Octavario por la Unidad de los Cristianos

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Esta semana, del 18 al 25 de enero, celebramos la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. El lema –«Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (cf. Mt 2, 2)–, inspirado en la visita de los Magos de Oriente a Jesús recién nacido, nos adentra en el misterio inagotable de la Luz del mundo: ese resplandor de plenitud que sigue alumbrando las oscuridades de las personas y de los pueblos», sin que se extinga «el hambre de Dios».

Hoy, en medio de tantas divisiones, ahogos y conflictos, ante la falta de unidad que en muchas ocasiones nos aflige, hemos de descansar la mirada en el corazón del Evangelio. Y hacerlo, como quien despierta sus sentidos a un Dios que, siendo inmensamente poderoso, nace pobre por amor.

Ciertamente, nuestras dificultades para mantener la unidad visible de la Iglesia no pueden hacernos olvidar la urgencia del mandato de Cristo, porque la salvación es el destino universal de todos; y para que la salvación alcance a todos es preciso darles a conocer la verdad que se le ha confiado a la Iglesia. Por tanto, como los profetas, hemos de adelantar el destino universal del anuncio evangélico (cf. Hch 16, 18) hasta hacernos buena noticia y promesa de unidad y salvación.

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El Bautismo: la hermosa puerta de la fe y de la vida

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Dice el evangelista Mateo que los Magos, cuando llegaron a Belén, «vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron». Después, «abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra» (Mt 2,11).

Con los Magos de vuelta a sus casas, se cierra la puerta de la Navidad con la fiesta del Bautismo del Señor que hoy conmemoramos. Y, afianzados a los últimos flecos de este tiempo de esperanza que hemos celebrado, la Iglesia nos invita a mirar la humildad de Jesús en Quien la Trinidad se manifiesta.

¿Qué tenemos hoy, en nuestras manos de barro, para ofrecerle al Señor? Quizá, en estos momentos en que andamos con los bolsillos colmados de deseos, voluntades y promesas, hemos de cuestionarnos dónde nace el fruto de nuestra entrega y hacia dónde desemboca el cauce de nuestra generosidad. Volvamos –como los Magos– la mirada al pesebre y, mirando al Salvador, digámosle: ¿Qué tengo yo para ofrecerte, Señor? ¿Hasta dónde soy capaz de ir por ti? ¿Qué quieres de mí, Tú, que naces pequeño y pobre en un humilde establo, para traerme la salvación?

Con la Epifanía del Señor, esa preciosa manifestación en la presencia descalza de un niño y mediante la cual se revela a todas las gentes, representadas en la mirada de los Magos, hoy celebramos el Bautismo del Señor. Jesús es el camino para alcanzar la plenitud de nuestra existencia. Los Magos marcaron la senda. Ahora, en este devenir de agobios y celeridades, solo hay que caminar para llegar a abrazar Su presencia, para ofrecerle nuestros dones y adorar la serenidad de su mirada; con inmensa alegría, con ardor misionero, con el Evangelio latiendo en nuestras manos, con infinita misericordia, con el oro, el incienso y la mirra de nuestras vidas. 

Es hora de avanzar. Al calor del pesebre, es el momento de comenzar el camino de nuevo hasta llegar a Cristo: hasta que inunde de consuelo nuestras manos vacías, hasta ser –en nuestros ojos– la Buena Noticia de Su inmarcesible amor. En el Bautismo fuimos ungidos por el Espíritu Santo, enviados a proclamar la buena noticia a los pobres, a devolver la vista a los ciegos y la libertad a los cautivos, a proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4, 16-30). Efectivamente, como en aquel tiempo en Nazaret, hemos de sentarnos en la sinagoga de su amor y ser testigos de cómo se cumple en nuestras vidas ese pasaje de la Escritura. El Bautismo de Jesús fundamenta nuestro ser cristiano, nuestro compromiso como Iglesia servidora, nuestro testimonio como criaturas nuevas e hijos adoptivos de Dios. «El Bautismo es la puerta de la fe y de la vida cristiana», afirma el Papa Francisco. 

Una puerta abierta al amor, que nos recuerda que «cuando se lava el Salvador», como reconoce san Máximo de Turín en el siglo V, al referirse al Bautismo del Señor, «se purifica toda el agua necesaria para nuestro Bautismo y queda limpia la fuente», para que «pueda, luego, administrarse a los pueblos que habían de venir a la gracia de aquel baño».

Renacidos por el Amor y arraigados a las manos santas de la Virgen María, nos atamos fuertemente las sandalias de la esperanza para salir, anunciar, vivir y alcanzar la misión que el Padre nos confía. El Señor nos consagra mediante el Espíritu y el agua. Y así como Jesús se dejó bautizar por Juan el Bautista en el río Jordán para sumergirse en la historia de pecado de toda la humanidad hasta redimirla, dejémonos ahora transformar por Su mirada mientras el Padre, desde los cielos, nos susurra: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido»  (Mt 3, 13-17).

