San Agustín y la búsqueda de la Verdad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, festividad de san Agustín de Hipona, recordamos a este doctor de la Iglesia y patrono de los que buscan, de manera incasable, la Verdad.

«Como el amor crece dentro de ti, la belleza crece, porque el amor es la belleza del alma». Esta frase del orador, filósofo y teólogo nacido en el norte de África, considerado uno de los Padres de la Iglesia más importantes en el cristianismo, aúna todo lo que Dios, al encontrarse con él, dejó escrito en lo profundo de su mirada: amor, belleza, verdad y bien.

Sin embargo, toda su vida no fue un canto a la fe. Su carácter inquieto le mantuvo lejos de la religión cristiana durante muchos años. Pero su madre, Mónica, rezaba día y noche por la conversión de su esposo y de su hijo. Después de varios años, Agustín, que había llegado a la península Itálica en busca de nuevas escuelas filosóficas, al escuchar un sermón de San Ambrosio de Milán y la salmodia cantada en el templo sintió que su coraza interior se derrumbaba y amanecía una luz y un amor nuevos para él totalmente desconocidos. Abandonó sus malos vicios y costumbres y, en el Domingo de Resurrección de ese mismo año, decidió bautizarse y aceptar la fe cristiana.

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Santa Teresa de Jesús Jornet, patrona de la ancianidad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Una vez escuché al Papa Francisco decir a los ancianos que «están llamados a ser artífices de la revolución de la ternura». Y así, en clave de una esperanza que nunca se cansa de renacer, recordamos hoy a santa Teresa de Jesús Jornet, patrona de la ancianidad.

Su santo, que celebramos el próximo viernes 26, nos recuerda a una mujer que vivió dedicada –en cuerpo y alma– al servicio de los ancianos en estado de abandono. La vida de Teresa estuvo marcada por una fuerte vocación hacia todas esas causas difíciles donde no solo era necesaria la fe, sino también la pasión, la entrega, el cuidado, la caridad y la donación de uno mismo en pos de un amor infinito…

Leridana de nacimiento, desde muy pequeña se dejó llevar por la enseñanza hasta hacerse con el título de maestra. Tras varios años como educadora en Barcelona, recibe la llamada del padre Francisco Palau, su tío, quien le invita a trabajar como profesora en el Instituto de las Hermanas Terciarias Carmelitas, que él había fundado. Teresa desempeñó su labor allí, sin considerar en ningún momento la vida religiosa como opción para su vida. Ella, tras un tiempo, descubre que su verdadera vocación no se encontraba donde, anteriormente, había puesto su tienda…

Después de un largo discernimiento, Teresa decide entrar en el monasterio burgalés de las Clarisas de Briviesca, optando así por la vida contemplativa. Y aunque su afán religioso no se desvanece, la situación social le impide emitir los votos, por lo que vuelve a su hogar y se hace carmelita terciaria franciscana. Sin embargo, su regalo mejor guardado llegaría después: la Providencia le lleva a conocer una fundación nacida del celo sacerdotal de Saturnino López Novoa, canónigo de Barbastro. Este, junto a un grupo de sacerdotes amigos, se dedicaba al cuidado de ancianos abandonados. En ese momento, Teresa descubre que era el mismo Cristo quien le pedía entregarse a los demás desde ese servicio inspirado en la caridad evangélica, con los ancianos más pobres y desamparados.

«Cuidar los cuerpos para salvar almas» era la frase que acompañaba en todo momento su desmedido quehacer, por y para los demás. Y así, dándose sin descanso, secundaba Teresa de Jesús Jornet el carisma de la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, del que ella sería la superiora general durante 22 años (hasta el mismo día de su muerte, con solo 54 años).

La espiritualidad de la congregación se resume en acoger a los ancianos más pobres e integrarlos en un ambiente familiar, humano y fraterno donde estén cubiertas todas sus necesidades materiales, humanas, psicológicas y espirituales. Una tarea que esta religiosa no descuidó ni un solo momento, porque los ancianos eran su prioridad y el motivo por el cual veía en ellos el rostro de Cristo herido, necesitado, sufriente y resucitado. Fiel a las indicaciones de don Saturnino, encarnó el carisma y lo transmitió sin un solo respiro. Todas las hermanas decían de ella que era el alma y la vida de la Congregación, a la que condujo por caminos de caridad, entrega y santidad.

