Evangelio del domingo, 12 de septiembre de 2021

Escuchar lecturas y homilía

Oración

Puedes ver la misa del sábado tarde aquí:

Hoy se nos plantea un tema muy serio en la vida como es el dolor y sufrimiento. Hay personas que creen que la Iglesia, en su doctrina, es algo así como masoquista o que enseña que hay que buscar el dolor y que no se debe gozar en la vida. En realidad, el dolor, como la muerte, sigue siendo una especie de misterio; pero tiene que tener un sentido. Por algo llamó Jesús “dichosos” a los que sufren. Lo cierto es que el dolor aquí no es un castigo divino ni el remedio es la sola resignación. Aunque sea difícil entenderlo, lo cierto es que Dios, para salvarnos, ha escogido compartir nuestro dolor. Darle sentido es comprender que Jesús, Dios hecho hombre, entre muchas posibilidades, nos ha salvado con el dolor. Pero lo mismo que Jesús resucitó, también es una promesa para nosotros. Por eso debemos vivir en una confianza continua en la presencia de Dios que nos acompaña. Esta es nuestra fe, que nos une con Dios-

La escena que hoy nos trae el evangelio sucede en Cesarea de Filipo. Esta ciudad parece que se había llamado Paneas; pero el tetrarca Filipo la nombró Cesarea en honor al César Augusto. Primero les pregunta Jesús a los apóstoles quién dice la gente que es Él. No se trata de saber lo que dicen los muy amigos o los enemigos, sino los indiferentes. Estos suelen decir que es Juan Bautista resucitado o algún profeta. Hoy también hay muchas opiniones sobre Jesús, algunas muy distanciadas porque sigue teniendo muy buenos amigos y sigue teniendo enemigos que le odian. Pero lo que le interesaba más a Jesús era la opinión de sus mismos discípulos. Es san Pedro quien primero dice: “Eres el Mesías”. ¿Qué entendería san Pedro entonces por “Mesías”?

Ya Jesús había hablado de servicio, ya les había dicho las bienaventuranzas, que primeramente se aplicaban a su propia vida y actuación, ya había prohibido a los endemoniados que proclamasen que era “Hijo de Dios”. Pero era difícil entender la mentalidad de Jesús, cuando tenían bien metida la idea de un mesías triunfador, que con su poder les llevase a los israelitas a ser los dueños del mundo.

Jesús va a explicarles lo que Él entiende por Mesías, siguiendo lo que ya había dicho el profeta Isaías sobre el “Siervo de Yahvé”, un siervo sufriente. Lo primero que les encarga es que no digan a nadie que Él es el Mesías. ¡Menudo lío se hubiera armado! Pues toda la gente le hubiera aclamado por su rey. Es lo que pasó después de la multiplicación de panes y peces. Jesús tuvo que esconderse. Así que acepta que Él es el Mesías. Pero a continuación les explica que Él, siendo el Mesías, debe padecer e ir a la muerte. Y esas palabras denotan un sentido de cercanía a esos sucesos.

Claro que después, y pronto, vendría la resurrección. Esto lo entendían menos. San Pedro, que todavía no era santo, sino muy apegado a sus ideas triunfalistas, le lleva un poco aparte, porque comprende que le tiene que decir algo serio al maestro: “Esto no puede ser”. Para Jesús era una nueva tentación de triunfalismo. Podríamos decir que las antiguas tentaciones del desierto vuelven a suscitarse. Y una tentación viene en este momento. Por eso Pedro está haciendo las veces de Satanás. Y así se lo dice Jesús. Más bien parece como un grito para vencer la tentación. Pedro había presentado, como nosotros a veces queremos, un mesianismo o una religión sin sufrimiento. San Pablo nos dirá que “sin efusión de sangre no hay redención”. Una religión sin sufrimiento quiere decir también con intereses personales y egoístas o sin compromisos hacia el bien de los demás, sólo con intereses materiales o terrenos.

Y comienza a explicar Jesús que el desprendimiento terreno no es sólo para el Mesías, sino para todo el que quiera ser discípulo suyo. Y dice esas frases desconcertantes: “Quien pierde su vida la salvará”. Para algunos salvar su vida es no meterse en líos o problemas por el bien de los demás. Piensan que está perdiendo su vida. Por encima de la vida que se ve, hay otra vida que se gana con seguir a Jesús en medio de las cruces de cada día, pero cumpliendo cada uno con su propio deber.

