María, Madre y Reina de la familia

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hemos comenzado el mes de mayo, mes de María. Todas las prerrogativas que le concedió Dios apuntan hacia su vocación fundamental de ser Madre de Dios y, en su Hijo, ser también madre nuestra. Por eso en este domingo primero de mayo celebramos a todas las madres, a la nuestra propia que con tanto amor nos acogió en su seno, nos dio a luz y se ha entregado hasta el último aliento de vida para hacer de cada uno de nosotros una creación de amor y de esperanza.

Las madres, junto a los padres, constituyen el pilar fundamental de la familia. Por eso, me ha parecido oportuno instituir en la archidiócesis la Pascua de la familia, que se celebrará cada quinto domingo de Pascua. Así, lo que celebramos el domingo de la Sagrada Familia, inmediatamente después de Navidad, culmina en la Pascua, donde el Resucitado llena de luz y misericordia a cada una de nuestras familias. ¡Cuánto necesitamos de esta luz y vida pascual, particularmente aquellas familias probadas por el dolor, el desamor o cualquier tipo de sufrimiento!

Efectivamente, «La familia tiene carta de ciudadanía divina. Se la dio Dios para que, en su seno, crecieran cada vez más la verdad, el amor y la belleza». Bajo el amparo de estas preciosas palabras que el Papa Francisco dedicó a los asistentes al Encuentro Mundial de la Familia, celebrado en Filadelfia en 2015, quisiera vivir este día junto a cada uno de vosotros para celebrar esta primera Pascua de la Familia. Un don preciado, un tesoro incomparable, una ofrenda infinita nacida de la belleza de la Sagrada Familia de Nazaret.

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Sacerdotes con corazón de Buen Pastor

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Yo soy el Buen Pastor: conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco al Padre; y doy la vida por las ovejas» (Jn 10, 14-15).

Inmersos en este tiempo de Pascua, celebramos la misericordia del Señor con el Domingo del Buen Pastor: Aquel que se encarna hasta el extremo de entregarnos su propia vida.

El Cordero inmolado en la Cruz (cf. Ap 5, 6-12), con sus brazos abiertos y resucitados, se hace guía, pastor, defensor y refugio de sus ovejas por medio de nuevos pastores que Él elige para cuidar su rebaño. El «Pastor de los pastores» (1 Pe 5, 4) conoce personalmente a todas sus ovejas, las llama por su nombre, las resguarda de los peligros de la noche, las preserva de la muerte y cada mañana, al despertar, las está esperando para guiarlas durante la jornada.

Porque el pastor «no puede contentarse con saber los nombres y las fechas, su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón», afirmó en 2006 el Papa Benedicto XVI durante la ordenación de quince diáconos de la diócesis de Roma. El sacerdote, mediante el sacramento del Orden, «es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de Él y actuando con vistas a Él, realice en comunión con Él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor».

Jesucristo es el único Sacerdote. Y solo se puede ser pastor de su rebaño por medio de Él y en la más íntima comunión con Él. La voz fiel del Padre desea recordarnos que llevó nuestras heridas en su cuerpo sobre el madero, uno a uno, sin excepción alguna, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia, pues por sus heridas hemos sido curados: «porque erais como ovejas extraviadas; mas ahora os habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas» (1 Pe. 2, 24-25).

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La Pascua del trabajo

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, III Domingo de Pascua, cuando celebramos la Pascua del Trabajo, retomo aquellas palabras del Santo Padre para recordar la dignidad del trabajo y la necesidad de promoverlo en condiciones justas y humanizadoras. Un canto a la Doctrina Social de la Iglesia, que desea con todas sus fuerzas velar por la integridad de las personas y de la sociedad: «Cada vez que esta se vea amenazada, o reducida a un bien de consumo, la Doctrina Social de la Iglesia será voz profética que nos ayudará a todos a no perdernos en el mar seductor de la ambición. Cada vez que la integridad de una persona es violentada, toda la sociedad empieza a deteriorarse».

En este alto en el camino que Dios nos concede, tomamos conciencia de los desvelos, las alegrías y las esperanzas de nuestros hermanos y que deben ocupar nuestro corazón.

