Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Celebramos hoy el Día de la Iglesia Diocesana. Un día en que recordamos cada año que la pertenencia a la Iglesia universal se realiza y se concreta para nosotros en una diócesis, nuestra diócesis de Burgos. Un día que, al mismo tiempo, es una llamada especial a sentirnos unidos en la familia de todos los bautizados que seguimos a Jesucristo, caminando hacia el Padre, bajo la guía del Espíritu Santo.
«Somos una gran familia contigo» es el lema que este año, al igual que los dos anteriores, nos quiere ayudar a sentirnos parte activa de nuestra Iglesia en Burgos. El objetivo de esta Jornada es hacernos más conscientes de que vivimos y celebramos la fe en comunidad, unidos todos y en comunión con el Papa Francisco, en nuestra familia eclesial diocesana. Porque cada diócesis, como afirma el Concilio Vaticano II, en el conjunto de la Iglesia universal «constituye una Iglesia particular en la que verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica» (Christus Dominus, 11).
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Jesús se encuentra en el Templo de Jerusalén con sus discípulos, frente al cepillo donde la gente deposita sus limosnas para el culto. Se da cuenta de dos cosas: que muchos ricos echan “mucho” y una viuda tan sólo lo que se daba de limosna a un pobre, que era una ridiculez. Él, que no pierde la ocasión para adoctrinar a sus discípulos, les dice: “Esta pobre viuda ha echado más que nadie”. Quizás se sorprendieran no menos que nos sorprendemos nosotros, porque les parecería que el óbolo de la viuda no merecía la pena. Así juzgamos los hombres, que nos fijamos más en las apariencias que en el corazón. Jesús, en cambio, es al corazón a dónde apunta. Y el corazón de esta mujer no podía ser más grande. Porque los demás habían echado de lo les “sobraba”, mientras que ella había echado “todo lo que tenía para vivir”. No podía hacer más.
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Fidel Herráez Vegas (Arzobispo de Burgos)
Comenzábamos este mes de noviembre celebrando la Solemnidad de Todos los Santos: un día para recordar, como nos dice el libro del Apocalipsis, “la muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos” (Ap 7,4). En efecto, el número de hermanos nuestros que, desde el anonimato para los hombres pero no para Dios, han alcanzado la meta de la santidad es incontable. Y es que, a lo largo de la historia, la llamada constante a la santidad ha sido respondida generosamente, con la gracia de Dios, por infinidad de hombres y de mujeres. Por eso, en estos días la Iglesia muestra con gozo toda su fecundidad y se alegra por tantos hijos suyos que realizaron plenamente su vida en esta tierra según el plan de Dios; y nuestro corazón se llena de alegría y de alabanza uniéndose al cántico de los ángeles y de los santos que proclaman eternamente la santidad y la gloria del Señor.
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Nada menos que seiscientos trece eran los mandamientos que encontraban los escribas del tiempo de Jesús en la Ley de Moisés. Imposible saber cuál era el más importante. Un día quiso averiguarlo un doctor de la Ley, deslumbrado, probablemente, por la enseñanza de Jesús. Vino, pues, y le preguntó con absoluta claridad: “Maestro, ¿cuál es el principal mandamientos?” Jesús tampoco se fue por las ramas y los distingos sino que le contestó con idéntica claridad: “El primero es: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, son toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Pero añadió, sin que se lo hubiese preguntado: “El segundo es este: amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y para que no quedara la más mínima duda, sentenció: “No hay mandamiento mayor que éstos”.
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