Continuar leyendo

Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la mano sobre él

Hoy, la liturgia nos lleva a la contemplación de la curación de un hombre «sordo que, además, hablaba con dificultad» (Mc 7,32). Como en muchas otras ocasiones (el ciego de Betsaida, el ciego de Jerusalén, etc.), el Señor acompaña el milagro con una serie de gestos externos. Los Padres de la Iglesia ven resaltada en este hecho la participación mediadora de la Humanidad de Cristo en sus milagros. Una mediación que se realiza en una doble dirección: por un lado, el “abajamiento” y la cercanía del Verbo encarnado hacia nosotros (el toque de sus dedos, la profundidad de su mirada, su voz dulce y próxima); por otro lado, el intento de despertar en el hombre la confianza, la fe y la conversión del corazón.

En efecto, las curaciones de los enfermos que Jesús realiza van mucho más allá que el mero paliar el dolor o devolver la salud. Se dirigen a conseguir en los que Él ama la ruptura con la ceguera, la sordera o la inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en último término, una verdadera comunión de fe y de amor.

Al mismo tiempo vemos cómo la reacción agradecida de los receptores del don divino es la de proclamar la misericordia de Dios: «Cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban» (Mc 7,36). Dan testimonio del don divino, experimentan con hondura su misericordia y se llenan de una profunda y genuina gratitud.

También para todos nosotros es de una importancia decisiva el sabernos y sentirnos amados por Dios, la certeza de ser objeto de su misericordia infinita. Éste es el gran motor de la generosidad y el amor que Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este descubrimiento ha de realizarse en nosotros. A veces será la experiencia intensa y repentina del milagro y, más frecuentemente, el paulatino descubrimiento de que toda nuestra vida es un milagro de amor. En todo caso, es preciso que se den las condiciones de la conciencia de nuestra indigencia, una verdadera humildad y la capacidad de escuchar reflexivamente la voz de Dios.

Evangelio del domingo, 5 de septiembre de 2021

Jesús estaba fuera de los límites de Israel. Estaba en el extranjero, viniendo de Tiro y Sidón. Esto lo hacía alguna vez cuando necesitaba estar más a solas con los apóstoles. Sin embargo allí también es conocido y le llevan a un sordomudo para que le cure. En realidad la gran enfermedad era la sordera. Si no oía, tampoco podía hablar. Para los israelitas religiosos era una desgracia muy grande, porque al no oír, no podía tener conocimiento de la ley, y no podía cumplirla ni alabar a Dios.

Jesús siempre está abierto para el consuelo y el remedio a las miserias humanas, a las que se inclina con su inmensa misericordia. Le dicen que le imponga las manos. Seguramente era el signo más frecuente de Jesús con los enfermos. Pero aquí usa unos signos más visibles. Dicen que los mudos son algo desconfiados con lo que vayan a hacerles y Jesús emplea signos que el mudo pueda ver, de modo que pueda entender la ayuda que Jesús quiere darle. Mete los dedos en sus oídos, toca la lengua con un poco de saliva, mira al cielo y suspira. Lo de la saliva era seguir una creencia popular de que tenía una virtud o fuerza especial. Mira al cielo dando a entender que se encomienda a su Padre Dios y suspira, como un acto de profunda emoción y cariño. Pronuncia entonces una palabra, que el evangelista conserva en su idioma original: “Effetá”, que lo traduce: “Ábrete”. Es como si fuese un sacramento. En la Iglesia tenemos esos signos sensibles que nos dan la gracia o nos ayudan a acrecentarla. Los sacramentos tienen una materia, que puede ser agua, aceite, pan o vino; y luego unas palabras que indican lo que se realiza. Por ese signo sencillo Dios nos da su gracia o viene Jesús en persona a estar con nosotros. Maravillas del amor de Dios.

Este milagro del sordomudo tiene una repercusión muy grande entre nosotros. Porque hay muchas personas que son sordos y mudos espirituales. Dios nos habla de muchas maneras: por la Biblia, por la Iglesia, por los acontecimientos. Constantemente nos manda sus mensajes; pero muchas veces estamos sordos a su voz. Queremos sólo atender a lo que nos va bien; pero nos cerramos cuando nos toca algo contra nuestro egoísmo o el poder o el dinero y las comodidades. Ya dice el refrán que “no hay mayor sordo que el que no quiere oír”. Jesús curaba enfermedades corporales, aunque su deseo mayor era curar enfermedades espirituales. Pero para esto no basta con la voluntad de Dios, ya que respeta nuestra libertad. Por eso no pudo quitar la ceguera espiritual de tantos fariseos que estaban ciegos por sus intereses egoístas y sus ambiciones. Esto nos debe hacer hoy meditar en nuestra vida.

