Con la vacuna contra la Covid-19 sosegando el sufrimiento de este mundo, se abre una puerta a la ilusión, aparece una ayuda para vencer el miedo y se ilumina un poco más el camino para hacer frente a la desesperanza.
La Congregación para la Doctrina de la Fe ha publicado una nota que emite una valoración sobre el uso de la vacuna, explícitamente aprobada por el Papa Francisco el pasado mes de diciembre. En ella se califica este procedimiento como un elemento valioso que contribuye al bien común y se afirma que es «moralmente aceptable» el uso de estas vacunas «reconocidas como clínicamente seguras y eficaces». Este documento, en el que se integran otras consideraciones realizadas por la Pontificia Academia para la Vida, planta –tras de sí– un reguero de vida nueva donde se habla de responsabilidad, caridad y confianza.
La confianza es un elemento muy importante en nuestra vida que nos ayuda a agradecer. Agradecimiento a todos y cada uno de esos profesionales y cuidadores que duermen con la luz encendida y con el alma siempre en vela, pendientes por si la herida del hermano vuelve a supurar. Ellos, sin lugar a dudas, humanizan la práctica sanitaria y el cuidado de los más vulnerables. Las profesiones sociosanitarias existen para curar lo dañado, para calmar lo herido, para sanar lo ulcerado, para aliviar y siempre consolar.
«En muchos lugares del mundo hacen falta caminos de paz que lleven a cicatrizar las heridas». Ciertamente, «se necesitan artesanos de paz dispuestos a generar procesos de sanación y de reencuentro con ingenio y audacia». Con estas palabras del Papa Francisco en su carta encíclica Fratelli tutti, deseo compartir con vosotros un anhelo que, cada día, nace en mi corazón de pastor: no hay paz sin cuidado, ni horizonte sin amor.
El Santo Padre, en su mensaje para la 54 Jornada Mundial de la Paz que celebramos el pasado 1 de enero, apostaba por la cultura del cuidado como camino de paz. En ese sentido, animaba a construir una sociedad basada en relaciones de fraternidad que lograsen erradicar «la cultura de la indiferencia, del rechazo y de la confrontación». Una tierra firme donde hoy, más que nunca, hemos de sembrar la esperanza.
Este nuevo año que Dios nos regala, el Padre nos invita no solo a mirar, sino también a contemplar; y a coser las grietas de tantos rostros solos, cansados y heridos por el dolor en estos tiempos de pandemia; y, cómo no, a renacer entre la ternura de ese Dios pequeño y pobre que nacía hace unos días en un humilde pesebre para recordarnos, como dijo san Pablo, que «la fuerza se revela en la debilidad».
Nos hemos adentrado en el misterio de la Navidad. No podemos acostumbrarnos a este acontecimiento admirable que supera toda expectativa e imaginación. Dios ha tomado nuestra carne y nace niño como nosotros. El relato de san Lucas está lleno de indicaciones preciosas que sitúan al Hijo de Dios en el tiempo y en la historia: en tiempos del emperador Augusto siendo Cirino gobernador de Siria. Y en Belén por la obligación de empadronarse en la ciudad de la que procede la familia, en el caso de José.
También Lucas relata que el nacimiento de Jesús sucedió en la noche, que hace referencia a la situación de una humanidad que desorientada y a oscuras busca el camino del progreso, la vida y la plenitud. En esta noche santa, el nacimiento del Niño constituye el ofrecimiento del don que nuestra humanidad ardientemente busca muchas veces sin saberlo. Una luz que es amor, presentes en este Niño, porque es el amor lo que nos permite reconocer la verdad de las cosas, el rostro de las personas, y plenifica nuestra vida. Por eso, el nacimiento de este Niño constituye la verdadera esperanza y vida para la humanidad. Y el mundo le saluda llenando de luces en calles y plazas. Porque es la buena noticia proclamada a los pobres, a los cansados de esperar, a los defraudados de tantas promesas incumplidas, a los descartados, a los que no cuentan.
Hoy es el último domingo antes de Navidad. Cuarto domingo de Adviento en lo que se conoce como semana mayor del Adviento. Esta semana está caracterizada por las antífonas en el rezo de las vísperas donde nos dirigimos al Niño Dios que va a nacer en Belén con los antiguos y venerados títulos Mesiánicos que aparecen en la Sagrada Escritura: Oh! Sabiduría; Oh! Adonai; Oh! Renuevo del tronco de Jesé; Oh! Llave de David; Oh! Sol de justicia; Oh! Rey de las naciones; Oh! Enmanuel. Es también un tiempo mariano, en el que la Iglesia contempla a María como Virgen de la Esperanza, y también, en virtud de estas antífonas, se le conoce a María como la Virgen de la O.
