«La misericordia, camino de fraternidad y de paz»

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia» (Diario, 300). Con este pensamiento que el Señor le inspiró a santa María Faustina Kowalska y que escribió en su Diario, hoy celebramos el Domingo de la Divina Misericordia. Una fiesta que desea hacer llegar al corazón de cada persona, tras la Pascua de Resurrección, un mensaje, un encargo, un mandamiento de amor: «Cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia» (Diario, 723).

Un canto a la misericordia, a la compasión desmedida, al perdón infinito. El Señor, a través de la mirada y el corazón de santa Faustina, desea conceder inimaginables gracias a quienes pongan su confianza por entero en sus manos.

«La misericordia es el camino de la salvación para cada uno de nosotros y para el mundo entero», reveló el Papa Francisco en 2022 a un grupo de peregrinos reunidos en el Santuario de la Divina Misericordia de Cracovia, donde hacía veinte años san Juan Pablo II había encomendado al mundo esta advocación. El Papa Wojtyla lo hizo con el «deseo ardiente» de que el mensaje de amor misericordioso de Dios, proclamado allí a través de santa Faustina, «llegue a todos los habitantes de la tierra y llene su corazón de esperanza». Y lo manifestó con unas palabras que aún guardo con especial devoción: «Ojalá se cumpla la firme promesa del Señor Jesús: de aquí debe salir ‘la chispa que preparará al mundo para su última venida’».

Siguiendo los pasos de santa Faustina y de san Juan Pablo II, seamos apóstoles y testigos de la misericordia, vivamos este don como verdaderos hermanos y empapemos este mundo de misericordia. Pero no solo con nuestras palabras, sino ante todo, con nuestra manera de ser y de obrar, con nuestras actitudes y gestos, con nuestras tareas y obras.

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Evangelio del domingo, 7 de abril de 2024

 En el contacto salvífico con las llagas del Resucitado, Tomás manifiesta las propias heridas, las propias llagas, las propias laceraciones, la propia humillación; en la marca de los clavos encuentra la prueba decisiva de que era amado, esperado, entendido. Se encuentra frente a un Mesías lleno de dulzura, de misericordia, de ternura. Era ése el Señor que buscaba, él, en las profundidades secretas del propio ser, porque siempre había sabido que era así.

¡Cuántos de nosotros buscamos en lo profundo del corazón encontrar a Jesús, así como es: dulce, misericordioso, tierno! Porque nosotros sabemos, en lo más hondo, que Él es así. Reencontrado el contacto personal con la amabilidad y la misericordiosa paciencia de Cristo, Tomás comprende el significado profundo de su Resurrección e, íntimamente trasformado, declara su fe plena y total en Él exclamando: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). ¡Bonita, bonita expresión, esta de Tomás!

(Regina Coeli, 12 de abril de 2015)

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«Jesús resucitado, nuestra vida y esperanza»

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

«La Pascua de Cristo es el acto supremo e insuperable del poder de Dios. Es un acontecimiento absolutamente extraordinario, el fruto más bello y maduro del misterio de Dios». Estas palabras, pronunciadas –un día como hoy, en el año 2010– por el Papa Benedicto XVI, proclaman el anuncio luminoso de la Resurrección, la buena noticia por excelencia, el acontecimiento que da sentido y configura nuestra fe: «No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí» (Mc 16, 6).

Tras la muerte por amor del Señor en lo más alto del Gólgota, hoy celebramos su triunfo definitivo, su victoria sobre la inquietante oscuridad, su anhelada resurrección. Hoy volvemos a celebrar la Vida, la que fecunda nuestra fe, la que da sentido al llanto y a la espera del Viernes y del Sábado Santo.

Hoy, de la mano de María Magdalena y de las santas mujeres del Evangelio, que fueron con ungüentos a embalsamar el Cuerpo de Jesús al sepulcro y lo encontraron vacío, vayamos a decírselo a todos los que han caminado junto a Él y aún están llenos de tristeza (cf. Mc 16, 9).

Cristo murió al terminar la oscuridad para resucitar como había prometido. La espera sería breve, aunque dolería e, incluso, agitaría el corazón. Pero nada era motivo suficiente para abandonarle, porque aquella era la más decisiva de todas las esperas.

Dice el evangelista Marcos que Jesús «resucitó al amanecer del primer día de la semana» (Mc 16, 9). Una fecha que porta una alegría indescriptible; un hecho que lo cambia todo. De repente, el Madero, forjado en dolor, desprecio y crueldad, se vuelve enteramente admirable; las últimas palabras del Señor en la Cruz se convierten en la declaración de amor más generosa de la Historia; y el drama de la Crucifixión torna su rostro para mostrarnos cómo resplandece la Belleza del amor de Dios.

La nueva vida en Cristo cambia el corazón de quien se fía y se deja moldear por su mano compasiva y eternamente buena. Así, «seremos verdaderamente y hasta el fondo testigos de Jesús resucitado», revelaba Benedicto XVI durante aquella audiencia general de 2010 con los peregrinos llegados de todas partes del mundo, «cuando dejemos trasparentar en nosotros el prodigio de su amor: cuando en nuestras palabras y, aún más, en nuestros gestos, en plena coherencia con el Evangelio, se podrá reconocer la voz y la mano del mismo Jesús».