Si la conversión a Cristo que celebramos en esta Pascua nos hermana en su amor y constituye un nuevo nacimiento (cf. 1 P 1, 3), no podemos permanecer indiferentes ante el que sufre, por las circunstancias que sean; personales, familiares, laborales…

Cuando el trabajo deja de ser una expresión digna de la persona, que la perfecciona, entonces deja de formar parte de la preciosa obra que Dios pensó para ese hijo suyo. Porque nuestro compromiso cristiano adquiere autenticidad cuando abrimos de par en par el alma a quienes sufren porque, desgraciadamente, se ven obligados a sobrevivir en los márgenes de la sociedad. Solo así, quedándonos donde más sangran la pobreza, el desamparo y la marginación, apreciamos verdaderamente el inmenso amor que el Padre nos tiene.

En este sentido, se debe garantizar la protección plena de los trabajadores mediante el respeto de sus derechos fundamentales. Aún tengo grabadas las palabras del Papa Francisco en la Misa de Gallo de 2021: «¡No más muertes en el trabajo! Y esforcémonos por lograrlo». Una llamada especial a concienciarnos de la necesidad de sensibilizarnos ante la siniestralidad laboral que abandona el cuidado de la vida en el ámbito del trabajo. Jesús vino a «ennoblecer a los excluidos», exhortaba el Santo Padre, y por eso eligió nacer cerca de los pastores y «de los olvidados de las periferias». Dios «viene a colmar de dignidad la dureza del trabajo; nos recuerda qué importante es dar dignidad al hombre con el trabajo, pero también dar dignidad al trabajo del hombre, porque el hombre es señor y no esclavo del trabajo», confesó durante aquella celebración que hoy está más presente que nunca.

Y si la vida, queridos hermanos y hermanas, es el mayor bien que atesoramos, hemos de tener presente que el trabajo tiene que realizarse en plenas condiciones de dignidad. Cuando la persona deja de estar en el centro, todos los derechos se desmoronan. Como Iglesia, recojamos esta llamada a poner a la persona en el lugar que le corresponde y a hacer, del ámbito laboral, un espacio humano, saludable, que nos permita expresar la capacidad creadora que Dios ha puesto en nuestras manos. ¡Qué importante es no olvidar jamás la dimensión del cuidado en todas y cada una de nuestras acciones!

Le pedimos a la Virgen María que este llamamiento a la caridad profesional que hoy celebramos con la Pascua del Trabajo, sirva para que el vínculo de fraternidad en Cristo nos haga más fraternos, hasta que podamos escuchar, como dijo a sus discípulos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga en este domingo de Pascua.

¡Que la misericordia del Señor empape la tierra!

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia» (Diario, 300). Con estas palabras de Jesús reveladas a santa Faustina Kowalska, celebramos el Domingo de la Divina Misericordia: fiesta instituida por san Juan Pablo II que nos recuerda que Cristo es la fuente de la eterna compasión.

En este día tan colmado de esperanza y gratitud sobrevuela en mi corazón un pasaje del Evangelio que ilumina de modo formidable esta realidad. Me refiero al encuentro entre Jesús y la adúltera (cf. Jn 8,1-11); una página del Evangelio que pone el principio y el fin en el amor misericordioso del Padre. «Una mujer y Jesús se encuentran. Ella, según la Ley, juzgada merecedora de la lapidación; Él, que con su predicación y el don total de sí mismo, que lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley mosaica a su genuino propósito originario», recuerda el Papa Francisco en su carta apostólica Misericordia et misera, escrita el 20 de noviembre de 2016, con motivo del Año de la Misericordia. En el centro no aparece la ley y la justicia legal, sino «el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado sobre todo».

El Señor, como miró los ojos de aquella mujer para leer su corazón, hoy vuelve a recoger cada brizna de nuestra alma para recorrer, con nosotros, el camino del perdón y, por fin, liberarnos de aquello que nos esclaviza. Jesús, tras preguntarnos por nuestros acusadores como lo hizo con aquella mujer, vuelve a derramarse por entero para recordarnos que Él tampoco nos condena (cf. Jn 8,10-11); porque no solo anuncia, a tiempo y a destiempo, el mensaje de la misericordia del Padre, sino que también lo vive, se hace cargo, se compadece y nos llama a la conversión.

Dios desea revestirnos de la misericordia que encuentra su sentido en cada latido del verbo amar. Y nos envía a su Hijo para enseñarnos que la medida del amor alcanza su plenitud cuando abrazamos lo vulnerable, lo roto, lo frágil. Cómo no traer al recuerdo el momento en que Jesús se emociona y llora ante la tumba de su amigo Lázaro (cf. MC 6, 34), o cuando perdona al buen ladrón desde la cruz (cf. Lc 23, 34), o cuando se encuentra con los leprosos y sana su enfermedad (cf. Mc 1, 41)…

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El sepulcro está vacío

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con inmensa alegría, abrazamos la verdad culminante de nuestra fe, la resurrección del Señor: «No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron» (Mc 16, 6).

