Yo estoy entre vosotros como el que sirve

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Con estas palabras de Jesús, «Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc22, 27), quiero agradecer a Dios los dos nuevos sacerdotes que ayer regaló a nuestra Iglesia burgalesa. De este modo, una vez más constatamos que el amor vence al egoísmo, y la vida rompe los esquemas mundanos. Efectivamente, quizás hoy ser sacerdote no esté de moda a los ojos del mundo, pero es el gran don que Dios nos hace, porque ellos son portadores del pan que da la vida y llena el mundo de amor, alegría y esperanza.

La misión del sacerdote es una entrega desmedida que implica ser configurado por las manos creadoras de Dios para servirle en los hermanos: en la vida ordinaria que pastorea los márgenes de las ovejas cansadas, heridas o perdidas, y en el Sacrificio admirable del Altar. En todos y para todos. Sin distinción.

El sacerdote «es un don del Corazón de Cristo: un don para la Iglesia y para el mundo», recordaba el Papa emérito Benedicto XVI, durante el Ángelus pronunciado en 2010, en la conclusión del Año Sacerdotal. Así, «plasmado por la misma caridad de Cristo y por el amor que lo impulsó a dar la vida por sus amigos y a perdonar a sus enemigos, el sacerdote es el primer obrero de la civilización del amor».

Ayer, José Ángel y Stefano fueron transformados por la gracia ministerial para ser presencia sacramental de Cristo buen pastor: una mística de brazos abiertos que, nacida de la llaga del Costado del Señor, ha de alcanzar todos los rincones de la humanidad. Es verdad que llevamos el ministerio en vasijas de barro, para que, como dice San Pablo, se vea que esta fuerza que portamos no proviene de nosotros, sino de Dios (cfr. 2 Co 4,7).

Pero también es cierto que el Señor envió el Espíritu Santo sobre los apóstoles para que en su nombre sanaran plena y profundamente todas nuestras heridas. Así mismo, en la última cena, les confió la Eucaristía para que sea alimento en el camino de la vida, presencia amorosa, consuelo y fortaleza para vivir con pasión y esperanza. Y este ministerio de sanación y de distribución generosa del pan que da la vida, la realizan los sacerdotes con generosidad y entrega.

 Por eso, qué importante es orar por las vocaciones y ayudar a nuestros jóvenes a percibir la llamada de Dios y a responder con generosidad. La pastoral vocacional se revela hoy en día como una dimensión verdaderamente urgente para la Iglesia. Sois conscientes de que el número de sacerdotes va disminuyendo y cada vez cada uno tiene que atender más parroquias. Quisieran llegar a todo y a todos, pero muchas veces no pueden porque nuestra Iglesia es extensa con tantas parroquias y comunidades. Pero, como dice el Papa Francisco, ha llegado la hora de afrontar “una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación (EG, 27), Necesitamos ser audaces y creativos en implantar esta realidad.

El Reino de Dios, como nos enseña el Evangelio, llega sin hacer ruido y sin llamar la atención (cf. Lc 17, 21). Y así debe hacerse presente todo el Pueblo de Dios en medio de las vocaciones, con la escucha, la presencia y la palabra amiga. Estando dispuestos y disponibles, para que ellos sigan construyendo en todas las partes del mundo la civilización del amor.

En este día, ponemos a todos los sacerdotes de nuestra archidiócesis de Burgos y, de manera especial, a José Ángel y Stefano, en el corazón de la Virgen María. Ella, modelo de toda vocación, acogió, custodió y vivió hasta el fondo de su alma la presencia de la Palabra de Dios hecha carne. Le pedimos, pues, que con nosotros ruegue al Dueño de la mies para que mande obreros a su mies (Lc 10, 2) y que conserve la misericordia del Padre en nuestros ojos, para que nunca olvidemos –en palabras del Santo Cura de Ars– que «el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús».

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Semana de Misionología y Día del Misionero Burgalés

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

La misión es un don gratuito del Espíritu, una tarea de todos los bautizados. Ayer, abrazados a esta tarea de entregar sin reservas la vida, celebramos el Día del Misionero Burgalés. Con el lema «Echad vuestras redes para pescar» (Lc 5, 4), nuestro Seminario de San José vivió una gran fiesta, un día de convivencia marcado por el ejemplo de tantos misioneros burgaleses que han sido y son reflejo de Jesús de Nazaret. Ellos abren la senda y dejan pasar la luz del Resucitado: para mostrarnos el camino y para que seamos todos pescadores, dejándonos atrapar por el testimonio de estos hermanos nuestros que se lanzaron mar adentro para inundar de belleza esta tierra.

