Semana de Misionología y Día del Misionero Burgalés
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)
Queridos hermanos y hermanas:
La misión es un don gratuito del Espíritu, una tarea de todos los bautizados. Ayer, abrazados a esta tarea de entregar sin reservas la vida, celebramos el Día del Misionero Burgalés. Con el lema «Echad vuestras redes para pescar» (Lc 5, 4), nuestro Seminario de San José vivió una gran fiesta, un día de convivencia marcado por el ejemplo de tantos misioneros burgaleses que han sido y son reflejo de Jesús de Nazaret. Ellos abren la senda y dejan pasar la luz del Resucitado: para mostrarnos el camino y para que seamos todos pescadores, dejándonos atrapar por el testimonio de estos hermanos nuestros que se lanzaron mar adentro para inundar de belleza esta tierra.
Su mirada es, y siempre será, refugio, pasión, humildad y entrega. Ellos nos recuerdan que «no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Y esta invitación nos impulsa a recorrer las Galileas del mundo proclamando la Buena Nueva de Dios (Mc 1, 14-15), a hacernos cargo del prójimo, a dejar de lado las excusas y a difundir, con la paz que solo Dios da, el fuego del Espíritu.
Inmersos en esta espiral de generosidad, la Facultad de Teología de Burgos acoge, del 4 al 7 de julio, la Semana de Misionología. El lema –Corazón abierto al mundo entero–, desea borrar las barreras, superar los muros y regar de misericordia los márgenes del mundo. Alcanzamos la 74 edición; y, tras estos años difíciles de pandemia, volver a celebrar estas jornadas entraña un motivo muy especial para dar gracias, para renovar nuestro corazón de discípulos y para continuar, en palabras de san Francisco de Asís, «curando heridas, uniendo lo que se viene abajo y llevando a casa a los que pierden su camino».
«Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos», recalcaba el Papa san Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio. Y estos días de convivencia en torno a Aquel que nos amó primero (1 Jn 4, 19) agrandan el fervor misionero del servicio, el milagro de la generosidad, el don gratuito del «sí». Una vocación con una clara preferencia hacia los pequeños, los sufrientes, los pobres. Solo así puede vivirse cada página y cada escena del Evangelio; pues, desde otro horizonte que no ponga en primera fila a los preferidos del Padre, estaríamos anunciándonos a nosotros mismos.
Dios nos quiere con un corazón abierto al mundo entero, que camina como pueblo que ama en comunión, que edifica en comunidad, que construye con la mirada puesta en la vida eterna.
El Papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, afirma que «hemos sido hechos para la plenitud que solo se alcanza en el amor» (n. 68). ¿Y cómo podremos alcanzar la plenitud si no vivimos con un corazón abierto al hermano, entregado al necesitado y dispuesto al herido?
«Somos embajadores de Dios en este mundo» (2 Cor 5, 20). Eso nos enseñan los misioneros, haciéndose cargo de los sufrimientos de los demás en tierras muchas veces probadas por el sufrimiento o la pobreza. De sus manos generosas brota la esperanza de una nueva humanidad en Cristo. E igual que el Verbo «se hizo carne» (Jn 1, 14), se encarna hoy en la piel de estos misioneros, para que sean Sus manos y Sus pies, en la donación del altar y en el pan nuestro de cada día.
Encomendamos los frutos de la misión y a cada uno de los misioneros y misioneras de nuestra archidiócesis a la Virgen María: la primera misionera, la primera en cuidar los pies del mensajero, la que llevó la Buena Noticia en sus entrañas. Hoy y siempre, ponemos nuestra esperanza en María y, siguiendo su estela de Madre y misionera, queremos afianzar el compromiso de llevar a Jesucristo a los demás, anunciando con humildad, pero con pasión y verdad: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.