El domingo pasado os hablaba de suscitar el deseo de Dios como el más profundo y fundamental. Hoy me gustaría hablaros del Adviento como tiempo de espera y esperanza. Efectivamente, la Iglesia y nosotros, como miembros de Ella, estamos a la espera del Niño Dios. Por eso, podríamos preguntarnos qué esperamos realmente en Navidad. Mejor dicho, a Quién esperamos en Navidad. Quizás nos encontramos en la periferia de la fiesta: esperamos unos días de descanso, unas vacaciones, algunos regalos. Incluso cosas tan deseables como encontrarnos con la familia, con amigos lejanos,… pero todo ello aún no ha penetrado en el misterio profundo de Navidad. Algunos incluso les produce tristeza porque hay seres queridos que han fallecido, otros no están… Pero quizás deberíamos profundizar en el sentido pleno de la Navidad: en este tiempo esperamos a Dios, hecho Niño, a un Dios que ha tomado nuestra carne, que abraza nuestras vidas, sencillo, humilde, servidor, nacido en pobreza para llenarnos de su riqueza. Y esto llena siempre de luz y alegría el corazón humano, porque hemos sido creados para amar y ser amados, por tantas personas pero, fundamentalmente, por Dios.
Os saludo cordialmente en mi primera colaboración en estas páginas. Agradezco esta herramienta que se me ofrece para estar más cerca de vosotros y poder ofreceros humildemente algunas reflexiones semanales que nos ayuden a vivir apasionadamente nuestra vocación haciendo fructificar tantos dones con los que Dios nos bendice.
El tiempo de Adviento va avanzando y apenas nos quedan este domingo y el siguiente para presentarnos ante el portal de Belén adentrándonos en el maravilloso acontecimiento de la Navidad. Quisiera recordar la oración que abría este tiempo de espera y esperanza, que decía así: «Oh Dios, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno». Esta oración sintetiza admirablemente los elementos característicos de este tiempo.
Avivar el deseo. Es una gran cuestión. Porque los deseos son elementos interiores que mueven y orientan nuestra vida. ¿Qué deseo en mi vida? ¿Qué deseo cada día? ¿Todos los deseos me construyen y me hacen crecer? Qué importante es conocer los deseos profundos de nuestro corazón y aprender a discernir sobre ellos, distinguir los buenos de los malos y saber cómo gestionarlos. La oración nos habla de un deseo concreto y fundamental: el deseo de salir al encuentro de Cristo. Efectivamente, el deseo más profundo de todo corazón humano es el deseo de Dios. San Rafael Arnaiz, insigne santo burgalés, lo expresaba de esta manera: «Como el ciervo desea las fuentes, como el cervatillo sediento olfatea el aire buscando con qué mitigar su sed, así mi alma suspira de sed de vida… Vida que es espacio y luz, vida en la cual esta centellica de amor que llevo dentro se dilatará, se inflamará y a la vista de tu Rostro» (cfr. Deseo de Dios y la ciencia de la cruz).
Continuemos con la oración. Avivar el deseo «acompañados por las buenas obras». El deseo de Dios produce de modo inmediato el ensanchamiento del corazón al servicio de los hermanos, de modo particular los más desfavorecidos. Y viceversa, sirviendo a los hermanos encontramos a Dios. La santa de Calcuta, cuando habla de la sed de Jesús en la cruz, identifica el servicio a los más empobrecidos como el modo de saciar esta sed: «Tenemos que aplacar la sed de Jesús -del amor de los demás y de nuestro amor… Por cada acción con los enfermos y los moribundos, aplaco la sed de Jesús del amor de esa persona, por mi entrega del amor de Dios que hay en mí a esa persona en particular… Así es como aplaco la sed de Jesús por los demás, entregando su amor en acción hacia ellos» (Instrucciones, 19 septiembre 1977).
Y todo ello para hacer presente su Reino en medio de nosotros. Reino de santidad y justicia, reino de verdad y gracia, reino de amor y misericordia. A este reino aspira nuestro corazón. Es lo que anhelamos de modo profundo, como decía ya san Agustín en el siglo VI: «Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón se encuentra inquieto hasta que descansa en ti». Aprovechemos el tiempo de Adviento que nos queda y reavivemos el deseo profundo de Dios para que la noche santa de Navidad se vea colmado por la humildad y ternura del Niño, que es la Palabra encarnada que sacia nuestra sed. Con gran afecto.