Su mirada es, y siempre será, refugio, pasión, humildad y entrega. Ellos nos recuerdan que «no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Y esta invitación nos impulsa a recorrer las Galileas del mundo proclamando la Buena Nueva de Dios (Mc 1, 14-15), a hacernos cargo del prójimo, a dejar de lado las excusas y a difundir, con la paz que solo Dios da, el fuego del Espíritu.

Inmersos en esta espiral de generosidad, la Facultad de Teología de Burgos acoge, del 4 al 7 de julio, la Semana de Misionología. El lema –Corazón abierto al mundo entero–, desea borrar las barreras, superar los muros y regar de misericordia los márgenes del mundo. Alcanzamos la 74 edición; y, tras estos años difíciles de pandemia, volver a celebrar estas jornadas entraña un motivo muy especial para dar gracias, para renovar nuestro corazón de discípulos y para continuar, en palabras de san Francisco de Asís, «curando heridas, uniendo lo que se viene abajo y llevando a casa a los que pierden su camino».

«Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos», recalcaba el Papa san Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio. Y estos días de convivencia en torno a Aquel que nos amó primero (1 Jn 4, 19) agrandan el fervor misionero del servicio, el milagro de la generosidad, el don gratuito del «sí». Una vocación con una clara preferencia hacia los pequeños, los sufrientes, los pobres. Solo así puede vivirse cada página y cada escena del Evangelio; pues, desde otro horizonte que no ponga en primera fila a los preferidos del Padre, estaríamos anunciándonos a nosotros mismos.

Dios nos quiere con un corazón abierto al mundo entero, que camina como pueblo que ama en comunión, que edifica en comunidad, que construye con la mirada puesta en la vida eterna.

El Papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, afirma que «hemos sido hechos para la plenitud que solo se alcanza en el amor» (n. 68). ¿Y cómo podremos alcanzar la plenitud si no vivimos con un corazón abierto al hermano, entregado al necesitado y dispuesto al herido?

«Somos embajadores de Dios en este mundo» (2 Cor 5, 20). Eso nos enseñan los misioneros, haciéndose cargo de los sufrimientos de los demás en tierras muchas veces probadas por el sufrimiento o la pobreza. De sus manos generosas brota la esperanza de una nueva humanidad en Cristo. E igual que el Verbo «se hizo carne» (Jn 1, 14), se encarna hoy en la piel de estos misioneros, para que sean Sus manos y Sus pies, en la donación del altar y en el pan nuestro de cada día.

Encomendamos los frutos de la misión y a cada uno de los misioneros y misioneras de nuestra archidiócesis a la Virgen María: la primera misionera, la primera en cuidar los pies del mensajero, la que llevó la Buena Noticia en sus entrañas. Hoy y siempre, ponemos nuestra esperanza en María y, siguiendo su estela de Madre y misionera, queremos afianzar el compromiso de llevar a Jesucristo a los demás, anunciando con humildad, pero con pasión y verdad: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Encuentro Mundial de las Familias: un abrazo de esperanza y plenitud

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Estos días se ha venido celebrando en Roma el Encuentro Mundial de las Familias, que concluye hoy. Un encuentro marcado, de principio a fin, por el amor. Desde las catequesis que han ido entretejiendo el corazón del evento, pasando por las distintas conferencias y las mesas redondas, hasta el abrazo final con lo más importante: la Eucaristía.

Hablar de familia es abrir la puerta al esfuerzo, a la lealtad, a la escucha, a la confianza y al cuidado. Es un mosaico admirable que, aunque a veces no sea perfecto del todo, encuentra su esperanza si responde al plan de Dios en la Sagrada Familia de Nazaret.

El lema El amor familiar: vocación y camino de santidad ha estado presente, en todo momento, como una «oportunidad de la Providencia», tal y como señala el Papa Francisco, «para realizar un evento mundial capaz de involucrar a todas las familias que quieran sentirse parte de la comunidad eclesial».

Y así ha sido. El evento de Roma ha supuesto abrazar el mundo de la Pastoral Familiar que tanto embellece a la Iglesia. El Festival de las Familias, con los diversos testimonios, el Congreso Pastoral, con las celebraciones y las adoraciones eucarísticas, conferencias y paneles para poner en diálogo experiencias de todo el mundo, la Santa Misa… Todo, desde la mirada de familias enteras, parroquias, comunidades, delegaciones, movimientos y asociaciones, todo hablaba de Dios.

Un acontecimiento mundial desplegado, a su vez, por todas las diócesis del mundo. Un momento de encuentro, pero también de escucha y discusión entre los agentes de pastoral familiar y matrimonial. En este sentido, me vienen al corazón las palabras del cardenal Kevin Farrell, Prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, cuando señaló que las familias son «el terreno que irrigar» y, al mismo tiempo, «la semilla que sembrar en el mundo para hacerlo fecundo con testimonios reales y creíbles de la belleza del amor familiar».