«Teresa Jornet tuvo algo, misterioso si se quiere, que nos atrae. A su lado se siente esa presencia inefable de la Vida que la sostuvo y la alentó en sus afanes de consagración a Dios y al prójimo, orientándola hacia la senda concreta de la caridad asistencial», confesó el Papa san Pablo VI en la homilía que pronunció en la Misa de canonización, el 27 de enero de 1974. El fruto de su ingente labor «cuajó de manera admirable, pero sin clamor externo», sostuvo el Santo Padre, dejando una verdadera profecía: «El quehacer de la gracia será siempre algo misterioso».

Declarada patrona de la ancianidad, es conocido el testamento que –desde su lecho de muerte– legó a la Congregación: «Cuiden con interés y esmero a los ancianos, ténganse mucha caridad y observen las Constituciones; en esto está su santificación».

Ponemos esta hermosa festividad y las casas que las Hermanitas tienen en Burgos y en Aranda de Duero en las manos de la Virgen María, a quien Teresa de Jesús Jornet amó desde una entrega total y una gozosa donación a Dios sirviendo a los ancianos. Y con sus palabras, nos abandonamos a ese amor con el que Dios Padre ama a cada uno de sus hijos desamparados, con el firme propósito de cuidar a los mayores como ella nos enseñó: «El Corazón de Jesús arde en llamas de purísimo amor. Con este amor purísimo es necesario que tratemos siempre a nuestros ancianos, interesándonos muchísimo de su bienestar temporal y eterno».

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

La Asunción de la Virgen: con la mirada puesta en el Cielo

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Cada 15 de agosto, con la fiesta de la Asunción de la Virgen María, celebramos en la Iglesia que Cristo se llevó al cielo a su Madre. Una celebración marcada por la alegría, porque María –elevada en cuerpo y alma– pone de manifiesto que la última palabra la tiene el amor: un amor que es más fuerte que la muerte.

El Catecismo de la Iglesia Católica, en el numeral 966, dice que la Asunción de la Santísima Virgen «constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos». Una llamada verdaderamente importante, que nos recuerda que el hecho de que María se halle glorificada en el Cielo, supone no solo la resurrección de Jesucristo, sino también el anticipo de nuestra propia resurrección.

Ella, aun siendo la Madre de Dios, pertenece a nuestra condición humana, excepto en el pecado de la que fue preservada desde su concepción inmaculada. Y esa humanidad configura el sentido de la historia, que encuentra su plenitud cuando, a través del discípulo amado, la hizo –in aeternum– madre nuestra: «He aquí a tu madre» (Jn 19, 26-27).

María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con el Hijo es reina del cielo y de la tierra. «¿Acaso así está alejada de nosotros?». El papa emérito Benedicto XVI, en una homilía pronunciada el 15 de agosto de 2005 en Castelgandolfo, lanzó esa pregunta, para proclamar que «María, al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros». Cuando estaba en la tierra, apuntó, «solo podía estar cerca de algunas personas» pero, al estar en Dios, «que está cerca de nosotros, más aún, que está dentro de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios». Por tanto, «al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones y puede ayudarnos con su bondad materna».

La Madre de Cristo, la misma que en la Anunciación se definió como «esclava del Señor», es ahora glorificada como Reina universal. Ella, la primera discípula, no experimentó la corrupción del sepulcro, y fue asunta al cielo, donde ahora reina, viva y gloriosa, junto a Jesús.

La Asunción de la Virgen María ha de ser huella, horizonte y sendero que nos recuerde que nuestra vida solo ha de tener un camino: el cielo. Siempre desde la generosidad hacia los hermanos más necesitados, siempre desde el servicio que, con su ejemplo, dejó instituido el Hijo del hombre, estando disponibles para servir y para dar la vida como rescate por muchos (Mt 20, 28). No será fácil, pero merecerá la pena. Y cuando más nos cueste, pongamos la mirada en tantos santos que descubren, en el corazón traspasado de la entrega, el acto más bello del amor.

¿Quién no se emociona con vidas como la de la Madre Teresa de Calcuta, la de san Juan de Dios, la de santa Bernardette o la de san Francisco de Asís? Ellos, pobres entre los pobres, vieron en María la prolongación de la misericordia, de la compasión y de la ternura de Jesús. Y quisieron ser pobres, porque la Sagrada Familia de Nazaret nació y creció en pobreza.

El fundador de la Orden Franciscana veía en los ojos de los pobres, a quienes él más amaba, el reflejo de Cristo y de María: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 85). Y la Madre Teresa, quien dedicó su amor a la Virgen María socorriendo a los más necesitados de la tierra, decía que «a María, nuestra Madre, le demostraremos nuestro amor trabajando por su Hijo Jesús, con Él y para Él».

