Sacerdotes al servicio de una Iglesia en camino

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

¿Hay algo más bello que servir y dejarse moldear, como el barro, por las manos amorosas del Señor? Hoy, con el lema Sacerdotes al servicio de una Iglesia en camino, celebramos el Día del Seminario: una invitación a orar y sostener a los jóvenes que han percibido la llamada de Dios a servir a los hermanos en el ministerio sacerdotal y quieren generosamente entregar sus vidas a este oficio de amor, como decía San Agustín.

Esta llamada a una vida plena, apasionante y feliz debe alumbrar, cada día, el corazón sacerdotal de aquellos que hemos sido elegidos por gracia, y no por opción ni por mérito alguno. Porque, detrás de un «sí», habita toda una vida de entrega, de esperanza, de gratitud, de fidelidad y de amor. De un amor desbordado que no nace del fruto de una propia elección, sino que responde a una llamada del Señor que es quien elige y llama. «Yo te elijo porque te amo, porque deseo habitar tu corazón, porque quiero que estés conmigo y participes de mi misión». Estas palabras, que desbordan cada uno de los silencios de la vocación, deben acompañar el vértigo de una vida que se entrega para siempre.

El Día del Seminario, ciertamente, ayuda a releer la historia de nuestra vida. Porque nos permite abrazar la vocación sacerdotal desde el profundo agradecimiento, desde la donación y desde el servicio. Un horizonte de plenitud que ha de recorrerse por el «bello camino de las cuatro cercanías» que señala el Papa Francisco: «cercanía con Dios, con el obispo, con los demás sacerdotes y con el Pueblo de Dios». Porque el estilo de cercanía, recuerda el Santo Padre, es el estilo de Dios. Y hemos de hacerlo amando, quitándonos algo de nosotros mismos para dárselo a los demás. 

Amar es siempre servir, acompañar el dolor y la soledad, practicar la compasión, crecer en el perdón, sembrar la justicia y derramar misericordia. En el caso del sacerdote es realizarlo sacramentalmente, con la celebración de la Eucaristía, con la celebración del perdón en el sacramento de la reconciliación, con la santificación y bendición de todas las circunstancias vitales por la celebración de los diversos sacramentos, la predicación de la Palabra y el servicio constante a los hermanos.

El Día del Seminario ayuda a releer la historia de nuestra vida, de nuestra misión y de nuestra vocación. La riqueza de la vocación, proponen desde la Subcomisión Episcopal para los Seminarios, «no se puede resumir en unas pocas líneas, ni tampoco pretender hacer un breve tratado teológico acerca del ministerio sacerdotal». En esta jornada, insisten, «se nos ofrece la posibilidad de mirar a nuestros seminarios actualmente», no con nostalgia o añoranza de tiempos pasados, sino «con confianza en Dios», sabiendo que «todo es suyo» y que «Él vela por su Iglesia».

Queridos seminaristas: hoy, una vez más, deseo ser servidor de todos. En este lema –que ha iluminado, desde mi fragilidad y mi pobreza, cada uno de los rincones de mi vocación– está escrita mi historia. Una historia que nació un 13 de marzo de 1988 con un «sí» que sigue haciendo inmensamente felices cada uno de mis días. Aquel día, el Señor me pidió mi libertad y mi persona, y en qué mejores manos que poner mi vida entera…

Y es que la vocación sacerdotal es un regalo que nos lleva a predicar (cf. Mc 3, 14-15) y a servir de un modo inenarrable. Una «gramática elemental de la vida como don recibido» que tiende, por propia naturaleza, como recuerda la Subcomisión Episcopal para los Seminarios, «a convertirse en un bien que se dona; nuestro ser es ser para los demás y toda vocación auténtica es servicio a los otros».