La familia es, siempre, un signo de alegría, de fe, de plenitud. Es esa mano generosa que, gracias a su inherente vocación al amor, inunda de esperanza a una tierra necesitada de cuidados. La familia unida lo vence todo, lo alcanza todo, lo supera todo. Y solamente escuchándonos unos a otros, como ha reiterado el Santo Padre una y otra vez, escucharemos al Espíritu que habla a la Iglesia.

«La familia es la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos» (Evangelii gaudium, n. 66). Tras esta afirmación del Papa, solo nos queda pensar que, para vivir el amor verdadero, debemos preguntarnos acerca del origen de este amor. Un amor que nos precede, pues «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (Jn 4, 16). El amor de Dios se hace realidad en la vida humana y, desde ahí, hemos de amar como Él nos ama, siendo conscientes de que Dios se sirve del amor esponsal para revelar Su amor.

El Papa emérito Benedicto XVI, en un discurso pronunciado en la vigilia de Hyde Park en noviembre de 2010, manifestó que Cristo necesita familias «para recordar al mundo la dignidad del amor humano y la belleza de la vida familiar». Estos días, yo he sido testigo de esta belleza, experimentando la alegría del Evangelio, afianzando la promesa de volver a anunciar con audacia la hermosura de la vocación matrimonial: un camino de santidad y una llamada al amor que todos tenemos en nuestro corazón.

Un encuentro donde ha estado muy presente la bienaventurada Virgen María, la Madre de Dios, el modelo de vida familiar. Nos encomendamos a Ella, y le pedimos que continúe cuidando de la Iglesia, para que siga siendo familia de familias que acoge, que acompaña y que vive con la pedagogía de un Dios que es verdad, cercanía, consuelo, cuidado y misericordia.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Corpus Christi, Día de la Caridad y de Caritas

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

La festividad del Corpus Christi, presencia renovada y renacida en el Día de la Caridad, nos adentra en el corazón de las personas que más sufren, en sus tristezas y necesidades, en sus miedos y penurias, en sus llantos y abandonos.

Poner nuestra alma como ofrenda derramada en la carne sufriente de los más necesitados encuentra fundamento en la Eucaristía. Solamente desde ahí es posible entender el sacrificio de amor que da sentido a toda nuestra existencia. En los pobres se esconde el rostro de Cristo. Ellos tienen mucho que enseñarnos, pues «además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente» (Evangeli gaudium, 198).

El Señor, consciente de nuestra fragilidad, nos dejó un memorial: el del Amor. «Nos dio un Alimento, pues es difícil olvidar un sabor; nos dejó un Pan en el que está Él, vivo y verdadero, con todo el sabor de su amor», recordaba el Papa Francisco en un día como este, mientras invitaba a escuchar el paso de Dios que, cada día, lo hace todo nuevo. Es la promesa del Señor en Cafarnaún, en su discurso sobre el Pan de Vida: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,51-58).

La Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre «que cura nuestra orfandad», insistía el Santo Padre. Asimismo, nos da el amor de Jesús «que transformó una tumba de punto de llegada en punto de partida», y nos comunica el amor del Espíritu Santo «que consuela y cura las heridas».

El mandato «Haced esto en memoria mía» (1 Co 11, 24) no es una petición cualquiera de parte del Señor; es la fuente de agua viva que inunda nuestra humanidad cansada hasta empaparnos y llevarnos a los márgenes de la historia: donde solo basta darse para, así, poder sanarse.

Dios se hace carne en quienes se dan y en quienes reciben. Porque somos lo que damos, y no debemos ser otra cosa más que amor. Y pongo la mirada, de manera especial, en tantos hermanos y hermanas que, por medio de nuestras Cáritas, forjan el corazón vivo de la Iglesia. Me detengo en vosotros, ante vuestra entrega, que es tierra sagrada para mí.

Vosotros, trabajadores y voluntarios de un Reino moldeado por los preferidos del Padre, rostros con nombre propio, ecos y reflejos del amor de Cristo, sois esa mano compasiva que se dona en la intemperie de una pobreza que, gracias a vuestra generosidad, duele un poco menos. Una labor que tiene su fundamento en el amor incondicional, y que se concreta en una forma de ser y de estar junto a los pobres y caminar con ellos que solo puede nacer de un alma concebida a la medida de Dios.

Ciertamente, hay un lazo inseparable entre la Eucaristía, los pobres y el Evangelio. Y lo hacéis verdad a través de vuestras miradas, donde advertimos que es posible lograr una vida mejor cuando entre todos lo hacemos posible: «Cuando cambiamos la mirada sobre estas personas, las escuchamos y acogemos como lo que son, personas; cuando su dolor deja de sernos indiferente y nos importa; cuando entramos en contacto con la realidad cotidiana que viven y ya no podemos mirar hacia otro lado». Es el canto que Cáritas Diocesana de Burgos desea entonar, comprometiéndose con la justicia y el bien común, poniendo en valor «el amor por los demás como propuesta de vida».

