El sepulcro está vacío
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, con inmensa alegría, abrazamos la verdad culminante de nuestra fe, la resurrección del Señor: «No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron» (Mc 16, 6).
Hoy, la verdad revelada por Dios vuelve a levantarnos y llena nuestra vida de esperanza. El Padre, como al hijo pródigo, nos recibe en su casa, nos prepara un admirable banquete y nos da una túnica nueva.
Hoy nos convertimos en testigos de la Resurrección de Cristo (cf. Hech 1, 22), porque el Resucitado vuelve a sanar, una vez más, las llagas de toda la humanidad.
«¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!», reza la secuencia de Pascua que anuncia la victoria de Cristo sobre la muerte. La tumba vacía anuncia la esperanza más fiel, aunque –como a las mujeres santas y a los apóstoles Pedro y a Juan– necesitemos ir hasta el sepulcro al alba para ver: «Hasta entonces no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20, 9). Ciertamente, aunque las piedras que cubran nuestros sepulcros sean inmensamente grandes, el amor de Dios todo lo puede vencer, porque «si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe» (1 Cor 15,14).
La muerte no tiene la última palabra, porque la vida se abre paso con amor, porque la alegría ha vencido a la tristeza. «En Pascua, en la mañana del primer día de la semana, Dios vuelve a decir: “Que exista la luz”. Antes había venido la noche del Monte de los Olivos, el eclipse de la pasión y muerte de Jesús, la noche del sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día, comienza la creación totalmente nueva», recordaba el Papa Benedicto XVI, en una homilía pronunciada durante la Vigilia Pascual de 2012.
Jesús resucita del sepulcro: «La vida es más fuerte que la muerte. El bien es más fuerte que el mal. El amor es más fuerte que el odio. La verdad es más fuerte que la mentira. La oscuridad de los días pasados se disipa cuando Jesús resurge de la tumba y se hace Él mismo luz pura de Dios», revelaba el Santo Padre, para descubrir –al hilo de estas palabras– que con la Resurrección de Jesús la luz vuelve a ser creada: «Él nos lleva a todos tras Él a la vida nueva de la Resurrección, y vence toda forma de oscuridad. Él es el nuevo día de Dios, que vale para todos nosotros».
Ahora, en Galilea, el Resucitado nos precede y nos acompaña por los senderos del mundo. Y si ayer, con las mujeres «contemplábamos “al que traspasaron”», decía el Papa Francisco en su homilía del 31 de marzo de 2018, hoy con ellas «somos invitados a contemplar la tumba vacía y a escuchar las palabras del ángel: “No tengáis miedo… ha resucitado”». Palabras que desean palpar nuestras certezas más hondas, «nuestras formas de juzgar y enfrentar los acontecimientos que vivimos a diario; especialmente nuestra manera de relacionarnos con los demás». Por tanto, si Él resucitó «del lugar del que nadie esperaba nada» y «nos espera –al igual que a las mujeres, como reseñaba el Papa– para hacernos tomar parte de su obra salvadora», ¿cómo no vamos a estar alegres ante un anuncio tan grande?
San León Magno desvelaba que Jesús «se apresuró a resucitar cuanto antes porque tenía prisa en consolar a su Madre y a los discípulos» (Sermón 71, 2). Resucitó al tercer día, «pero lo antes que pudo», afirma, anticipando el amanecer con su propia luz para consolar tanto dolor por su ausencia, para curarnos con sus propias heridas, que son las pruebas de un amor victorioso y profundamente fiel.
Ahora, en forma de mandamiento y como dijo a los apóstoles, nos deja una tarea primordial: «Que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Si vivimos así, a pesar de las contrariedades de la vida, dando la vida por los hermanos (cf. 1 Jn 3, 16), seremos discípulos de una esperanza que nada ni nadie nos podrá arrebatar, porque nace de la Resurrección de nuestro Señor.
Hoy, de manera especial, nos acogemos a la protección de la Virgen María, la Madre de Cristo Resucitado, y permanecemos a su lado, como hijos, aferrados a su precioso corazón. Y también al de María Magdalena, quien escuchó cómo el Maestro le llamaba por su nombre para darle una vida nueva. Que, como ella, nos dejemos impregnar por el amor del Señor y corramos, hasta los confines del mundo, proclamando con inmensa alegría: «¡Hemos visto al Señor. Ha resucitado!»
Con gran afecto, os deseo una feliz y santa Pascua de Resurrección.