El corazón carmelita de Burgos

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Si en medio de las adversidades persevera el corazón con serenidad, con gozo y con paz, esto es amor», decía santa Teresa de Jesús, reformadora de la Orden de Carmelitas Descalzas y doctora de la Iglesia universal. Hoy, en la festividad de Nuestra Señora del Carmen, recordamos la vida, el compromiso y la perseverante misión de la orden carmelita en nuestra ciudad de Burgos.

Volvemos la mirada a aquel 26 de enero de 1582, cuando Teresa de Jesús llegaba a Burgos después de un viaje agotador, colmado de adversidades de todo tipo. Los padres de la compañía de Jesús le advirtieron de que Burgos era una ciudad complicada para fundar, pero ella confiaba en el Señor por encima de todo y sabía que nada es imposible para quien cree. Por ello, el 2 de enero de 1582 se despide de Ávila, consciente de que no volverá ya a su tierra. El frío, las dificultades y la enfermedad que padecía le hicieron el camino infinitamente penoso. Pero ella no cejó en su empeño por llegar a nuestra ciudad. Recorrió los conventos de Medina del Campo, de Valladolid y de Palencia. Por encima de todo y de todos.

Su sacrificio encontró su recompensa cuando puso sus pies por vez primera en la ciudad en la que deseaba fundar con todas sus fuerzas y, tras saludar al Cristo de Burgos, se instaló donde su corazón más anhelaba. Después de muchos avatares, en 1582 la mística y escritora española erigió la fundación del convento carmelita de San José y Santa Ana, un cenobio de monjas descalzas situado en lo que hoy conocemos como Plaza de Santa Teresa, al final del Paseo Sierra de Atapuerca.

Moriría días después, en Alba de Tormes, mientras regresaba de Burgos a Ávila. Pero lo hacía en paz, pues ya había conseguido lo que tanto deseaba: «Darse del todo al Todo, sin hacernos partes». Así nació la última fundación de Teresa de Ávila, comprobando en sí misma que, a veces, «la vida es una mala noche en una mala posada», tal y como afirmó con el testimonio perseverante de su vida.

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Campamento Europa: un viaje al corazón de Dios

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hay horizontes de vida en abundancia donde solo cabe quedarse, abandonar la rutina y escuchar con atención… «Jóvenes, ¡no perdáis nunca la valentía de soñar y de vivir en grande! Os necesitamos, necesitamos vuestra creatividad, vuestros sueños y vuestra valentía, vuestra simpatía y vuestras sonrisas, vuestra alegría contagiosa y también esa audacia que sabéis llevar a cada situación, y que ayuda a salir del sopor de la rutina y de los esquemas repetitivos en los que a veces encasillamos la vida».

Detrás de estas palabras que el Papa Francisco dirigió en Roma a jóvenes pertenecientes a la Escuela del Sagrado Corazón de las Hermanas Misioneras Combonianas, nace la hoja de ruta de cualquier joven que esté dispuesto a poner por entero su corazón en la alegría del Evangelio.

Y retomo este encargo del Papa para recordar el Campamento Europa que celebramos esta semana en nuestra archidiócesis, a través de la delegación de Pastoral para las Vocaciones. Este encuentro, que girará en torno al Sagrado Corazón de Jesús y al Santo Cura de Ars, aunará a jóvenes que se plantean la vocación sacerdotal.

Visitaremos Ars, un pequeño pueblo del sudeste de Francia donde san Juan María Vianney, el patrono de los párrocos, dedicó toda su vida al cuidado de los fieles y donde, entre tantas obras buenas, fundó el Instituto Providencia para acoger a los huérfanos y visitar a los enfermos y a las familias más pobres. También recorreremos Paray-Lemonial, un pueblo francés asentado en Borgoña, que es origen de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús por las apariciones de Jesús a la religiosa santa Margarita María de Alacoque en el convento de la Visitación. En aquel lugar santo, Jesús reveló in aeternum el infinito amor de su Corazón.

Recuerdo, con cariño y una enorme gratitud, las palabras que Cristo le dirigió a esta admirable santa en 27 de diciembre de 1673 y que me acompañaron durante mis primeros años de Seminario: «Mi Corazón divino está tan apasionado de amor por los hombres, y por ti en particular, que, al no poder contener en sí las llamas de su ardiente caridad, desea transmitirlas con todos los medios».

El campamento es solo el puente, mientras que el destino es el corazón de Dios. ¿Acaso no es razón suprema su infinito y único amor por cada uno de nosotros para derramarlo, sin reservas, por todos los lugares donde se necesite su presencia, haciéndonos nosotros mismos prójimos de todos (cf. Lc 10, 29-37)?

