La pastoral penitenciaria en el día de la Virgen de la Merced
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
El próximo viernes, 24 de septiembre, celebramos la fiesta de la Virgen de la Merced. Una advocación mariana que nace de la misericordia de Dios con sus hijos, del corazón de un Padre generoso que nos ha dejado –en la persona de la María– una Madre compasiva a la que acudir siempre que nos habite el dolor. Los orígenes de esta advocación se remontan al siglo XIII. La noche del 1 al 2 de agosto de 1218, la Virgen se aparece a Pedro Nolasco (quien se dedicaba a rescatar esclavos maltratados) y le comunica su deseo de fundar una congregación religiosa para redimir a los cautivos.
Así, «la que le dio la carne al Hijo de Dios» (como Ella misma le dice a Nolasco cuando él le pregunta quién es) prende de pasión el corazón del fundador de los Padres Mercedarios para que, a imagen y semejanza del Cristo Redentor, sea como el grano de trigo que, si no muere, no puede dar fruto (cf. Jn 12,24). Nuestra Señora de la Merced, la Madre de misericordia, de gracia y de perdón, es la patrona de las Instituciones Penitenciarias. Y ahí, en el alma herida de esa luz difusa y derramada que advertimos desde la ventana de la cárcel, deseo poner cada palabra de esta humilde plegaria: en el corazón de la pastoral penitenciaria.
Y admiro, agradezco y aliento a tantos voluntarios, capellanes, miembros de la vida consagrada y agentes de pastoral que, durante este tiempo de pandemia, han entregado cuidado de quienes viven en las periferias existenciales. Una pastoral penitenciaria que se deja la piel durante los doce meses del año y que, como señaló el Papa Francisco en un encuentro que mantuvo en 2019 con los miembros de las fuerzas de seguridad, personal administrativo y de la justicia, supone «un apoyo a los débiles» porque cada uno de sus miembros se convierte, día tras día, en «tejedor de justicia y esperanza». Así realizáis el mandato de Jesús: “Estuve en la cárcel y vinisteis a visitarme” (Mt 35, 36), por el que seréis invitados a las bodas eternas del Señor.