Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Celebramos este domingo la solemnidad de la Epifanía del Señor, la popular fiesta de Reyes que llena de alegría e ilusión a todos nuestros pequeños. Hoy evocamos aquel acontecimiento, tan singular y significativo, en el que unos magos venidos de Oriente fueron guiados por la estrella hasta Belén para adorar a Jesús recién nacido y ofrecerle como regalo oro, incienso y mirra.
Esta fiesta concluye, y podemos decir que consuma, el ciclo de Navidad, porque pone de manifiesto –Epifanía quiere decir manifestación–, el sentido profundo de la Encarnación y del Nacimiento de Jesús: ofrecer el don de la revelación y de la salvación a la humanidad entera, sin ningún tipo de limitaciones y de fronteras. En aquellos tres misteriosos personajes se condensa la esperanza de tantos pueblos y razas por encontrar una palabra reveladora y un don sin condiciones. Aquellos magos, llegados de lejanos lugares de la tierra, se nos presentan como vigilantes y valientes buscadores de Dios. Y sus dones son una respuesta al don que Dios hace de sí mismo a toda la humanidad.
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El lunes siguiente a la fiesta de 15 años, Antonia vio que muchos chicos y chicas usaban su detalle recuerdo, y llevaban la libreta en la mochila. Eso la llenó de alegría. Durante el recreo, se le acercó Flor, una de las chicas que había ido a la fiesta. Fue a la última que había puesto en la lista. Después de poner a los que consideraba más amigos y, como le quedaba un lugar, sorteó entre el resto de los compañeros. Esto era un secreto, nadie lo sabía, pero ella sí, y sintió un poco de vergüenza cuando Flor le agradeció una y otra vez por haberla tenido en cuenta para invitarla.
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Todos los años, o en el domingo después de Navidad, y si no el día 30, se celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Todos los seres humanos fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios; pero Dios no es un ser solitario, sino una familia de tres formando una estricta unidad. Por eso nosotros nacemos en familia y seremos más semejantes a Dios cuanto más unida esté la familia en amor. Hoy se nos propone la familia de Jesús, María y José como el ejemplo a seguir y la protección para pedir y esperar.
Este año, que es el ciclo C, se nos propone en el evangelio la escena de la vida de Jesús, que solemos decir: “El Niño Jesús perdido y hallado en el templo”. La primera virtud que nos enseña a las familias es el cumplimiento del deber religioso. Era la Pascua y los hombres debían acudir al templo de Jerusalén. Las mujeres no estaban obligadas; pero María iba por devoción. Los niños no solían ir; pero Jesús ya no era un niño. Tenía doce años y estaba en el límite en que comenzaban a tener obligación a los trece años. Los tres fueron gozosos para adorar a Dios en el templo. El problema estaba al llegar al templo, pues los hombres y mujeres debían estar en patios diferentes. Los niños solían estar con las madres; pero Jesús ya era mayorcito y casi seguro que iría con san José, especialmente porque tendría mucho interés en escuchar a alguno de los doctores de la ley. No sabemos cómo pudo ser, pero el hecho es que Jesús se perdió. Yo no puedo creer que Jesús intencionadamente quiso quedarse sin decir nada a María o a José dándoles un disgusto. El gentío cada vez era mayor. Quizá José pensó que Jesús se había ido donde María, como cuando era más pequeño.
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Ya estaba organizado el lugar en dónde iba a ser la fiesta, la comida, la música... Faltaba el vestido. La tía y la prima fueron con varias revistas para elegir el modelo o comenzar a pensar en qué le gustaría. Había de todo. Vestidos sencillos, y otros que parecían de alta costura. Antonia miraba y miraba, escuchaba los comentarios y no decía nada. —¿Tienes alguna idea de lo que quieres? ¿Aunque sea el color? Antonia no contestó. Tenía un problema con el vestido. Le gustaban mucho los vestidos largos, los hombros al aire, mucha tela... Sin embargo, cuando ponía su rostro en lugar del de la modelo, no se veía para nada con ese vestido. O sea, le parecía muy bonito, pero como algo para ver en otra chica. No se imaginaba comiendo sopa ni asados, ni sentándose sobre el césped o los troncos de su jardín con ese vestido. Tampoco se imaginaba con zapatos de tacón de punta. Una vez se puso los de su madre y casi se mató cuando un tacón se le metió en el barro. Antonia disfrutaba de ese momento de ver vestidos, de escuchar a su madre, a su tía, a su prima y hasta a su hermano, que se había sumado a la crítica.
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