Qué difícil nos es, a veces, encarnar su mirada y ser ese reflejo del Señor en medio del mundo, pero qué sencillo resulta comprobar que su resurrección es promesa de la nuestra: «Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con Él» (Rom 6, 8). Porque, al morir, muere el hombre viejo de una vez para siempre y, al vivir, se vive para Dios. Un gesto que nos anima, como relata san Pablo, a ayudarnos mutuamente a llevar nuestras cargas para vivir así el amor de Cristo en nosotros (cf. Gál 6, 2).

La Resurrección es una declaración de misericordia. Tal y como suena. «¡Contento, Señor, contento!», repetía, una y otra vez, san Alberto Hurtado, aun cuando había experimentado en sus propias carnes el dolor y se había dejado afectar por él. Porque ponía el agradecimiento a Dios por encima de la pesarosa queja, porque la alegría del Resucitado invadía todas y cada una de sus razones. «¡No solo hay que darse, sino darse con la sonrisa!», insistía el santo jesuita.

La Pascua del Señor es, también, la nuestra, y su felicidad ha de llevar grabado nuestro nombre. Por tanto, es el momento de pasar de la angustia a la paz, del miedo a la felicidad, de la desesperación a la esperanza que lo cambia todo. Y esto, sin dejar de ser sensibles al dolor del hermano que sufre y que espera, de nosotros y en nosotros, la caricia sanadora de Cristo.

Nos dejamos acompañar por María, y junto a su Hijo, el que había custodiado en sus propios brazos después de ser crucificado, anunciemos la noticia que cambia la humanidad y la llena de esperanza: que Cristo vive, que ha vencido a la muerte, que ha resucitado. Celebremos este día en el que actuó el Señor con una alegría desbordante y un admirable gozo (cf. Sal 117), hasta que todos puedan leer en nuestro rostro la razón que da sentido a nuestra vida y puedan decir al mirarnos: ¡Hemos visto al Señor! (cf. Jn 20, 18).

Que la paz de Dios guíe siempre vuestro camino.

¡Feliz y Santa Pascua de Resurrección!

Evangelio del domingo, 31 de marzo de 2024 - Pascua de la Resurrección del Señor

La mañana de Pascua, advertidos por las mujeres, Pedro y Juan corrieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se “inclinaron” para entrar en la tumba. Para entrar en el misterio hay que “inclinarse”, abajarse. Sólo quien se abaja comprende la glorificación de Jesús y puede seguirlo en su camino.

El mundo propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer... Pero los cristianos, por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra humanidad, en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser altivos, sino disponibles y respetuosos.

Pidamos paz y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a nuevas y antiguas formas de esclavitud por parte de personas y organizaciones criminales. Paz y libertad para las víctimas de los traficantes de droga, muchas veces aliados con los poderes que deberían defender la paz y la armonía en la familia humana. E imploremos la paz para este mundo sometido a los traficantes de armas que ganan con la sangre de los hombres y las mujeres.

Y que a los marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a menudo rechazados, maltratados y desechados; a los enfermos y los que sufren; a los niños, especialmente aquellos sometidos a la violencia; a cuantos hoy están de luto; y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llegue la voz consoladora del Señor Jesús: “Paz a vosotros”. “No temáis, he resucitado y siempre estaré con vosotros”

(Homilía de S.S. Francisco, 5 de abril de 2015).

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Evangelio del domingo, 24 de marzo de 2024 Domingo de Ramos

En este domingo queremos acompañar a Jesús que, subiendo de Jericó a Jerusalén desde Galilea, vino seguido de una multitud. Varias veces profetizó su muerte en Jerusalén. Pero quiso entrar solemnemente en la ciudad, cosa que siempre había querido evitar.

En la liturgia se recuerda lo que Jesucristo quiso vivir en esta entrada en Jerusalén:

Jesús hace un signo que siempre ha evitado: pide a los discípulos que entren en el pueblito próximo donde encontrarán una burra con su pollino. Que los traigan a Él.

Se monta en el pollino, como signo de humildad, según la profecía de Zacarías: «Mira a tu rey que viene a ti, humilde, montado en una borrica, en un pollino hijo de acémila».

Hay un grupo de personas que vienen acompañándolo y que se entusiasman:

«Echaron encima sus mantos y Jesús montó. La multitud alfombró el camino con sus mantos. Algunos cortaban ramas de árboles y la gente iba adelante y atrás proclamando: «Hosanna» (que propiamente significa sálvanos, pero después se ha convertido en una simple aclamación).

Con esta expresión el pueblo vitorea a Jesús diciendo: «Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna».

La liturgia nos invita a vivir un momento de gozo en este domingo y nos pide guardar los ramos bendecidos para que el próximo año, en miércoles de ceniza, se quemen para empezar, con humildad, otra vez la cuaresma.

Es bueno recordar lo que el Papa Benedicto nos dijo sobre la multitud que en el domingo de ramos aclama al Señor Jesús. Los del Viernes Santo serán otras personas que movidas por los sumos sacerdotes pedirán su crucifixión.

Más que culpar a nadie, el evangelista pretende que nosotros nos sintamos culpables, pero llenos de esperanza en el perdón rechazando toda violencia. Debemos vivir con esa confianza en Dios Padre, con la que Jesús, al morir, sin hacer gestos trágicos ni signos de angustia, entrega su espíritu al Padre de las misericordias.

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Parroquia Sagrada Familia