Que este Día del Seminario no sea un día más en nuestras vidas, y que se convierta en una acción de gracias por las vocaciones sacerdotales. No nos cansemos de pedir al Dueño que envíe obreros a su mies (Lc 10, 1-9). Se lo pedimos a la Virgen María, quien cuidó –como nadie– la mirada de su Hijo, Jesucristo. Que sea Él quien nos enseñe a acompañar, a sostener, a bendecir, a cuidar y a vendar las heridas de nuestro pueblo.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Evangelio del domingo, 20 de marzo de 2022

En este tiempo de Cuaresma, en que vamos caminando hacia la Pascua, la Iglesia nos propone varios textos en que se nos habla de conversión. Hoy nos dice Jesús que, al ver acontecimientos trágicos y que, en cierto modo, son misteriosos, debemos sacar provecho para nuestra conversión. Es el cambiar de mentalidad, es el acudir a Dios, que es nuestro Padre, y que es compasivo y misericordioso, como nos dice el salmo responsorial, y que por lo tanto está deseoso de darnos el abrazo de paz y de perdón.

Algunos le recordaron a Jesús cómo Pilatos había hecho matar a unos galileos en el momento de ofrecer sacrificios a Dios. No sabemos cuándo fue ni porqué motivo. Seguramente eran una especie de guerrilleros o terroristas, a los cuales se les seguía por algún levantamiento y Pilatos aprovechó el momento. Los que se lo recordaban a Jesús, querían saber su opinión. Para responderles, Jesús lo amplió con otro hecho, que fue una catástrofe natural, quizá un pequeño terremoto, pero que aún estaba en la mente de la gente. Lo primero que les dice Jesús a la gente, y nos lo dice a nosotros, es que sea que una catástrofe venga por motivos naturales o por alguna voluntad humana, no es un castigo de Dios contra aquellos que hayan hecho una maldad.

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Jesús subió al monte a orar

Hoy, segundo domingo de Cuaresma, la liturgia de la palabra nos trae invariablemente el episodio evangélico de la Transfiguración del Señor. Este año con los matices propios de san Lucas.

El tercer evangelista es quien subraya más intensamente a Jesús orante, el Hijo que está permanentemente unido al Padre a través de la oración personal, a veces íntima, escondida, a veces en presencia de sus discípulos, llena de la alegría del Espíritu Santo.

Fijémonos, pues, que Lucas es el único de los sinópticos que comienza la narración de este relato así: «Jesús (...) subió al monte a orar» (Lc 9,28), y, por tanto, también es el que especifica que la transfiguración del Maestro se produjo «mientras oraba» (Lc 9,29). No es éste un hecho secundario.

La oración es presentada como el contexto idóneo, natural, para la visión de la gloria de Cristo: cuando Pedro, Juan y Santiago se despertaron, «vieron su gloria» (Lc 9,32). Pero no solamente la de Él, sino también la gloria que ya Dios manifestó en la Ley y los Profetas; éstos —dice el evangelista— «aparecían en gloria» (Lc 9,31). Efectivamente, también ellos encuentran el propio esplendor cuando el Hijo habla al Padre en el amor del Espíritu. Así, en el corazón de la Trinidad, la Pascua de Jesús, «su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9,31) es el signo que manifiesta el designio de Dios desde siempre, llevado a término en el seno de la historia de Israel, hasta el cumplimiento definitivo, en la plenitud de los tiempos, en la muerte y la resurrección de Jesús, el Hijo encarnado.

Nos viene bien recordar, en esta Cuaresma y siempre, que solamente si dejamos aflorar el Espíritu de piedad en nuestra vida, estableciendo con el Señor una relación familiar, inseparable, podremos gozar de la contemplación de su gloria. Es urgente dejarnos impresionar por la visión del rostro del Transfigurado. A nuestra vivencia cristiana quizá le sobran palabras y le falta estupor, aquel que hizo de Pedro y de sus compañeros testigos auténticos de Cristo viviente.

