Fiesta de Jesucristo Rey del Universo
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy el último domingo del año litúrgico. El próximo domingo comenzamos el tiempo de Adviento que nos prepara a la celebración de la Navidad. Y en este último domingo la Iglesia conmemora a Jesucristo como rey de todo lo creado.
Esta celebración tan especial para la Iglesia, instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925, pone el punto y final a un Año Litúrgico en el que hemos meditado sobre el misterio de la vida, la predicación y la presencia escondida pero operante del Reino de Dios. Detalle que conmemoramos hoy para expresar, bajo el manto de un Reino eterno y universal, el sentido de la consumación del plan de Dios.
Jesucristo, el Rey de justicia, de amor, de misericordia, de esperanza y de paz, es la meta de nuestra peregrinación terrenal. Enraizados a esta promesa de eternidad, evocamos la santa humanidad de Nuestro Señor y dejamos que todo el peso del amor –hecho carne en la ternura inmarcesible del Esposo– caiga sobre nuestras vidas.
Un rey, sí, pero con un corazón amoroso como el nuestro; que sufre ante el dolor, que habita en la intemperie, que ama en el designio más humano. Un rey que padece hambre y sed, que es forastero y que busca morada (Mt 25, 31-46). Un rey contrapuesto al poder mundano que no se impone dominando, sino que mendiga, incluso, un poco amor mientras muestra –en el silencio de su espera– su herida en el costado y sus manos llagadas.
Hoy contemplamos la belleza de su rostro, en una mirada que reina deslumbrante a la diestra del Padre. Aquel Niño indefenso y frágil que nació en Belén, en la humildad y en la penuria de un pesebre (Lc 2,7), es el Señor del mundo. Aquella primera venida era el anticipo de la gloria que celebramos hoy –litúrgicamente– con su segunda venida, y que se hará realidad al final de la historia.
Y ponemos la mirada en el anuncio del Reino, en ese instante sagrado en el que Jesús –ante Pilatos– anticipa las huellas de la preciosa historia que nosotros recorremos hoy. «Mi Reino no es de este mundo», confiesa el Señor, ante la pregunta de si, en verdad, Él era el Rey de los judíos. «Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí» (Jn 18, 36).
De esta manera, con su fidelidad, Jesús considera que su vida no es superior a la misión que recibe de su Padre. Al contrario. Él es simplemente Rey porque su realeza, que se resume en una vida de entrega, honradez y servicio, consiste en ser presencia y testimonio del Padre.
El Verbo de Dios, el Cordero inmaculado, se encarna para revelarnos el camino hacia el Reino de los Cielos. Hasta que vayamos a Su encuentro, cuando entremos en él por la puerta estrecha de la «hermana muerte» (San Francisco de Asís).
Queridos hermanos y hermanas: la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo «amplía nuestra mirada hacia la plena realización del Reino de Dios, cuando Dios será todo en todos (cf. 1 Cor. 15,28)», recordaba el Papa emérito Benedicto XVI el 25 de noviembre de 2012, al término de la concelebración eucarística con seis nuevos cardenales creados durante el Consistorio. Y, ciertamente, cabe destacar que este Reino de Cristo fue confiado a la Iglesia, «que es semilla y principio», y que «tiene la tarea de anunciarlo y proclamarlo entre las personas, con el poder del Espíritu Santo».
En este día tenemos también presente, de una manera muy especial, a la Santísima Virgen María. Ella, como Reina del Cielo y de la Tierra, nos ayuda a prolongar la obra salvífica de Dios y nos enseña a amar –como Ella lo hace– al único Rey que no vino a ser servido sino a servir.
Nunca olvidemos que «el Reino se manifiesta en la misma persona de Cristo» (Lumen Gentium, 1, n. 5). Solo así, la Iglesia peregrina y la Iglesia celestial se unirán, para siempre, de manera definitiva en el Reino del Padre.
Con gran afecto os deseo un feliz día de Jesucristo Rey del Universo.