Con gran afecto, recibid la bendición de Dios.

La Sagrada Familia: sacramento de vida y escuela del amor

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

Hoy celebramos una de las fiestas más importantes del año: el día de la Sagrada Familia, modelo de confianza en Dios, de disponibilidad y de fidelidad a su plan de salvación, para pasarlo a limpio con el ejemplo de nuestras vidas, imitando sus virtudes y su unión en el amor.

Un año más, quisiera destacar, por encima de todo, la belleza, la ternura y la bondad que nos presenta la familia de Nazaret: el hogar donde experimentamos el primer amor, donde aprendemos a amar y donde descubrimos la mirada profunda de Dios.

Todos pertenecemos a una familia, a un núcleo fundamental que nos configura, nos mejora y nos regala un rostro, una meta, un nombre. Desde este horizonte de manos llenas, a medida que vamos ahondando en este misterio, descubrimos que cuidar la familia es cuidar a las personas y a la sociedad. ¿Cómo? A la luz de la Sagrada Familia: un sacramento de vida  que, cuidadosamente, nos enseña a coser las grietas con ternura, a acoger las fragilidades, a acompañar las soledades de dentro, a comprender el dolor y a acoger el río de la misericordia de Dios que nunca acaba.

«Estamos llamados a acompañar, a escuchar, a bendecir el camino de las familias; no solo a trazar la dirección, sino a hacer el camino con ellas», exhortaba el Papa Francisco, al inicio del Año de la Familia. Una llamada que nos anima a «entrar en los hogares con discreción y con amor, para decir a los esposos: la Iglesia está con vosotros, el Señor está cerca de vosotros y queremos ayudaros a conservar el don que habéis recibido».

Ciertamente, si la vida cristiana es la respuesta al amor de Dios, la propia familia es el mejor curso prematrimonial, es la escuela de generosidad donde aprendemos a amar, a imagen y semejanza de la familia de Nazaret. Al modo de Jesús, quien hecho hombre, tuvo la necesidad de una familia: allí donde vivió la mayor parte de su existencia sin otro propósito que la vida cotidiana. Él, el Hijo de Dios, se hizo hombre consagrando la familia como el lugar adecuado para nacer e ir creciendo en sabiduría, estatura y gracia.

Y qué importante es cuidar nuestro amor cotidiano, apretar con todas nuestras fuerzas los lazos familiares y vivir en comunión, sostenidos en el amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los vínculos de carne y de sangre, cuando están íntimamente alimentados por el inabarcable amor de Dios, dan estabilidad a la comunidad humana. Y cuando nos asolen las dudas, los miedos y las preocupaciones, solo tenemos que recordar la mirada del Niño Jesús, de la Virgen María y de san José para contemplar cómo el reflejo de sus vidas marca la senda hacia el corazón de la Belleza. En sus miradas ha de esconderse nuestro amor, algunas veces roto, otras habitado por entero, pero siempre confiado en su compasivo y delicado deseo de amarnos.

También la Iglesia es una gran familia y, por esta razón, tenemos que echar mano de la misericordia y del perdón para limar las aristas, las faltas y las ofensas. Hemos de hacerlo con caridad y con alegría, desde la acción y la contemplación, en fraternidad y en cada sendero donde habita la Palabra de Dios.

La Iglesia, tal y como reza la exhortación apostólica Familiaris consortio, del Papa san Juan Pablo II, «consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente».

La familia es un tesoro precioso, es la escuela del Evangelio. Pero solo lo es cuando está sin descanso con las personas que conocen de cerca el dolor, cuando abandona todas sus comodidades para auxiliar al herido, cuando ama con el que ama y cuando sufre con el que sufre. Solo así, en esta misión de amor gratuito, siguiendo el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret, podremos entender una vida de familia en el Señor (Col 3, 12-21) donde, como elegidos de Dios, siendo santos y amados, podamos –siguiendo la mirada de san Pablo– revestirnos de «compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia» para poder cantar, eternamente y con Jesús, María y José, la alegría perpetua del amor.

Con gran afecto pido a Dios que os bendiga y os deseo una feliz fiesta de la Sagrada Familia.

Preparar de verdad la Navidad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

A las puertas de una nueva Navidad, quisiera compartir con vosotros el misterio sagrado, trascendental y profundo de la Encarnación del Hijo de Dios.

El Adviento, con su poso de eternidad y su mirada contemplativa hacia el Absoluto, llega a su fin. Y lo hace para introducirnos en el sacramento de la Belleza que se hace vida en Navidad, para iluminar –con Quien es «Luz del Mundo» (Jn, 8, 12)– los rincones de nuestra presencia y para acomodar la posada de nuestro corazón ante la llegada del Niño que nace en un humilde pesebre.