Nuestra vocación de cristianos es estar abiertos a la palabra de Dios y confesarla. Para proclamar las maravillas de Dios primero debemos abrir los oídos del cuerpo y del corazón para escuchar los mensajes de Jesús y meterlos en el alma. Después podremos explicarlo a otras personas, que no se han enterado de la Buena Nueva del amor de Dios. Lo normal es que quien deja que la palabra de Dios penetre dentro, que ha comprendido el sentido de las bienaventuranzas, de lo que es la verdad, la justicia, la paz y el amor, comience a explicarlo de alguna manera a otros; porque, como dijo Jesús: “de la abundancia del corazón habla la boca”.

También debemos tener abierto los oídos para escucharnos unos a otros. Muchas disensiones y hasta guerras se producen porque no hay diálogo. Cada uno habla según su egoísmo y, cuando el otro habla no se suele escuchar, sino más bien se piensa en lo que se va a decir para ir en contra. El amor es el que nos abrirá los oídos y el corazón para saber escuchar cuando hay que escuchar, callar cuando hay que callar y hablar cuando hay que hablar y de la manera en que sea oportuno hablar. Para ello debemos quitar los tapones que a veces tenemos en estos oídos espirituales, como son la soberbia, la vanidad, el egoísmo, la violencia, la avaricia, etc. Con la gracia de Dios podremos hacerlo. Pidámoselo con mucha fe al Señor.

Continuar leyendo

Un pastor burgalés para Mondoñedo-Ferrol

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

«El temor, el temblor y la alegría son las tres características que afloran en mi corazón», confesaba Don Fernando García Cadiñanos, quien ha sido vicario general de nuestra archidiócesis, al enterarse de su nombramiento como obispo de Mondoñedo-Ferrol, de manos del Papa Francisco.

El obispo electo recibirá la ordenación episcopal el 4 de septiembre en la catedral de Mondoñedo, iniciando su nuevo ministerio en la diócesis. El día siguiente, en la concatedral de Ferrol, celebrará nuevamente la Eucaristía. La ordenación será un momento, sin duda, emocionante para todos los que hemos tenido la gracia de trabajar junto a él.

Este nuevo regalo que nos concede el Papa en el Año Jubilar que venimos celebrando supone una alegría inmensa para la archidiócesis. Dios, que se vuelca cada día por sembrar paz en cada segundo de nuestra vida, nos regala una nueva oportunidad para amar y servir, en todo y para todo, al Amor verdadero; ese que, como decía fray Luis de León, «no espera a ser invitado, antes Él se invita y se ofrece primero».

Ciertamente, como revelaba emocionado el propio Fernando al recibir la noticia, «Dios siempre elige la debilidad para mostrar mejor su misericordia». Porque el obispo es, ante todo, servidor: un humilde servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza de un mundo herido. Y este es el mandato principal del sucesor de los apóstoles y guía de la Iglesia en nombre de Cristo.

Continuar leyendo

Evangelio del domingo, 29 de agosto de 2021

Hoy, la Palabra del Señor nos ayuda a discernir que por encima de las costumbres humanas están los Mandamientos de Dios. De hecho, con el paso del tiempo, es fácil que distorsionemos los consejos evangélicos y, dándonos o no cuenta, substituimos los Mandamientos o bien los ahogamos con una exagerada meticulosidad: «Al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas...» (Mc 7,4). Es por esto que la gente sencilla, con un sentido común popular, no hicieron caso a los doctores de la Ley ni a los fariseos, que sobreponían especulaciones humanas a la Palabra de Dios. Jesús aplica la denuncia profética de Isaías contra los religiosamente hipócritas: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7,6).

En estos últimos años, San Juan Pablo II, al pedir perdón en nombre de la Iglesia por todas las cosas negativas que sus hijos habían hecho a lo largo de la historia, lo ha manifestado en el sentido de que «nos habíamos separado del Evangelio».

«Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre» (Mc 7,15), nos dice Jesús. Sólo lo que sale del corazón del hombre, desde la interioridad consciente de la persona humana, nos puede hacer malos. Esta malicia es la que daña a toda la Humanidad y a uno mismo. La religiosidad no consiste precisamente en lavarse las manos (¡recordemos a Pilatos que entrega a Jesucristo a la muerte!), sino mantener puro el corazón.

Dicho de una manera positiva, es lo que santa Teresa del Niño Jesús nos dice en sus Manuscritos biográficos: «Cuando contemplaba el cuerpo místico de Cristo (...) comprendí que la Iglesia tiene un corazón (...) encendido de amor». De un corazón que ama surgen las obras bien hechas que ayudan en concreto a quien lo necesita «Porque tuve hambre, y me disteis de comer...»

Continuar leyendo

Parroquia Sagrada Familia