Todas y cada una de las hermosas piedras de nuestra catedral está dedicada a nuestra Madre la Virgen María. Esta tarde, desde la catedral, llevaremos su preciosa imagen en procesión por nuestra ciudad para que podamos decirle que le queremos y que es la madre de nuestros hogares y nuestras vidas. Nos ponemos bajo su protección y le pedimos que cuide maternalmente de nosotros, especialmente de quienes más lo necesitan.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Con los templos de nuestros pueblos y con los jóvenes en el corazón

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Nuestra Iglesia burgalesa cumplirá pronto 950 años de historia, además de sus antecedentes en Oca, Valpuesta o Sasamón. Durante estos casi mil años, nuestros antepasados han construido bellísimos templos, testigos de una profunda vivencia de fe, esperanza y amor y memoria viva de nuestra historia.

Cuando los pueblos estaban más habitados que en la actualidad, buscaban los recursos necesarios para mantener ese espléndido patrimonio custodiado en sus parroquias, iglesias y ermitas. Con la progresiva disminución de la población en las zonas rurales, mantener el patrimonio para legarlo a las futuras generaciones se ha convertido en una tarea difícil y en muchos casos angustiosa.

Quisiera agradecer a tantas personas, asociaciones, instituciones privadas y organismos públicos su ayuda para mantener nuestros templos. Hay ayuntamientos que se implican con generosidad en esta tarea, y el convenio con la Diputación de Burgos que coloquialmentedenominamos “convenido de las goteras” ayuda muy significativamente en la conservación de los templos.

Pero todo sigue siendo insuficiente frente a los más de mil templos parroquiales y unas trescientas ermitas, que precisan de mantenimiento y conservación. Es por ello que, como cada año, este domingo siete de agosto realizaremos la colecta para el mantenimiento de los templos, particularmente en las zonas donde existen menos recursos. Os pido humildemente vuestra colaboración para seguir sosteniendo este patrimonio que constituye un eje fundamental de nuestra historia y nuestra vida.

Así mismo, desde el miércoles me encuentro en Santiago de Compostela acompañando a los jóvenes que participan en la Peregrinación europea de jóvenes que se celebra con ocasión del Año Santo Compostelano. «¡Buscad a Cristo! ¡Mirad a Cristo! ¡Vivid en Cristo! «Que Jesús sea “lapiedra angular” (Ef 2, 20) de vuestras vidas y de la nueva civilización que, en solidaridad generosa y compartida,tenéis que construir». Qué difícil es sacar de mi corazón estas palabras que el Papa san Juan Pablo II pronunció alos jóvenes chilenos en su viaje apostólico que realizó en 1987. Su fuerza, su entusiasmo, su vitalidad; sus ojos cargados de esperanza, mientras los animaba a construir su vida en Cristo, dejándose comprometer por Su amor.

Santiago, la ciudad del apóstol, ha sido testigo primordialde este encuentro que ha inundado sus calles de esperanza, alegría y plenitud en medio del Año Santo Compostelano. No era fácil, en medio de una situación como la que estamos viviendo en Europa, aunar a tantos jóvenes en torno a una experiencia que, realmente, cambia la vida. La pandemia provocada por la COVID-19 o las crisis de todo tipo no han sido capaces de parar el torrente de gracia que esta semana ha inundado de gozo el corazón de tantos y tantos jóvenes que han elegido al Amor por encima de cualquier otra expectativa.

En medio de un contexto eclesial y mundial como el que estamos viviendo, es verdaderamente conmovedor ver cómo jóvenes de Europa siguen fiándose del Señor y de su Palabra para decir, una vez más, que «sí», que la vida empieza de nuevo en Cristo y que desean levantarse para ser testigos enraizados en la fe y en el amor.

Joven, levántate y sé testigo. El apóstol Santiago te espera. Este lema ha ido recorriendo los pasos peregrinos de los presentes; tanto, que la mayor parte de los jóvenes llegaron a Santiago de Compostela haciendo el camino a través de varias rutas. Aquí, hemos podido disfrutar de un ambiente admirable, gozoso y sano, de una Iglesia viva que se ha vestido de fiesta merced a unos discípulos amados que se han dejado tocar por la voz de Cristo mientras les decía a cada uno: «Contigo hablo, levántate» (Mc 5, 41).

«Los jóvenes sois la esperanza de una sociedad mejor y de una Iglesia más viva», ha dicho, en más de una ocasión, el Santo Padre. Y en ese mismo lenguaje se dirigía a un grupo de jóvenes que se reunió en la plaza de San Pedro el último lunes de Pascua: «Jesús nos repite una y otra vez: «¡Sígueme!». No importa si somos grandes o pequeños, fuertes o débiles, si tenemos más victorias o más derrotas. Jesús sigue repitiendo a Pedro y a cada uno de nosotros: ¡Sígueme!».

