, cabe destacar que este Reino de Cristo fue confiado a la Iglesia, «que es semilla y principio», y que «tiene la tarea de anunciarlo y proclamarlo entre las personas, con el poder del Espíritu Santo».

En este día tenemos también presente, de una manera muy especial, a la Santísima Virgen María. Ella, como Reina del Cielo y de la Tierra, nos ayuda a prolongar la obra salvífica de Dios y nos enseña a amar –como Ella lo hace– al único Rey que no vino a ser servido sino a servir.

Nunca olvidemos que «el Reino se manifiesta en la misma persona de Cristo» (Lumen Gentium, 1, n. 5). Solo así, la Iglesia peregrina y la Iglesia celestial se unirán, para siempre, de manera definitiva en el Reino del Padre.

Con gran afecto os deseo un feliz día de Jesucristo Rey del Universo.

Jornada Mundial de los Pobres

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

A los pobres los tienen siempre con vosotros (Mc 14,7). Esta afirmación de Jesús, anticipo y promesa de una resurrección que se hace vida y presencia en el rostro cansado de esta frágil Tierra, nos recuerda que hoy –desde el corazón del Papa Francisco hasta el último de los hijos de Dios– celebramos la V Jornada Mundial de los Pobres.

El rostro de Dios que Él revela «es el de un Padre para los pobres y cercano a los pobres», recuerda el Papa en su mensaje para esta jornada. Toda la obra de Jesús afirma que «la pobreza no es fruto de la fatalidad», sino que es «un signo concreto de su presencia entre nosotros».

Ciertamente, solo es necesario pasear por las aceras de la historia para descubrir al mismo Cristo en los ojos de los pobres y en las manos consoladoras que los sostienen. Ellos, los preferidos del Padre y los primeros en ser llamados a compartir la bienaventuranza del Señor y su Reino (cf. Mt 5,3), nos enseñan a caminar por el corazón de Dios, a curar sus llagas, a sanar el matiz de sus cicatrices y a aliviar su cansancio.

¿Cuántas veces pasamos al lado de un pobre y no nos dignamos a mirarle a los ojos? ¿Cuántas calles con personas necesitadas recorremos, a lo largo de nuestra vida, y no nos paramos siquiera a pensar –desde el corazón– qué les ha llevado hasta esta situación? ¿Qué más necesitamos para aprender que, en la persona de los pobres, hay una presencia de Dios?

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Día de la Iglesia Diocesana en el Año Jubilar

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Somos lo que tú nos ayudas a ser. Somos una gran familia contigo. Con este lema, nacido de ese milagro de amor tan infinito que nos recuerda que somos una gran familia que se hace una sola familia en la fe, celebramos hoy el Día de la Iglesia Diocesana en este Año Jubilar del octavo centenario. Hoy debemos reconocernos como realmente somos: miembros de la familia de Dios que se llama Iglesia. Y, en ese andar diario, construimos juntos el hogar, caminamos adheridos a las huellas del Maestro y compartimos la mesa que Cristo ha preparado para nosotros. Haciéndonos uno, entregando lo que somos, siendo una gran familia.

Este Día de la Iglesia Diocesana nos llama a construir «una Iglesia con Pueblo». Con esta afirmación tan llena de sentido invitaba el Papa Francisco a obispos, sacerdotes y religiosos, en un encuentro celebrado en 2018 en la basílica de San Juan de Letrán, a sanar algunas de la «enfermedades espirituales» que sufren algunas parroquias y comunidades, con la esperanza de «encontrar» una cura para estas «dolencias del alma».

Y es verdad que, en ocasiones, la brecha generacional que se da también dentro de la propia Iglesia, la rutina, la falta de nuevos propósitos, el hastío por no encontrar horizonte o el cansancio del día a día hacen mella en nuestra manera de vivir la fe. Sin embargo, continuar, aun cuando no quedan fuerzas, siempre merece la pena. ¿Por qué? Porque contra todo pronóstico perjudicial o apático, Dios nos llama cada día a hacernos comunidad, a ser receptores y transmisores de esta Belleza «tan antigua y tan nueva» (San Agustín) y a aunar los dones que a cada uno Dios ha regalado para ser y hacernos Iglesia, con los pobres, los enfermos y los más necesitados situados en los primeros puestos de la Mesa del altar.

El Papa nos ha convocado a potenciar la dimensión sinodal del Pueblo de Dios. Este camino sinodal «que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio», como ha reiterado el Santo Padre en más de una ocasión, es un compromiso y una dimensión constitutiva de la Iglesia. Un «camino», una «verdad» y una «vida» (Jn 14, 6) que nosotros, como «discípulos del camino» (Hch 9, 2), somos convocados a recorrer, a creer y a vivir. En esta dimensión sinodal se inserta la Asamblea Diocesana y en este año jubilar que culminará durante este curso pastoral y serán clausurados el día de Pentecostés. Un camino que realizamos juntos, convocados por el Señor, que se hace presente en el caminar de su Pueblo.

Somos los hijos preferidos del Padre y, en un acto inenarrable de amor por parte de Dios, somos convocados en torno a la mesa pascual, al banquete eucarístico que nos convierte en comunidad parroquial, fraterna y diocesana. Y esta sustancia profunda del misterio y de la misión de la Iglesia nos hace hermanos.

Iglesia «es el nombre que indica caminar juntos», decía san Juan Crisóstomo. Un sendero que, además, implica el sostenernos los unos a los otros; porque ser cristiano no es solo una manera de mirar, es una forma de vida que afecta a todo lo que somos y hacemos. De otra manera, sin este sostenimiento comunitario de la vida seríamos velas sin luz, manos vacías y vasijas deshabitadas del Amor que completa nuestra existencia.

Hijos de un mismo Padre y, por tanto, hermanos. Y esta unión con Dios Trinidad nos anima a abrazar juntos, como Pueblo de Dios, este camino común que brota del Evangelio de Jesús y que hoy, más que nunca, está llamada a encarnarse en la piel de la historia.

Que este Día de la Iglesia Diocesana nos abra, aún más, el corazón al Misterio, para que –afianzados en la persona de Jesús de Nazaret y en el corazón compasivo de la Santísima Virgen María– abracemos, en comunión, a la humanidad entera. Agradezcamos y participemos con gozo y esperanza en la Asamblea Diocesana en este año jubilar, un don grande que Dios concede a nuestra Iglesia que peregrina en Burgos. Porque siendo Iglesia, siendo pueblo de Dios seremos una gran familia contigo.

Con gran afecto y con la bendición de Dios.

¡Seamos santos e irreprochables por amor!

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Hoy, en la víspera de la solemnidad de todos los Santos, recordamos la petición con la que el Señor –a través del apóstol san Pablo– nos miró delicadamente a los ojos para suplicarnos, con entrañas de misericordia, que seamos «santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4). Porque Él es santo.

Todos estamos llamados a la santidad, y el Señor no espera de nosotros que nos conformemos con una existencia vana, vulgar y vacía de amor. La llamada está repleta de nombres, de miradas y de rostros; y Su voz está dirigida tanto para quienes ya disfrutan de la presencia del Padre como para aquellos que están a la espera, en el umbral de la esperanza.

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Parroquia Sagrada Familia