La Inmaculada Concepción de María y la mirada de san José

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

 

El próximo miércoles, 8 de diciembre, celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Una vida de pureza que la Virgen María, la «llena de gracia» (Lc 1, 28), nos invita a vivir también hoy.

Ella, «la redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (Lumen gentium, 53), quien fue preservada inmune «de toda la mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente» (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: DS, 2803), vuelve a recordarnos en estos momentos difíciles que en su corazón de Madre caben el dolor, el júbilo, las tristezas y la esperanza de la humanidad entera. Volvemos la mirada a aquel 8 de diciembre de 1854, cuando el Papa Pío IX promulgó dicho documento y donde estableció que la Virgen María gozó desde el instante de su concepción, de la plenitud del amor de Dios sin ninguna sombra ni mancha.

La Virgen María ha preparado un banquete de pureza para cada uno de sus hijos, y lo ha decorado con los detalles que completan su mirada: con bondad, con entereza, con delicadeza, con piedad y con pulcritud. Y lo ha preparado para que nosotros, hijos quebradizos de su amada presencia, concebidos con la mancha del pecado original, acojamos la gracia bautismal que nos hace hijos de Dios, hermanos en un mismo Padre y miembros de una sola familia, que es la Iglesia.

Esta invitación de la Virgen María a ser santos en el amor, para reflejar la armonía de su rostro de Madre, guarda un anhelo vivo de su deseo: desatar los lazos de nuestra comodidad, de nuestra arrogancia y de nuestro orgullo para atrevernos a vivir contracorriente, para unir nuestras manos con las suyas allí donde apenas quede corazón y para abrirnos a la gracia sanadora que nos redime con extrema delicadeza y dulzura.

Este Dogma de la Concepción Inmaculada de la Virgen María que hoy celebramos, hasta hacerse presencia diaria, discreta y oculta en nuestras vidas, me recuerda –de una manera especial– a su esposo san José. Y lo hace en estos momentos en que celebramos la clausura del año santo dedicado al santo custodio de la Sagrada Familia.

Hace justamente un año, en plena pandemia, cuando más necesitábamos de ternura y amparo, el Papa Francisco declaraba el Año de San José. Y lo hacía mediante la carta apostólica Patris Corde (Con corazón de Padre), en conmemoración del 150º aniversario de la declaración de San José como patrono de la Iglesia universal.

Decía san Juan Crisóstomo que san José «entró en el servicio de toda la economía de la encarnación». Haciendo de su vida un servicio, una entrega a golpe de silencio, de acogida, de trabajo, de espera y, sobre todo, de fe. Una fe sostenida por el amor; ese amor que es capaz de desanudar lo que tantas veces no entendemos, que convirtió en confianza lo que quizá nadie más podía entender y que –como escribe el Papa Francisco sobre el padre adoptivo de Jesús– nos deja en su mirada a un padre «obediente, valiente y sacrificado en la sombra».

Las manos fuertes y paternas de san José, hombre creyente y confiado a los designios de Dios, nos marcan hoy el camino. Para cuando nos cueste entender, para cuando sintamos que nuestras fuerzas no alcanzan los designios que el Padre ha preparado para nosotros.

El día 8 de este mes de diciembre celebraremos la Inmaculada Concepción de María y la clausura del Año Santo de san José. Os animo a encomendaros a ellos y a posar cada segundo de vuestro cansancio en el surco que nace de su plenitud. Que ellos, desde la preciosa Mesa de Amor a la que nos invitan, nos ayuden a vivir en fidelidad y pureza, para que toda nuestra vida sea un reflejo de su inconmensurable belleza.

Con gran afecto os bendigo y os deseo un feliz domingo de Adviento de la mano de la Inmaculada Virgen María y de san José.

Parroquia Sagrada Familia