Semana Santa: abrazados por un amor incondicional

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con la entrañable celebración del Domingo de Ramos, comenzamos la Semana Santa. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, con todo el pueblo unido a una sola voz, alabando su realeza con cantos, vítores y palmas, es el presagio de un amor incondicional, pero arrancado de raíz por la mano violenta del ser humano.

Para entrar de lleno en la Semana Santa hemos de abrirle la puerta de nuestro frágil corazón al Señor, poner en su mano con confianza la llave de nuestra vida y dejar que su misericordia nos abrace y nos rehaga desde dentro.

Para vivir los misterios de la Pasión y Muerte de Jesús, os propongo tres caminos: acoger la cruz sin rechazo y con amor, llenar de esperanza el sufrimiento y amar también a nuestros enemigos con humildad, mansedumbre y misericordia.

Acoger la cruz, aceptar la fatiga de su peso y abrazar cada espina del madero es hacerse Eucaristía con el débil, con el hermano que sufre, como padeció el Señor la injusticia de este mundo. La Palabra guarda con sigilo la contraseña, el gesto que da sentido al camino y que lo cambia todo: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga» (Mt 16, 24). Por tanto, poner nuestros pasos en las huellas de Jesús supone aceptar llevar la cruz de cada día, aunque a veces no entendamos sus planes, sus caminos o sus modos. Para ello, hemos de despojarnos de nuestros propios criterios para acoger el plan amoroso de Dios para cada uno de nosotros.

Quien sigue a Cristo, acoge y ofrece su propia cruz. Esta no implica desventura o aflicción; sino que es una oportunidad especial para acompañar a Jesús en su Pasión hacia la tan esperada Resurrección. Y solo hay un modo de perderse con alegría en su mirada para ser plenamente feliz: «El que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25).

Una llamada a la esperanza en medio del sufrimiento que implica, necesariamente, darle un sentido redentor, que purifique nuestros pecados. ¿Qué sentido tendrían, si no, la flagelación, las calumnias, los golpes, las humillaciones, la traición, el abandono, los clavos, la corona de espinas y la crucifixión del Señor? El vía crucis ultimado en el Madero muestra un Sagrario abierto que aviva nuestra fe y esperanza.

Ahí recordamos a esos «hombres y mujeres engañados, pisoteados en su dignidad y descartados, con ese rostro desfigurado, con esa voz rota que pide que se le mire, que se le reconozca, que se le ame», afirmaba el Papa Francisco en 2017 con motivo de la XXXII Jornada Mundial de la Juventud. Démosle, pues, sentido a nuestros momentos de oscuridad para que toda nuestra vida tenga sentido. De otra manera, si callamos, gritarán hasta las piedras… (cf. Lc 19, 40).

¿Y qué sería de esta Semana Santa si no respondemos a los clavos de la vida con amor? Pidamos a Dios que seamos capaces de amar a nuestros enemigos con humildad (cf. Mt 5, 43-48), acerquémonos con mansedumbre a quienes no nos quieren bien y derramemos misericordia en las manos de aquellos que nos han hecho daño. Quienes crucificaron a Jesús no sabían lo que hacían (cf. Lc 23, 34), y Él los perdona porque no lo habían reconocido como Hijo de Dios. Ese ejemplo de misericordia que nos enseña a perdonar desde la Cruz allana el sendero que comenzamos a transitar hacia la Pascua.

Hoy, a las puertas de la Semana Santa, ponemos nuestra esperanza en el corazón de la Virgen María. Ella, quien participa en el sacrificio redentor de su Hijo, es modelo perfecto del amor. Aferrémonos a su mano en este camino de Pasión y dejémonos colmar por su alma llena de gozo, hasta ver cumplida una nueva vida en Cristo con la esperanza de la Resurrección.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga durante esta Semana Santa.

El amor y la vida humana

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Tan pobre como es la mesa que carece de pan, así la vida más ejemplar resulta vacía si le falta amor», escribía san Antonio de Padua. ¿Y por qué no tiene sentido una vida sin amar y ser amado, aunque vivir no sea del todo sencillo? Porque la vida de todo ser humano, que es un regalo de Dios, siempre es digna de ser cuidada, protegida, amada.

Ayer 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, celebrábamos la Jornada por la Vida. Con el lema Acoger y cuidar la vida, don de Dios, la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida desea hacer más presente que nunca la Encarnación del Hijo de Dios: «El misterio más excelso de nuestra fe».

El «sí» de la Virgen María es un signo que convierte nuestros corazones de piedra en corazones de carne, es la puerta del amor que transfigura la vida humana en un bien desde la concepción hasta su fin natural. Por ello, defender la vida humana en toda situación es una cuestión de amor y no solo de derechos y libertades, pues hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios (que es amor), con una dignidad personal que supera cualquier dificultad, condición o limitación.

