En la escuela, había una directora nueva, joven, con mucho entusiasmo y nuevas ideas. Propuso realizar un concurso de proyectos. El concurso era amplio, y el proyecto podía ser de cualquier tipo. El premio era muy tentador: un viaje a un parque acuático para todo el curso. La directora pidió a las maestras que motivaran a los niños para que participaran, y se puso una fecha para entregar los trabajos. Cada maestra habló con sus estudiantes y entregó una fotocopia con las bases del concurso. En un sexto grado, que no había salido de viaje de excursión por problemas económicos, pensaron que era una excelente oportunidad de poder hacerlo. Se les ocurrió pensar algo todos juntos.
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Tres caracoles vivían en una hermosa casa con un gran árbol de aguacates en el fondo de su jardín. Por la noche, antes de dormirse, amasaban pan y lo dejaban reposar hasta la mañana siguiente. Amanecían con el Sol, se saludaban, prendían el horno, metían el pan hecho bollitos, se lavaban la cara y salían a buscar un aguacate para desayunar. Pelaban el aguacate, lo pisaban en un plato con un poco de sal y lo untaban sobre los panes. Desayuno de reyes, decían... aunque no tenían la menor idea de qué desayunaba un rey. Un día, se encontraron con que en el árbol no quedaba ni un aguacate y descubrieron unas huellas que venían... y luego se iban... —Sigamos las huellas. Pero primero apaguemos el horno.
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Hay dos fechas en el calendario de la Iglesia universal que marcan todo el esplendor espiritual de María: es el comienzo y el final de toda su existencia en esta tierra: la Inmaculada Concepción y la Asunción al Cielo. En diferentes pueblos y en varias naciones hay advocaciones marianas que encierran en sí toda la vida y belleza espiritual de María y por lo tanto todo eso lo celebran en fechas determinadas; pero en la Iglesia universal estas dos son las dos grandes celebraciones en honor a María. A ellas dos se añade ahora el 1 de Enero, fiesta de la Madre de Dios.
La Asunción es una fiesta muy antigua y expresa un sentimiento del pueblo cristiano. No lo narra el Nuevo Testamento, pero se fue trasmitiendo en el pueblo cristiano, de modo que se levantaron muchos templos y catedrales en honor de María en su Asunción. Desde 1950 es dogma de fe, cuando el papa Pío XII, habiendo escuchado el parecer de toda la Iglesia, determinó que todos lo tenemos que creer.
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Las palabras del evangelio de hoy son una parte del llamado “discurso del Pan de vida” de Jesús en que anuncia y proclama lo que será la Eucaristía. El domingo pasado veíamos la primera parte. Hoy vemos la continuación dentro de esa conversación realizada en Cafarnaún. El día anterior había sido la multiplicación de panes y peces. Jesús despidió a la gente, que quería hacerle rey, y se marchó solo al monte a orar. Muchos se marcharon por la orilla a uno de los pueblos más importantes, que era Cafarnaún, y otros lo hicieron al día siguiente al ver que no estaba Jesús ni los apóstoles. En Cafarnaún se suscitó una viva discusión, pues la gente quería más alimento o algún hecho más espectacular. Jesús les dice que tiene un alimento mucho más importante que el que les ha dado el día anterior y mucho más importante que el maná, que Dios les había dado por Moisés en el desierto.
Y comenzamos con las palabras del evangelio de hoy. La gente duda y murmura, porque Jesús ha dicho: “Yo soy el pan bajado del cielo”. Y no le cree porque muchos conocen a la familia de Jesús, a sus padres y familiares. Por eso se dicen: “¿Cómo puede haber bajado del cielo?” Estamos en la primera parte de este “discurso del Pan de vida”. Hoy vamos a considerar sobre todo la necesidad de creer en Jesús para podernos alimentar dignamente de este “Pan de vida”. Al final de las palabras de hoy comienza la segunda parte en que declarará Jesús más abiertamente que este Pan es su propio Cuerpo y Sangre. Esa segunda parte la consideraremos el próximo domingo.
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