Un mandato que he visto estos días en esta Peregrinación Europea de Jóvenes, que ha cubierto Santiago de Compostela con una luz nueva, magnífica y radiante, que solo puede nacer en los ojos de la Virgen María. Una alegría inmarcesible que, sin duda alguna, «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Evangelii gaudium, n. 1).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Con san Ignacio de Loyola, en todo amar y servir

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, 31 de julio, celebramos la fiesta de san Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús. El admirable legado de Ignacio, quien falleció un día como el de hoy, en el año 1556, nos recuerda a un santo buscador que deseaba amar y servir a Dios en todo. Tras los hechos que cambiaron por completo su vida, comenzó a recorrer el camino de conversión para alcanzar amor en todas las circunstancias de su vida.

«Hace 500 años, en Pamplona, todos los sueños mundanos de Ignacio se hicieron añicos en un momento. La bala de cañón que le hirió, cambió el curso de su vida y del mundo». Con estas palabras, el Papa Francisco se unió a quienes participaban el año pasado en la Jornada de Oración Peregrinos con Ignacio, convocada por la Compañía de Jesús al inicio del Año Ignaciano que hoy concluimos.

Desde aquel 20 de mayo de 2021 hemos venido conmemorando los 500 años de la conversión de san Ignacio de Loyola. Una conversión capaz de renovar la fe de tantas personas, un sueño labrado a pasos cortos donde el Padre no ha dejado de escribir Su huella… «El sueño de Dios para Ignacio –decía el Santo Padre– no se centraba en Ignacio, se trataba de ayudar a las almas. Era un sueño de redención, un sueño de salir al mundo entero, acompañado de Jesús, humilde y pobre».

Para Ignacio, siempre estuvo presente como deseo fundamental el amor y servicio a Dios que se concreta en la entrega cotidiana al servicio de los hermanos. Tanto, que llegó a decir que «si nuestra Iglesia no está marcada por el cuidado de los pobres, los oprimidos y los hambrientos, somos culpables de herejía».

Y así lo han vivido las comunidades jesuitas durante este Año Ignaciano: dándose y siendo ofrenda samaritana que carga con el herido, que cura su llaga y que se hace cargo por amor. Todos, bajo el modelo del buen samaritano, sabiendo que vamos en la misma barca, conscientes también de nuestra fragilidad. Al final, si extendemos la mirada a la totalidad de nuestra historia y a lo ancho y largo del mundo, descubrimos que todos somos o hemos sido como estos personajes de la parábola: «Todos tenemos algo de herido, algo de salteador, algo de los que pasan de largo y algo del buen samaritano» (Fratelli tutti, 69).

El mundo necesita ver profetas en los discípulos de Jesús, apóstoles de carne y hueso que, como ha dicho en más de una ocasión el Santo Padre, «siguen la Carta Semanal – Mons. Mario Iceta 31 de julio de 2022 lógica de la fe y no del milagro», que ponen su corazón al servicio de todos, «sin privilegios ni exclusiones».

San Ignacio de Loyola deseaba fervientemente que los jesuitas salieran a los caminos y buscaran a Dios en todos los detalles. Quería testigos de un amor auténtico y no espectadores de una causa sin nombre, apóstoles entregados en cuerpo y alma y no huéspedes varados en algún hogar perdido, peregrinos de cada letra del Evangelio y no caminantes de cualquier lugar sin destino.

Este Año Jubilar Ignaciano ha sido un impulso para abrazar la ley suprema del amor fraterno, en pos de una Iglesia que «es una casa con las puertas abiertas», porque «es madre» (Fratelli tutti, 269). Verdaderamente, «para los que aman, nada es demasiado difícil, especialmente cuando se hace por amor a nuestro Señor Jesucristo», dejó escrito san Ignacio. Un mensaje que la Virgen María custodió en lo más profundo de su ser. Para el fundador de los jesuitas, su amor hacia Ella era parte esencial de su espiritualidad. A Sus manos santas recurría en todo momento y, cuando el peligro acechaba sus pasos, posaba ante Sus pies todo su cansancio para dejarse hacer de nuevo.

Que san Ignacio siga siendo un puerto de esperanza donde podamos acudir, cada día y cuando más nos cueste seguir, para decir –como él nos enseñó– «en todo amar y servir». Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Parroquia Sagrada Familia