La vida humana es siempre un bien para toda la humanidad; celebrarla es agradecer a Dios este regalo inmenso y protegerla –como recuerdan los obispos de la Subcomisión– «es el comienzo de la salvación» porque «supone acoger el primer don de Dios, fundamento de todos los dones de la salvación». Cada vida humana, destacan, «está llamada a alcanzar la plenitud del amor». Siempre y en todo momento, lo que implica «custodiar la dignidad de la vida humana» y luchar por erradicar situaciones en las que es puesta en riesgo: «esclavitud, trata, cárceles inhumanas, guerras, delincuencia o maltrato», señalan los obispos.

El amor es lo que nos hace vivir humanamente, y una sociedad justa es la que cuida de la vida naciente, de la mujer embarazada, de las familias sin recursos o de quien viene a alumbrar esta tierra con una dificultad que hemos de acoger como si acogiésemos al Hijo de Dios en nuestros brazos.

Y pienso en todas esas personas con algún grado de discapacidad que son luz e inspiración para toda la humanidad. En una sociedad donde se cuida con mucho tesón la discapacidad y donde paradójicamente se da culto al bienestar y a la belleza física, también nuestros ojos son capaces de descubrir la belleza y la bondad de toda persona más allá de sus limitaciones.

El amor a todo ser humano es lo que nos hace vivir con dignidad. ¡A veces cuesta tanto entender la enfermedad, el desierto y la prueba! «El don de la vida y el don de la creación provienen del amor de Dios por la humanidad; más aún, a través de ellos Dios nos ofrece su amor», expresó el Papa Francisco a los participantes en un congreso sobre donación de órganos en 2017. «Y en la medida en que nos abrimos y lo acogemos», afirmó, «podemos convertirnos, a la vez, en don de amor para nuestros hermanos».

Y recuerdo, también, a las personas mayores que lo han dado todo por nosotros, siendo los primeros testigos de la belleza de Dios. Por ello, toda persona en la ancianidad de sus años, pero no de su corazón, ha de ser acogida, acompañada y cuidada.

Demos vida, ofrezcamos vida, anunciemos vida. Y hagámoslo en abundancia (cf. Jn 10, 10). Se lo pedimos a María, quien acogió la suprema donación del que se entregó por nosotros hasta la muerte para darnos vida eterna». Que la Mujer vestida de sol (cf. Ap 12, 1), palabra viva de consuelo y esperanza, sostenga nuestro camino para que siempre seamos luz que alumbre la dignidad de toda vida humana.

Con gran afecto pido a Dios que os bendiga.

Día del padre y día del seminario

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, 19 de marzo, solemnidad de san José, conmemoramos el día del padre. De la mano de san José, padre adoptivo de Jesús y patrono de la Iglesia y del seminario, recordamos la figura esencial de nuestros padres, quienes –tantas veces, desde lo escondido– se hacen presencia, ternura y misericordia infinitas para cada miembro de la familia. Cuando un padre pone su confianza en san José, modelo de humildad, prudencia y fidelidad, puede asumir con amor el tesoro de la misión que el Padre ha depositado en sus manos. Hoy, por tanto, quiero felicitar a todos los padres y agradecer el don precioso que su identidad y su misión.

También hoy celebramos el día del seminario. Con la mirada puesta en el Evangelio y con el lema Levántate y ponte en camino, la Subcomisión Episcopal para los Seminarios desea mostrar su cercanía con los seminaristas y sus formadores, con el deseo de animarles a continuar cultivando su vocación, pues Dios insiste en «levantar a quien, una y otra vez, cae y se aparta del proyecto de vida que Él le ofrece».

Este domingo laetare, IV de Cuaresma, promesa revestida de alegría que anuncia la cercanía de la Pascua, ponemos rostro, nombre y voz a los seminaristas que preparan su corazón para configurarlo con el de Cristo Sacerdote, Cabeza, Pastor, Servidor y Esposo. Merced a sus manos consagradas, el cielo proclamará la gloria de Dios y el firmamento pregonará sin descanso sus obras; a veces sin que hablen, sin que resuene su voz, pero con la confianza plena de que a toda la tierra alcanzará su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje (cf. Sal 18).

En las vidas de los seminaristas se esconde una gran promesa para el futuro de la evangelización. «La plena revitalización de la vida de los seminarios en toda la Iglesia será la mejor prueba de la efectiva renovación hacia la cual el Concilio ha orientado a la Iglesia», escribía el Papa san Juan Pablo II a los obispos con ocasión del Jueves Santo de 1979. Por ello, hacerlo todo nuevo y caminar al encuentro de Aquel que te ha elegido para ser eternamente suyo, de Quien carga sobre sus espaldas con los sufrimientos de la humanidad en el árbol de la Cruz, desvela un misterio de amor infinito: «No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros» (Jn 14, 18).

