Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy celebramos una de las fiestas más importantes del año: el día de la Sagrada Familia, modelo de confianza en Dios, de disponibilidad y de fidelidad a su plan de salvación, para pasarlo a limpio con el ejemplo de nuestras vidas, imitando sus virtudes y su unión en el amor.
Un año más, quisiera destacar, por encima de todo, la belleza, la ternura y la bondad que nos presenta la familia de Nazaret: el hogar donde experimentamos el primer amor, donde aprendemos a amar y donde descubrimos la mirada profunda de Dios.
Todos pertenecemos a una familia, a un núcleo fundamental que nos configura, nos mejora y nos regala un rostro, una meta, un nombre. Desde este horizonte de manos llenas, a medida que vamos ahondando en este misterio, descubrimos que cuidar la familia es cuidar a las personas y a la sociedad. ¿Cómo? A la luz de la Sagrada Familia: un sacramento de vida que, cuidadosamente, nos enseña a coser las grietas con ternura, a acoger las fragilidades, a acompañar las soledades de dentro, a comprender el dolor y a acoger el río de la misericordia de Dios que nunca acaba.
«Estamos llamados a acompañar, a escuchar, a bendecir el camino de las familias; no solo a trazar la dirección, sino a hacer el camino con ellas», exhortaba el Papa Francisco, al inicio del Año de la Familia. Una llamada que nos anima a «entrar en los hogares con discreción y con amor, para decir a los esposos: la Iglesia está con vosotros, el Señor está cerca de vosotros y queremos ayudaros a conservar el don que habéis recibido».
Ciertamente, si la vida cristiana es la respuesta al amor de Dios, la propia familia es el mejor curso prematrimonial, es la escuela de generosidad donde aprendemos a amar, a imagen y semejanza de la familia de Nazaret. Al modo de Jesús, quien hecho hombre, tuvo la necesidad de una familia: allí donde vivió la mayor parte de su existencia sin otro propósito que la vida cotidiana. Él, el Hijo de Dios, se hizo hombre consagrando la familia como el lugar adecuado para nacer e ir creciendo en sabiduría, estatura y gracia.
Y qué importante es cuidar nuestro amor cotidiano, apretar con todas nuestras fuerzas los lazos familiares y vivir en comunión, sostenidos en el amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los vínculos de carne y de sangre, cuando están íntimamente alimentados por el inabarcable amor de Dios, dan estabilidad a la comunidad humana. Y cuando nos asolen las dudas, los miedos y las preocupaciones, solo tenemos que recordar la mirada del Niño Jesús, de la Virgen María y de san José para contemplar cómo el reflejo de sus vidas marca la senda hacia el corazón de la Belleza. En sus miradas ha de esconderse nuestro amor, algunas veces roto, otras habitado por entero, pero siempre confiado en su compasivo y delicado deseo de amarnos.
También la Iglesia es una gran familia y, por esta razón, tenemos que echar mano de la misericordia y del perdón para limar las aristas, las faltas y las ofensas. Hemos de hacerlo con caridad y con alegría, desde la acción y la contemplación, en fraternidad y en cada sendero donde habita la Palabra de Dios.
La Iglesia, tal y como reza la exhortación apostólica Familiaris consortio, del Papa san Juan Pablo II, «consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente».
La familia es un tesoro precioso, es la escuela del Evangelio. Pero solo lo es cuando está sin descanso con las personas que conocen de cerca el dolor, cuando abandona todas sus comodidades para auxiliar al herido, cuando ama con el que ama y cuando sufre con el que sufre. Solo así, en esta misión de amor gratuito, siguiendo el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret, podremos entender una vida de familia en el Señor (Col 3, 12-21) donde, como elegidos de Dios, siendo santos y amados, podamos –siguiendo la mirada de san Pablo– revestirnos de «compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia» para poder cantar, eternamente y con Jesús, María y José, la alegría perpetua del amor.
Con gran afecto pido a Dios que os bendiga y os deseo una feliz fiesta de la Sagrada Familia.