Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
«Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para «examinarnos sobre el mandamiento de la caridad»» (CIC n. 1020-1022). Comienzo esta carta con las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica que, sin más horizonte que el amor entregado hasta el último de nuestros días, nos abren la puerta a la festividad que acabamos de celebrar: la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles difuntos.
¿Acaso existe promesa más bella que ver a Cristo cara a cara, llevar su nombre en la frente y no tener nunca necesidad de la luz de una lámpara, ni de la del sol porque Dios alumbrará nuestra vida con su sola presencia? (cf. Ap 22, 4-5).
La solemnidad de Todos los Santos que celebramos el día 1 pone nuestra mirada en el Cielo para recordar a todos los santos, tanto conocidos como desconocidos, que cuidan de nosotros, interceden por los que aún peregrinamos en esta Tierra y gozan de la felicidad eterna.
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Para conocer a Dios nuestro intelecto, la razón es insuficiente. Dios se conoce totalmente en el encuentro con Él, y para el encuentro la razón no basta. Hace falta algo más:
¡Dios es amor! Y sólo por el camino del amor puedes conocer a Dios. Amor razonable, acompañado de la razón. ¡Pero amor! '¿Pero cómo puedo amar lo que no conozco?'; 'Ama a los que tienes cerca'. Y esta es la doctrina de los dos mandamientos: El más importante es amar a Dios, porque Él es amor; Pero el segundo es amar al prójimo, pero para llegar al primero debemos subir los escalones del segundo: es decir, a través del amor al prójimo llegamos a conocer a Dios, que es amor. Sólo amando razonablemente, pero amando, podemos llegar a este amor.
Es por eso que debemos amarnos los unos a los otros, porque el amor es de Dios y quien ama ha sido engendrado por Dios. Para conocer a Dios hay que amar.
Cf Homilía de S.S. Francisco, 8 de enero de 2015, en Santa Marta.
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Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
El pasado día 22 se cumplieron 450 años desde que la Iglesia de Burgos fue elevada a sede metropolitana. Durante las visitas pastorales, no es infrecuente que en el encuentro con grupos de niños de catequesis me pregunten qué es un arzobispo, y pronto surja también la pregunta acerca de la diferencia entre un obispo y un arzobispo o una diócesis y una archidiócesis. Y quizás también haya adultos que se hagan esta pregunta: por qué decimos de Burgos que es archidiócesis y no diócesis y qué es una provincia eclesiástica.
La vida de la Iglesia que peregrina en Burgos ha estado desde siempre cargada de una historia inmensamente rica, fructífera y sorprendente. Sin embargo, hay que remontarse al año 1574 para comprender un hecho significativo que se esconde detrás de esta tierra de vocaciones sacerdotales, laicales, religiosas y misioneras y de todo el santo Pueblo de Dios en la diversidad de carismas.
El Código de Derecho Canónico establece que «para promover una acción pastoral común en varias diócesis vecinas y para que se fomenten de manera más adecuada las recíprocas relaciones entre los obispos diocesanos», las Iglesias particulares «se agruparán en provincias eclesiásticas delimitadas territorialmente» (can. 431 §1). Así, en el caso de Burgos, son varias las diócesis que conforman una única provincia, siendo la burgalesa su hermana mayor, que se denomina archidiócesis metropolitana. De ahí que posea este título de archidiócesis y que el pastor que la preside sea arzobispo. Por tanto, una provincia eclesiástica es el nombre que se le da a un distrito administrativo eclesiástico bajo la jurisdicción de un arzobispo.
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En el Evangelio el ciego Bartimeo grita a Jesús para ser sanado, mientras los discípulos le regañan para que no lo haga. Hay cristianos que se ocupan solo de su relación con Jesús, es una relación cerrada, egoísta. Ese grupo de gente, también hoy, no escucha el grito de muchos que necesitan a Jesús. Un grupo de indiferentes: no escuchan, creen que la vida sea su grupito; están contentos; están sordos al clamor de tanta gente que necesita salvación, que necesita la ayuda de Jesús, que necesita de la Iglesia. Esta gente es egoísta, vive para sí misma. Son incapaces de escuchar la voz de Jesús.
También está el grupo de los que escuchan este grito que pide ayuda, pero que lo quieren hacer callar. Como cuando los discípulos alejan a los niños para que no incomoden al Maestro. En este grupo están los empresarios, que están cerca de Jesús, están en el templo, parecen religiosos, pero Jesús les expulsa, porque hacían negocios allí, en la casa de Dios. Son esos que no quieren escuchar el grito de ayuda, sino que prefieren hacer sus negocios y usando al pueblo de Dios, usando a la Iglesia. Estos empresarios alejan a la gente de Jesús.
Son cristianos de nombre, cristianos de salón, cristianos de recepciones, pero su vida interior no es cristiana, es mundana. Uno que se dice cristiano y vive como un mundano, aleja a los que piden ayuda a gritos a Jesús.
Cf Homilía de S.S. Francisco, 28 de mayo de 2015, en Santa Marta.
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