Y si Él te llama amigo, te elige para que des un fruto imperecedero (cf. Jn 15, 15s) y te pide la vida para estar con Él y ser enviado por Él (cf. Mt, 20, 20), ¿acaso vas a negarle la mano y encontrarás un horizonte mejor donde derramar tanto amor?

El Día del Seminario es una oportunidad magnífica para que todos los que amamos, de una manera u otra, a la Iglesia, hagamos una parada en el camino. Ciertamente, el Señor es quien elige libremente y sin Él no podremos hacer nada (cf. Jn 15, 5), pero si queremos dar fruto abundante, hemos de permanecer en Él con firmeza, fidelidad y confianza para mantener encendida la llama de la vocación.

Queridos seminaristas: nada os faltará si permanecéis junto a Él, si seguís la estela del Buen Pastor. Sois discípulos, testigos y misioneros de Cristo y, haciendo lo que Él os diga, como hermano y maestro, seréis capaces de servir –con el espíritu de servicio que Jesús ha legado en vuestros corazones– al Pueblo de Dios que algún día os encomendará. Aunque en algún momento paséis por cañadas oscuras, nunca olvidéis que sois los futuros pastores de una Iglesia, luz del mundo, que necesita hermanos que brillen por su entrega, generosidad y humildad.

Pedimos a la Virgen María, primera discípula de Cristo, y a san José, custodio de la Iglesia y del seminario, que suscite y vele por las vocaciones al ministerio sacerdotal y sus formadores. Que la Sagrada Familia de Nazaret interceda y colme la mies de obreros buenos, capaces de reflejar con su vida el cuidado paciente y misericordioso del Señor: Aquel que se hizo «obediente por nosotros hasta la muerte» (Flp 2, 8) en una entrega plena a la Iglesia, su Esposa.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga

La educación cristiana de los hijos

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

«Como nos enseña la experiencia diaria, educar en la fe hoy no es una empresa fácil. Así, tanto los padres como los profesores sienten fácilmente la tentación de abdicar de sus tareas educativas y de no comprender ya ni siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que les ha sido encomendada». Detrás de estas palabras, pronunciadas por el Papa Benedicto XVI en 2007, durante el Convenio de la Diócesis de Roma, deseo traer al presente un tema fundamental con respecto a la educación cristiana de los hijos: hemos de ser transmisores de los principios que fundamentan la vida en la verdad y el bien.

Una educación que tenga en su raíz la presencia amorosa de Dios, con un sentido auténtico de pertenencia a una familia que nos acompaña, la Iglesia, hará del encuentro con Cristo una relación que llena siempre de ánimo y esperanza. Aunque sobrevenga cualquier temporal, quien ha experimentado en algún momento de su vida el amor de Dios, no podrá borrar de su corazón a Quien le entregó su vida en la cruz.

En esta admirable tarea educativa de poner los principios del humanismo cristiano como base de la educación, pienso en tres pilares fundamentales: los padres y su responsabilidad primordial; la colaboración subsidiaria de la Iglesia y las administraciones y el servicio ofrecido por los colegios de titularidad diocesana o de congregaciones religiosas y entidades católicas; y la importancia de inscribir a los niños y jóvenes a la clase de Religión también en los centros de titularidad estatal. Todos ellos los considero públicos pues están abiertos a todos, sin exclusión.

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Mujeres fuertes de Dios

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

El 8 de marzo celebramos el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, y más allá de cifras y datos que apuntan a una injusta desigualdad en diversos aspectos laborales, sociales y económicos que deben ser superados, quisiera centrarme de modo particular en todas esas mujeres que sacan adelante sus familias con arrojo, valentía y entrega.

«La Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el misterio de la mujer y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las maravillas de Dios que en la historia de la humanidad se han realizado en ella y por ella», escribía el Papa san Juan Pablo II, primer Pontífice en abordar específicamente la cuestión de la mujer, en su carta apostólica Mulieris dignitatem (n. 31).

Volviendo la mirada al Santo Padre y haciendo memoria de una carta que escribió en 1995 a las mujeres del mundo entero, quisiera perpetuar en nuestra memoria la entrega de cada una de ellas, por lo que son para el mundo, por lo que hacen desde su compromiso sin límite y por lo que representan en la vida de la humanidad. Cada una de las palabras del Papa es una acción de gracias hacia aquellas que, en nombre del Padre, nos dieron la vida: «Te doy gracias, mujer-madre […] mujer-esposa […] mujer-hija y mujer-hermana, […] mujer-trabajadora […] mujer-consagrada […] Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu feminidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas» (n. 2).

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Parroquia Sagrada Familia