El mundo anhela una presencia joven y amable que supere la indiferencia, que salga de sí misma y se empape hasta el fondo de los dolores y sufrimientos del hermano, que rompa la barrera del individualismo, que acompañe la soledad no deseada y que se haga cargo de cualquier necesidad que le haga sufrir a quien tiene al lado. Una presencia amiga que sea, por encima de todo, cuidadosa y enteramente servicial, como hace el Señor con cada uno de nosotros.

Estos días en comunidad dan sentido a nuestra vida como cristianos y apóstoles de Jesús, quien salía a los caminos para encontrarse con las personas, para mirarlas a los ojos, para escucharlas, para quedarse a su lado, para sentir sus angustias, para tocar sus heridas y para hacerse cargo. Solo así, si vivimos para imitar cada uno de sus gestos y acciones, tendrá sentido el hecho de que queramos ser sacerdotes suyos. Así nos lo recuerda san Juan: «¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? Este es el mandamiento que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe también amar a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).

Dicen que cada mañana una enorme muchedumbre de todas partes de Francia se confesaba con el Santo Cura de Ars. Tanto era así que Ars fue rebautizado como «el gran hospital de las almas». ¿Y sabéis hasta dónde llegaba la bondad de este sacerdote santo? Dicen que él mismo hacía vigilias y ayunos dilatados durante días para ayudar a expiar los pecados de los fieles… «Te diré cuál es mi receta», reveló a un feligrés: «Doy a los fieles que se confiesan solo una pequeña penitencia y el resto de la penitencia la suplo yo en su lugar».

Ponemos esta peregrinación en manos de la Virgen María y le pedimos por cada uno de los jóvenes que participan en este encuentro, para que la semilla del Verbo cale en sus almas y encuentren el camino que Dios les tiene preparado desde la eternidad. A vosotros os ruego encarecidamente que recéis por ellos.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Mujer y misión en el corazón de la Iglesia

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«Hemos sido hechos para la plenitud que solo se alcanza en el amor» (Fratelli tutti, 68). Un amor que se hace vida estos días, aun con más fuerza, cuando comenzamos la Semana Española de Misionología (SEM), que este año celebra su 75º edición.

Qué importante es ponerse en estado de misión, llevar a todos los rincones el corazón de Cristo y despertar la conciencia misionera por medio del servicio, la entrega y la gratitud para volver a ser conscientes de que el Señor nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 19).

La Facultad de Teología de Burgos vuelve a ser la sede de este encuentro que organizan, del 3 al 6 de julio y de manera conjunta, la propia Facultad, la Comisión Episcopal para las Misiones y la Cooperación con las Iglesias, Obras Misionales Pontificias (OMP) y la delegación de Misiones de Burgos.

El tema de este año desea poner sobre la mesa del altar un mensaje muy especial: Mujer y misión. Queremos, con todas nuestras fuerzas, agradecer la labor de tantas mujeres misioneras que, como Iglesia peregrina, ponen de su parte todo lo que pueden para paliar la pobreza con el Evangelio de su propia vida entre las manos.

Ellas, primeras testigos de la Resurrección, son la cara materna de la Iglesia: en la migración, en la acogida, en la sanidad, en la cultura, en la enseñanza, en el compromiso… Ellas, desde una caridad sin medida y un servicio impagable, son los rostros vivos que rememoran a las mujeres fuertes de la Biblia. Mujeres como María, Sara, Rut, Ester, Judit, Débora, Rebeca, Raquel… Miradas apasionadas y decididas que han marcado una historia bíblica y cristiana y han dejado un poso imborrable en la Historia de la Salvación. Por eso, seguir sus huellas e imitar su ejemplo supone edificar un mundo más compasivo, más evangelizador y más humano.

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El precioso tesoro de la vocación sacerdotal

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Decía el santo Cura de Ars que «un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el más grande tesoro que el buen Dios pueda conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina».

Hoy, con la ordenación de dos nuevos sacerdotes en nuestra archidiócesis de Burgos, recapitulo cada detalle de mi vocación y hago mías estas palabras del patrón del clero, san Juan María Vianney, quien –debido a la persecución religiosa de aquella época– recibiera el sacramento de la Reconciliación en su casa y la Primera Comunión en un granero, de manos de un sacerdote perseguido por los revolucionarios franceses de su tiempo.

Verdaderamente, es admirable perpetuar –con nuestras propias manos– la obra redentora de Jesús sobre la tierra: seguir sus huellas, imitar su ejemplo, andar su camino. No hay amor más grande, ni sacrificio mayor, de cara a un Pueblo de Dios tan necesitado de un padre que dé sentido a su vivir.