Hoy, la verdad revelada por Dios vuelve a levantarnos y llena nuestra vida de esperanza. El Padre, como al hijo pródigo, nos recibe en su casa, nos prepara un admirable banquete y nos da una túnica nueva.

Hoy nos convertimos en testigos de la Resurrección de Cristo (cf. Hech 1, 22), porque el Resucitado vuelve a sanar, una vez más, las llagas de toda la humanidad.

«¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!», reza la secuencia de Pascua que anuncia la victoria de Cristo sobre la muerte. La tumba vacía anuncia la esperanza más fiel, aunque –como a las mujeres santas y a los apóstoles Pedro y a Juan– necesitemos ir hasta el sepulcro al alba para ver: «Hasta entonces no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20, 9). Ciertamente, aunque las piedras que cubran nuestros sepulcros sean inmensamente grandes, el amor de Dios todo lo puede vencer, porque «si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe» (1 Cor 15,14).

La muerte no tiene la última palabra, porque la vida se abre paso con amor, porque la alegría ha vencido a la tristeza. «En Pascua, en la mañana del primer día de la semana, Dios vuelve a decir: “Que exista la luz”. Antes había venido la noche del Monte de los Olivos, el eclipse de la pasión y muerte de Jesús, la noche del sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día, comienza la creación totalmente nueva», recordaba el Papa Benedicto XVI, en una homilía pronunciada durante la Vigilia Pascual de 2012.

Jesús resucita del sepulcro: «La vida es más fuerte que la muerte. El bien es más fuerte que el mal. El amor es más fuerte que el odio. La verdad es más fuerte que la mentira. La oscuridad de los días pasados se disipa cuando Jesús resurge de la tumba y se hace Él mismo luz pura de Dios», revelaba el Santo Padre, para descubrir –al hilo de estas palabras– que con la Resurrección de Jesús la luz vuelve a ser creada: «Él nos lleva a todos tras Él a la vida nueva de la Resurrección, y vence toda forma de oscuridad. Él es el nuevo día de Dios, que vale para todos nosotros».

Ahora, en Galilea, el Resucitado nos precede y nos acompaña por los senderos del mundo. Y si ayer, con las mujeres «contemplábamos “al que traspasaron”», decía el Papa Francisco en su homilía del 31 de marzo de 2018, hoy con ellas «somos invitados a contemplar la tumba vacía y a escuchar las palabras del ángel: “No tengáis miedo… ha resucitado”». Palabras que desean palpar nuestras certezas más hondas, «nuestras formas de juzgar y enfrentar los acontecimientos que vivimos a diario; especialmente nuestra manera de relacionarnos con los demás». Por tanto, si Él resucitó «del lugar del que nadie esperaba nada» y «nos espera –al igual que a las mujeres, como reseñaba el Papa– para hacernos tomar parte de su obra salvadora», ¿cómo no vamos a estar alegres ante un anuncio tan grande?

San León Magno desvelaba que Jesús «se apresuró a resucitar cuanto antes porque tenía prisa en consolar a su Madre y a los discípulos» (Sermón 71, 2). Resucitó al tercer día, «pero lo antes que pudo», afirma, anticipando el amanecer con su propia luz para consolar tanto dolor por su ausencia, para curarnos con sus propias heridas, que son las pruebas de un amor victorioso y profundamente fiel.

Ahora, en forma de mandamiento y como dijo a los apóstoles, nos deja una tarea primordial: «Que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Si vivimos así, a pesar de las contrariedades de la vida, dando la vida por los hermanos (cf. 1 Jn 3, 16), seremos discípulos de una esperanza que nada ni nadie nos podrá arrebatar, porque nace de la Resurrección de nuestro Señor.

Hoy, de manera especial, nos acogemos a la protección de la Virgen María, la Madre de Cristo Resucitado, y permanecemos a su lado, como hijos, aferrados a su precioso corazón. Y también al de María Magdalena, quien escuchó cómo el Maestro le llamaba por su nombre para darle una vida nueva. Que, como ella, nos dejemos impregnar por el amor del Señor y corramos, hasta los confines del mundo, proclamando con inmensa alegría: «¡Hemos visto al Señor. Ha resucitado!»

Con gran afecto, os deseo una feliz y santa Pascua de Resurrección.

Parroquia Sagrada Familia