Jesús, en las Bienaventuranzas, nos demanda un posicionamiento al lado de los pobres y contra la pobreza. Un amor eucarístico que es capaz de sostenerse en el tiempo y de permanecer desde una experiencia de encuentro personal y comunitario con Jesús y su Evangelio. No podemos olvidar en la celebración del Corpus Christi, Día de la Caridad, que, en el centro de ese encuentro, la Muerte y la Resurrección de Jesús están frente a nosotros. Y en ese milagro de amor tan infinito, en ese sacrificio vivo y santo nos encontramos –de la mano de la Virgen María– con los preferidos del Padre: cada vez que comemos su Cuerpo y bebemos su Sangre.

Con gran afecto,  os deseo un feliz día del Corpus Christi, día de la Caridad.

La vida contemplativa: el corazón orante de la Iglesia

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Decía san Benito de Nursia que «el corazón de Jesús es nuestro modelo, nuestro guía, nuestro todo» (c. 348). Y en ese corazón que ama sin medida descansamos hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, cuando celebramos la Jornada Pro Orantibus.

Con el lema La vida contemplativa: lámparas en el camino sinodal, los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada ponen su mirada en tantos rostros que lo han dejado todo para contemplar al Señor: aquellos que «se convierten en testigos de la Luz y pueden ofrecer al Pueblo de Dios su “misteriosa fecundidad”». Desde la escucha, la conversión y la comunión, pilares básicos de la vida contemplativa, «empujan a toda la Iglesia a ensanchar el espacio de su tienda y a salir en peregrinación».

No hay un solo lugar en el mundo que se encuentre solo, huérfano o abandonado, si mora un alma contemplativa. Estos centinelas del Amor, antorchas en la noche más desierta, adornan –desde la oración y en el silencio de lo escondido– cualquier corazón en ruinas.

Cuánta belleza esconde el vivir en el silencio sonoro de Dios, mirar cada instante con los ojos de Jesús, desprenderse de uno mismo para nacer en el corazón sufriente de un hermano o hacer de la entrega silenciosa una oblación personal al servicio del Amado. La vida contemplativa es un don, una ofrenda admirable para quienes anhelamos pasar toda una vida y una eternidad en Cristo, «esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1, 3).

«¿Qué sería de la Iglesia sin la vida contemplativa?, ¿qué sería de los miembros más débiles de la Iglesia que encuentran en vosotros un apoyo para continuar el camino?, ¿qué sería de la Iglesia y del mundo sin los faros que señalan el puerto a quien está perdido en alta mar, sin las antorchas que iluminan la noche oscura que atravesamos, sin los centinelas que anuncian el nuevo día cuando todavía es de noche?», preguntó el Papa Francisco, durante la Jornada Pro Orantibus, celebrada en 2018. Cuestiones que ahora, cuando volvemos a recrear los frutos incansables de esta fascinante misión por el Reino, inundan el corazón.

Queridas comunidades de vida contemplativa: ¡cuánta falta nos hacéis y qué sería de nosotros sin vosotros! Sois el corazón orante de la Iglesia, candelas que –como el ciego del Evangelio (Lc 18, 35)– devolvéis la vista a los que no pueden ver, razón de una esperanza (1 Pe 3, 15) que solo puede comprenderse con los ojos del alma.

Hoy, la Iglesia os pone al frente de una manera especial y os llama a ser lámparas en el camino para que vuestros carismas mejores alumbren la oscuridad de nuestros miedos, unan aquello que nos separa y alivien nuestras miserias.

Hoy, acallamos tanto ruido y nos dejamos caer en vuestro silencio sonoro, consagrado a la contemplación del Amor divino, allí donde oráis sin desfallecer, donde Dios habita en vuestras moradas, donde nos enseñáis a ser «custodios para todos del pulmón de la oración» (Evangelii gaudium, n. 262). El tiempo presente «lo recorre la Iglesia entera en unidad de espíritu y de misión», destacan los obispos en su carta para esta Jornada. Las monjas y monjes de nuestros monasterios «buscan la luz de Dios y la derraman sobre el rostro de la Iglesia».

Que la Virgen María, modelo de contemplación en la escucha, el silencio, la entrega y la comunión, nos ayude –iluminados por vuestro perseverante y fiel testimonio– a buscar continuamente el rostro de Dios. Gracias por escuchar la voz del Espíritu para ser custodios de Aquel que, cuando llega la noche oscura, nos ilumina y habita, nos abraza y sostiene.

Con gran afecto, os deseo un feliz domingo de la Santísima Trinidad.

Parroquia Sagrada Familia