Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Esta semana celebramos la festividad de san José: el humilde carpintero que asumió –con amor, fidelidad y entrega absoluta– el tesoro más grande que se le depositó en sus manos, el hijo de Dios.
«Con corazón de padre: así José amó a Jesús, llamado en los cuatro Evangelios “el hijo de José”». Con estas palabras, el Santo Padre comienza la carta apostólica Patris corde, en la que el Pontífice recuerda el 150 aniversario de la declaración de san José como patrono de la Iglesia Universal, para reivindicar así el valor de su figura y celebrar un año dedicado especialmente a él.
La vida de san José es un evangelio vivo, escrito –a corazón abierto– con la tinta de la fidelidad. La belleza de su vida y la bondad de sus manos hicieron de él la persona de confianza de Dios para cuidar de Jesús y de María. Por eso, adherido a esa fidelidad que redime el tiempo (Ef 5,16), desde un amor fraguado en el cuidado, se dio todo, del todo y para siempre.
San José se abandonó sin reservas en las manos del Padre, poniendo a los pies de la Divina Providencia el andar humano del Hijo de Dios. Y es que tener fe en Dios, como señala el Papa Francisco en esta carta apostólica titulada Con corazón de padre, incluye creer que «Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades y de nuestra debilidad». Al mismo tiempo, «nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca».
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Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Se cumple un año de esta pandemia que alteró profundamente nuestros esquemas y deshizo nuestros planes. A nivel sanitario, social y económico, las consecuencias del coronavirus son, del todo, adversas. Ante un escenario así, tantos se preguntan: ¿es posible la esperanza? Y la respuesta es afirmativa porque hay espacio para la generosidad, la entrega y el servicio a pesar del fragor del oleaje.
Mañana, la festividad de san Juan de Dios nos recuerda que la última palabra no la tiene la desesperanza, la desconfianza, ni el temor. La última palabra la tiene el amor. Quienes le conocieron, relatan que este santo falleció con solo 55 años, consumido por entregarse hasta el último aliento y extenuado a causa de sus penitencias extremas. Se fue lentamente, tras enfermar a causa de una fuerte pulmonía que contrajo días después de rescatar a un chico de la calle que se estaba ahogando. Una vida dedicada a los enfermos y a los más pobres de entre los pobres.
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Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Cuando se sirve por amor, en libertad y desde una entrega desprendida, el corazón toma la forma del de Cristo, que «no vino a ser servido, sino a servir y a dar la vida por todos» (Mt 20, 28).
A principios de año, el Papa Francisco estableció con el motu proprio Spiritus Domini, que los ministerios del lector y del acólito, que hasta ahora se conferían únicamente a los candidatos al ministerio ordenado, estén abiertos a todos los laicos precisamente en su condición de laicos y, por tanto, también a las mujeres, de forma estable e institucionalizada con un mandato especial.
Es cierto que, en muchas comunidades del mundo, no es ninguna novedad ver a mujeres leyendo la Palabra de Dios o sirviendo en el altar, colaborando en la distribución de la Eucaristía o llevándola a los enfermos. Sin embargo, no ha sido hasta ahora, a raíz del discernimiento que brotó de los últimos Sínodos de Obispos, que el Santo Padre ha hecho oficial e institucional esta presencia laical y también femenina en el servicio de la Palabra y la Eucaristía.
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Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén…» (Mt 20,18). Estas palabras que el Señor les dice a los doce apóstoles nos abren el camino de este tiempo de Cuaresma que hemos comenzado con el Miércoles de Ceniza. Es un camino de cuarenta días a imagen del pueblo judío, cuarenta años camino de la liberación definitiva. Y también un camino bautismal que nos hace criaturas nuevas.
Pasión, muerte y resurrección. Un camino que hemos de recorrer junto a Aquel que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). Un tiempo de conversión para renovar la fe, avivar la esperanza y ensanchar la caridad. Así nos lo recuerda la imposición de la ceniza: nuestra propia fragilidad que necesita del Espíritu de Dios que es fuerza, vida y amor.
El Papa Francisco, en su mensaje cuaresmal para este año, nos anima a dejarnos seducir por la grandeza de ese Dios «que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello». En este sentido, nos alienta a que «recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo».
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