La familia Gabini vivía en la ciudad de Buenos Aires. Marcela y Daniel, mamá y papá. Carlitos, Lucrecia y Marisol, hijo e hijas. Marcela trabajaba como diagramadora para una empresa de indumentaria. Daniel era vendedor en una ferretería. La ciudad de Buenos Aires les parecía muy bonita, les ofrecía muchas oportunidades; al mismo tiempo los devoraba, los aprisionaba.
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Jesús estaba adoctrinando a los apóstoles, preparándoles para la misión a la que les iba a enviar. Les había hablado de los peligros que podían tener en su predicación: ser perseguidos, insultados, estar entre lobos ellos que eran como ovejas. Y, claro, todo esto les había llenado de temor. Por eso Jesús les consuela y les dice: “No tengáis miedo”. Así también decía san Juan Pablo II desde el principio y otros papas.
Hoy también nos lo dice Jesús a nosotros, porque en este mundo, a pesar de decir que hay muchos adelantos, hay también muchos miedos. Y una señal de estos miedos es que todo se procura dejar bien cerrado: la casa, el coche o auto (recuerdo los años en que yo dejaba por la noche el coche abierto en la calle y con las llaves puestas). Hay miedo de perder el empleo, hasta de tener el dinero en el banco, miedo a los desastres, al terrorismo, etc. Y en el terreno religioso hay miedo a los cambios en la Iglesia, miedo al qué dirán en el apostolado, miedo al fracaso, a las críticas. La gente que vive atemorizada, suele pensar sólo en las fuerzas humanas y materiales. Y hasta los cristianos creemos poco en la ayuda de Dios.
Hoy Jesús quiere quitarnos los miedos como lo hizo con los apóstoles. Para ello les da unas razones:
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Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Esta semana deseo comentar un tema que está alcanzando una notable actualidad en nuestra sociedad y que también tiene repercusiones en nuestra vida eclesial. De hecho algunas personas me han hecho llegar sus dudas e incertidumbres y considero una obligación mía, como pastor de la diócesis, ofrecer a todos los católicos una palabra de discernimiento y unos criterios que les permitan emitir un juicio de valor.
El fenómeno al que me refiero es la proliferación de «nuevas espiritualidades» o «espiritualidades alternativas». Aunque pueda parecer paradójico, resulta lógico que en nuestra sociedad secularizada, externamente caracterizada por la increencia y la indiferencia ante el hecho religioso, surja en muchas personas el anhelo de una experiencia espiritual que aporte sentido y calor a su existencia. Es comprensible, dado el estilo de vida dominado por el estrés, la competitividad, el hastío, el anonimato, la soledad... Y dada también la dimensión espiritual, reconocida o no, de los seres humanos.
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Hay gente que va por la vida llena de miedos y angustias. Otros, en cambio, lo hacen serenos y tranquilos. Quizás los segundos no tienen menos dificultades que los primeros. Puede suceder que las tengan incluso mayores. ¿A qué se debe una reacción tan diferente? Puede ocurrir que los que van llenos de miedos y angustias tengan un status sicológico averiado, en cuyo supuesto lo oportuno es que se vayan al médico para que les aplique un tratamiento eficaz.
Sin embargo, las más de las veces no es la sicología lo que está de por medio sino la falta de fe en Dios, en su providencia amorosa, en su amor de Padre. Van por el mundo sin rumbo y sin apoyo. Solos y contando con sus propias fuerzas. ¿Cómo no angustiarse ante la muerte? ¿Cómo no tener miedo a perder el trabajo, a contraer enfermedades, a la llegada inexorable de la vejez?
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