Dios toma nuestra carne para habitar entre nosotros. Máxime en estos momentos difíciles y llenos de ecos dolorosos que intentan solapar el paso del Amor por nuestras vidas. «La Navidad suele ser una fiesta ruidosa», decía el Papa Francisco en su mensaje de Navidad del año pasado, «y nos vendría bien un poco de silencio, para oír la voz del Amor».

Es el tiempo del amor, de la acogida, de la mirada apacible y de la sonrisa. Sí, de la sonrisa. Porque es esencial dibujar en nuestro rostro la mirada feliz del Niño que nace para sorprendernos con su alegría. Hay que hacerlo, incluso cuando las cosas no van bien, cuando nos cuesta comprender la voz de Dios o cuando los sueños anhelados se rompen y la vida nos obliga a volver a empezar.

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La Inmaculada Concepción de María y la mirada de san José

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

El próximo miércoles, 8 de diciembre, celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Una vida de pureza que la Virgen María, la «llena de gracia» (Lc 1, 28), nos invita a vivir también hoy.

Ella, «la redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (Lumen gentium, 53), quien fue preservada inmune «de toda la mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente» (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: DS, 2803), vuelve a recordarnos en estos momentos difíciles que en su corazón de Madre caben el dolor, el júbilo, las tristezas y la esperanza de la humanidad entera. Volvemos la mirada a aquel 8 de diciembre de 1854, cuando el Papa Pío IX promulgó dicho documento y donde estableció que la Virgen María gozó desde el instante de su concepción, de la plenitud del amor de Dios sin ninguna sombra ni mancha.

La Virgen María ha preparado un banquete de pureza para cada uno de sus hijos, y lo ha decorado con los detalles que completan su mirada: con bondad, con entereza, con delicadeza, con piedad y con pulcritud. Y lo ha preparado para que nosotros, hijos quebradizos de su amada presencia, concebidos con la mancha del pecado original, acojamos la gracia bautismal que nos hace hijos de Dios, hermanos en un mismo Padre y miembros de una sola familia, que es la Iglesia.

Esta invitación de la Virgen María a ser santos en el amor, para reflejar la armonía de su rostro de Madre, guarda un anhelo vivo de su deseo: desatar los lazos de nuestra comodidad, de nuestra arrogancia y de nuestro orgullo para atrevernos a vivir contracorriente, para unir nuestras manos con las suyas allí donde apenas quede corazón y para abrirnos a la gracia sanadora que nos redime con extrema delicadeza y dulzura.

Este Dogma de la Concepción Inmaculada de la Virgen María que hoy celebramos, hasta hacerse presencia diaria, discreta y oculta en nuestras vidas, me recuerda –de una manera especial– a su esposo san José. Y lo hace en estos momentos en que celebramos la clausura del año santo dedicado al santo custodio de la Sagrada Familia.

Hace justamente un año, en plena pandemia, cuando más necesitábamos de ternura y amparo, el Papa Francisco declaraba el Año de San José. Y lo hacía mediante la carta apostólica Patris Corde (Con corazón de Padre), en conmemoración del 150º aniversario de la declaración de San José como patrono de la Iglesia universal.

Decía san Juan Crisóstomo que san José «entró en el servicio de toda la economía de la encarnación». Haciendo de su vida un servicio, una entrega a golpe de silencio, de acogida, de trabajo, de espera y, sobre todo, de fe. Una fe sostenida por el amor; ese amor que es capaz de desanudar lo que tantas veces no entendemos, que convirtió en confianza lo que quizá nadie más podía entender y que –como escribe el Papa Francisco sobre el padre adoptivo de Jesús– nos deja en su mirada a un padre «obediente, valiente y sacrificado en la sombra».

Las manos fuertes y paternas de san José, hombre creyente y confiado a los designios de Dios, nos marcan hoy el camino. Para cuando nos cueste entender, para cuando sintamos que nuestras fuerzas no alcanzan los designios que el Padre ha preparado para nosotros.

El día 8 de este mes de diciembre celebraremos la Inmaculada Concepción de María y la clausura del Año Santo de san José. Os animo a encomendaros a ellos y a posar cada segundo de vuestro cansancio en el surco que nace de su plenitud. Que ellos, desde la preciosa Mesa de Amor a la que nos invitan, nos ayuden a vivir en fidelidad y pureza, para que toda nuestra vida sea un reflejo de su inconmensurable belleza.

Con gran afecto os bendigo y os deseo un feliz domingo de Adviento de la mano de la Inmaculada Virgen María y de san José.

Parroquia Sagrada Familia