Y no es fácil, en estos momentos en que vivimos, llevar sobre las espaldas el peso del día y del calor (cf. Mt 20, 12), acompañar el cansancio de quienes más sufren, cargar con su propio dolor, abrazar su enfermedad hasta hacerla propia, cueste lo que cueste; porque nada le es indiferente a quien decide entregar la vida, hasta la última gota, por amor.

Tras nuestro sacerdotal «sí», nace la promesa eterna de Dios: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 16-20). Está presente, con nosotros y sobre todo, en la Eucaristía y, desde ahí, en la Iglesia, en cada página de los Evangelios y en nuestro prójimo. Y porque eterna es su misericordia (cf. Sal 135), «sería injusto no reconocer a tantos sacerdotes que, de manera constante y honesta, entregan todo lo que son y tienen por el bien de los demás (cf. 2 Co 12, 15)», como escribía el Papa Francisco a los sacerdotes en el 160 aniversario de la muerte del Cura de Ars. Ellos llevan adelante «una paternidad espiritual» capaz de llorar con los que lloran: «Son innumerables los sacerdotes que hacen de su vida una obra de misericordia en regiones o situaciones tantas veces inhóspitas, alejadas o abandonadas, incluso a riesgo de la propia vida».

Ser sacerdote supone cuidar, con misericordia, cada corazón perdido del rebaño, y ser siempre sensible al sacramento del perdón. En todo y para todos. Sin distinción; solo con ternura. Porque o somos samaritanos y salimos, a tiempo y a destiempo (cf. 2 Tm 4, 2), a las periferias del mundo o no seremos reflejo de Quien nos hizo eterna y enteramente suyos. Esa es nuestra misión: ser de Él más que de nosotros mismos, ser su reflejo y hacer posible lo imposible, hasta que su amor rompa los esquemas del mundo.

Hoy, el ver a Cristian y a Aarón revestidos de sacerdotes de Jesucristo nos anima a ser –aún más– del Señor y a renovar las palabras que Él pronuncia el día de la ordenación: «Ya no os llamo siervos, yo os llamo amigos» (Jn 15, 15).

La identidad del sacerdote solo puede ser la de Cristo, quien subió a la Cruz con los brazos abiertos con gesto de Sacerdote Eterno. Y Él no se cansa de buscar posada, como un mendigo, en el corazón de aquellos que barruntan ser siervos de su infinito amor en el precioso Sacrificio del altar.

Le pedimos a María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, por aquellos que están llamados a cultivar esta preciosa vocación de ser pastores de almas; para que sepan reflejar, in aeternum, el rostro misericordioso y compasivo del Pastor Bueno.

Recemos por cada uno de ellos y pongamos sus nombres cada día en el altar de la Eucaristía, hasta que entendamos lo que dejó escrito –con su asombroso testimonio– el santo Cura de Ars: «Si comprendiéramos bien lo que es un sacerdote en la tierra, moriríamos: no de miedo, sino de amor».

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

La educación es el camino. La meta es el amor

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Con el curso escolar a punto de concluir, deseo agradecer la labor de tantos maestros que, poniendo la educación en el centro de sus vidas, se preocupan por el bien de quienes tienen, en sus manos, el presente y el futuro de nuestra sociedad; en particular, los niños, adolescentes y jóvenes. Los profesores son el punto de referencia para la acción personal de sus alumnos, educando en diálogo, en respeto y en conocimiento. «Todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo», escribía el Papa Benedicto XVI en su mensaje dirigido en 2008 a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, «y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico».

La educación es el camino, mientras que la meta es, siempre, el amor. Un amor que se forja en la fraternidad, que rompe con el individualismo, que abraza las diferencias, que amplía el horizonte pedagógico; una formación que no transgreda lo más sagrado y que se abra a la trascendencia de un Dios que lo inunda todo con su sola presencia.

Por ello, es también esencial la tarea de los colegios e institutos, que deben colmar de valores y principios educativos, morales, humanos y espirituales la mirada, la mente y el corazón de los alumnos, buscando la identidad de una escuela que verdaderamente los acompañe en su día a día. Ante esta circunstancia, «la cultura del cuidado se convierte en la brújula a nivel local e internacional para formar personas dedicadas a la escucha paciente, al diálogo constructivo y al entendimiento mutuo», confesaba el Papa Francisco en su mensaje para el lanzamiento del Pacto Educativo en septiembre de 2019. Así, letra a letra, mano a mano, se forja el tejido a favor de una humanidad capaz de hablar el lenguaje de la fraternidad.

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Parroquia Sagrada Familia