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Evangelio del domingo, 2 de junio de 2024
A veces nos vienen ganas de haber nacido en tiempos de. Jesús. Quisiéramos verlo con nuestros propios ojos, escuchar su voz, tocarlo con nuestras manos. En tales momentos olvidamos que Jesús todavía sigue estando presente entre nosotros. Porque su Encarnación continúa en los sacramentos.
Los sacramentos son el cuerpo, la carne, la voz de Jesús, perpetuados para nosotros. Así Él se ha hecho el más cercano, el más accesible, el más realmente presente. Lo podemos tocar, ver y escuchar durante toda nuestra vida, ahora mismo y siempre que queramos. Él se entrega a nosotros, se nos da, se pone en nuestras manos. En cada Eucaristía podemos oír: Esto es mi Cuerpo, este es el cáliz de mi sangre, podernos verlo y hasta comerlo. Cuando nos sentimos solos, encerrados en nosotros mismos, tristes, pesimistas entonces basta venir junto a Él, saciarnos con Él, y nuestra alma conocerá de nuevo la gracia, la alegría, la paciencia, el amor.
Cuando nos falta la fe, alimentémonos con la fe en él y sorprendidos notaremos, cómo empieza a nacer en nosotros una nueva fe que no viene de nosotros. Cuando hemos perdido la esperanza, comamos, recibamos la esperanza de Él y sentiremos cómo se despierta en nosotros una esperanza renovada. Cuando no tenemos ni amor ni caridad, acerquémonos a su mesa para que Él cambie nuestro corazón y nuestra entrega al darnos su alimento celestial.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Al haber comido ese cuerpo sobrenatural ya no somos los mismos. Otro se ha puesto a vivir en nuestro lugar. El mismo Jesús nos abre a Dios, a nosotros mismos, a los demás.
En su corazón podemos encontrarnos con cada hombre: con nuestros padres, con los hijos, con el cónyuge, con todos los que amamos, e incluso con nuestros muertos. A todos ellos los podemos encontrar en la misa, en una buena comunión. Y la gracia, como un río, circulará de nosotros hacia ellos y de ellos hacia nosotros.
Así se desarrolla y se profundiza la vinculación y la unidad entre todos nosotros, los que formamos la Familia de Dios. Como el pan sobre el altar está compuesto de muchos granos de trigo, y el vino de muchos granos de uva, así también nosotros, en la comunión, nos convertimos en un solo cuerpo, en el cuerpo de Cristo, en el cuerpo de los hijos de Dios.