Tu gracia vale más que la vida
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
Se cumple un año de esta pandemia que alteró profundamente nuestros esquemas y deshizo nuestros planes. A nivel sanitario, social y económico, las consecuencias del coronavirus son, del todo, adversas. Ante un escenario así, tantos se preguntan: ¿es posible la esperanza? Y la respuesta es afirmativa porque hay espacio para la generosidad, la entrega y el servicio a pesar del fragor del oleaje.
Mañana, la festividad de san Juan de Dios nos recuerda que la última palabra no la tiene la desesperanza, la desconfianza, ni el temor. La última palabra la tiene el amor. Quienes le conocieron, relatan que este santo falleció con solo 55 años, consumido por entregarse hasta el último aliento y extenuado a causa de sus penitencias extremas. Se fue lentamente, tras enfermar a causa de una fuerte pulmonía que contrajo días después de rescatar a un chico de la calle que se estaba ahogando. Una vida dedicada a los enfermos y a los más pobres de entre los pobres.
Hoy, con la vacuna de la covid-19 tocando las puertas de algunos hogares, y entrando de lleno en otros muchos, me acuerdo de manera especial de apóstoles de la caridad, hombres y mujeres como san Damián de Molokai, santa Teresa de Calcuta, san Luis Gonzaga, san Vicente Paúl… Estos, pusieron la vida de los demás por delante de la suya, sin importarles ser los primeros en cuidar a los moribundos y los últimos en la fila del pan de los pobres aun a riesgo de sus vidas.
Ciertamente, no puedo dejar de nombrar al Padre Damián; quien, con 33 años, se ofrece voluntario para vivir en una colonia de leprosos, que estaban confinados en una pequeña península de la isla de Molokai. Allí, donde los enfermos morían a diario y eran sustituidos por otros con la misma enfermedad, el sacerdote se agota por aliviar el dolor de aquellos hermanos, para que al menos pudieran morir con esperanza. En una de sus cartas, llegó a escribir que no sabía dónde administrarles la Unción de los enfermos, pues «los pies y las manos eran una pura llaga».
Tras once años con aquellos a quienes –como él mismo decía– «les olía hasta el alma», se contagia de lepra. Y así pasa cuatro años más, declarándose «el misionero más feliz del mundo». Porque hay más alegría en dar que en recibir (cfr. Hech 20, 35). Y hasta que muere, con 49 años, continuó celebrando la Eucaristía con la única parte de todo su cuerpo que, al contrario de lo que siempre ocurre en estos enfermos, no le había afectado aquella terrible enfermedad, las manos para consagrar el pan vivo, el que da la verdadera vida: la del amor y la fortaleza en esta vida y la eternidad tras la muerte. Y así distribuir la vida y sembrar la esperanza en aquél lugar de muerte.
Este santo, como otros en incontable número, nos enseña a hacernos últimos con los últimos y a servirlos con amor. En el fondo, se trata de cogerse de la mano del Señor para no tener mayor amor que el de dar la vida por el amigo (cfr. Jn 15, 13). Y ojalá nosotros, en estos momentos de inquietud en que están entrando nuevos rayos de luz con las vacunas para hacer frente al coronavirus, no tengamos miedo de esperar pacientemente o de ponernos los últimos en la fila para que la reciban antes aquellos que lo necesitan más que nosotros. Os confieso que no tengo ningún temor en hacerlo. Porque, al final, como bien reza el salmo (Sal 63, 4), «tu gracia vale más que la vida», es decir, acoger, experimentar y vivir en tu amor y entregarlo a los demás constituye una vida infinitamente mayor. Con gran afecto pido al Señor que os bendiga.