Preparar de verdad la Navidad
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
A las puertas de una nueva Navidad, quisiera compartir con vosotros el misterio sagrado, trascendental y profundo de la Encarnación del Hijo de Dios.
El Adviento, con su poso de eternidad y su mirada contemplativa hacia el Absoluto, llega a su fin. Y lo hace para introducirnos en el sacramento de la Belleza que se hace vida en Navidad, para iluminar –con Quien es «Luz del Mundo» (Jn, 8, 12)– los rincones de nuestra presencia y para acomodar la posada de nuestro corazón ante la llegada del Niño que nace en un humilde pesebre.
Dios toma nuestra carne para habitar entre nosotros. Máxime en estos momentos difíciles y llenos de ecos dolorosos que intentan solapar el paso del Amor por nuestras vidas. «La Navidad suele ser una fiesta ruidosa», decía el Papa Francisco en su mensaje de Navidad del año pasado, «y nos vendría bien un poco de silencio, para oír la voz del Amor».
Es el tiempo del amor, de la acogida, de la mirada apacible y de la sonrisa. Sí, de la sonrisa. Porque es esencial dibujar en nuestro rostro la mirada feliz del Niño que nace para sorprendernos con su alegría. Hay que hacerlo, incluso cuando las cosas no van bien, cuando nos cuesta comprender la voz de Dios o cuando los sueños anhelados se rompen y la vida nos obliga a volver a empezar.
Jesús es la sonrisa de Dios, y «sonreír es acariciar con el corazón y con el alma», afirma el Papa. En este tiempo traspasado de eternidad y de preparación para la inminente Navidad, en este andar por la senda de Nazaret repleto de nombres, de sentires y de esperanzas, quisiera compartiros algo que, desde la primera llamada, ha acompañado mi vocación: ¿Cómo es posible que Dios no rehúya nuestras pobrezas y venga a habitar en el templo de nuestra carne?
Lo he meditado en multitud de ocasiones y, en cada uno de los silencios que me suscita esta pregunta, descubro cómo Él vuelve a habitar en el pobre pesebre de mi vida. Sin preguntas, sin reclamos, sin sentirse ofendido en cada una de mis miserias.Y así, aun siendo limitado, aun ofreciéndole, tantas veces, las pobrezas de mi persona, consuela el decaimiento de los días complicados: cuando no se alcanza a ver la Navidad en los momentos en que la niebla cubre la hermosa luz de Dios que siempre nos ilumina.
Y es que, ciertamente, Dios no rehúye nuestras limitaciones ni nuestros pecados. Al contrario, habita nuestra carne herida y nos recuerda que hemos sido creados para amar y para ser amados.
Es el misterio más esperado de la Navidad. Y ahí, en ese abrazo consolador, Jesús nos pide que seamos hospitalarios, que no permitamos que nadie se sienta abandonado, que nos dispongamos a escuchar –con quienes sufren– el silencio de la Nochebuena, que seamos buenos samaritanos con las personas que atraviesan tiempos recios, que están enfermas o que no tienen a nadie con quien compartir este tiempo de alegría.
Que la austeridad de este tiempo sea correlativa a la generosidad de nuestra caridad. No os olvidéis transmitir la esperanza de Dios y, sobre todo, de amar, más allá de las circunstancias. Que el Niño Dios, que nace en el seno de la más bella de todas las mujeres, nos enseñe a construir el mundo según el corazón de esta Madre, y según el corazón de Dios. Y que nosotros no nos cansemos de decirle, cada uno de estos días, que venga a habitar en el pobre pesebre de nuestra vida. Aguardémosle con toda el alma. Él solo quiere un sitio sencillo donde volver a posar su cuerpo para hacerse, en nuestras manos, una nueva Navidad.
Con gran afecto os bendigo y os deseo una feliz y santa Navidad.