La educación, vocación y misión

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

A las puertas de una nueva Cuaresma, ese camino de vuelta a la casa del Padre, despojamos de nuestro corazón la soberbia de creernos invencibles para volver a Dios, a la vida que nos quiere donar en la Pascua de Resurrección.

La Cuaresma «es un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado», afirma el Papa Francisco en su mensaje para este tiempo litúrgico que ahora comenzamos. Una invitación que se hace llamada para no desfallecer ante las adversidades y para no cansarse de hacer el bien, pues «mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a).

Ante los dolorosos acontecimientos que suceden en Ucrania, el Papa nos ha pedido que dediquemos el primer día de la Cuaresma, el miércoles de ceniza, a una jornada de ayuno y oración por la paz. Como afirma en el llamamiento: «Dios es Dios de paz y no de guerra; es Padre de todos, no sólo de algunos, que nos quiere hermanos y no enemigos».

En este volver a Dios de cada día con un espíritu entregado sin condiciones, hemos de cuestionarnos al inicio de la Cuaresma, qué limosna, qué ayuno y qué oración nos pide Dios para estos cuarenta días de entrega. La invitación de Dios a dejar de vivir entre las cenizas, nos abre la mirada hacia una senda nueva, hacia un cauce de inagotable belleza que nos lleva a la fuente «que mana y corre», aunque tantas veces debamos visitarla «cuando es de noche» (San Juan de la Cruz).

Estamos llamados a dejarnos modelar por su amor, como el barro en manos del alfarero. Y, así, en sus manos, dejarse hacer, prenderse en su llama, ser personas cántaro para dar de beber a los sedientos de hoy; ser sembradores de paz y reconciliación en nuestro entorno y hasta los confines del mundo. Estamos hechos para el fuego que siempre arde, para la eternidad del Cielo que encuentra, en la Mesa del altar, la plenitud de nuestras vidas y la fuente del amor y de la paz.

Y la Cuaresma, cuarenta días para crecer en el amor a Dios y al prójimo, antes del Domingo de Resurrección que establece el final de la Semana Santa, cuarenta ocasiones para reencontrarse con la mirada compasiva del Amado, da sentido a nuestra fragilidad, a nuestro barro y a nuestras heridas. Porque, en algunos momentos, este tiempo de gracia nos obliga a abrazar la cruz y a descoser el caparazón de nuestras comodidades para comprender los sentimientos de Cristo. «¿Qué corazón habrá tan de piedra que no se parta de dolor (pues en este día se partieron las piedras) considerando lo que padeces en esta cruz?», revelaba san Pedro de Alcántara, ante este gran misterio del amor derramado.

En este andar acompasado hacia la Resurrección, hemos de entender que la Cruz no es una derrota; es el renacer de nuestra esperanza, es la victoria de Cristo, es el triunfo del Amor y del perdón. Y ahí brota el sentido de la Cuaresma: en un volver el rostro para mirar a Dios, en un cambiar de rumbo nuestras expectativas, en un continuo despertar a la voz de la Providencia que endereza nuestros caminos.

En este peregrinar cuaresmal, la Palabra de Dios y los sacramentos van acrisolando nuestra vida. Acerquémonos al altar, sin miedo: la donación de Cristo en la Eucaristía nos hará pasar del sufrimiento a la libertad, de la desesperación al consuelo, de la muerte a la vida, de la guerra y la discordia a la paz y la concordia. Acojamos la misericordia de Dios en el sacramento de la reconciliación; hagamos de nuestro corazón el lugar donde Dios y el prójimo encuentran cabida.

La resurrección de Cristo «anima las esperanzas terrenas con la “gran esperanza” de la vida eterna e introduce ya en el tiempo presente la semilla de la salvación» (cf. Benedicto XVI, Spe salvi, 3; 7). En este sentido, el Santo Padre anima, para esta Cuaresma, a que no nos cansemos de orar, ni de extirpar el mal de nuestra vida, ni de hacer el bien en la caridad activa hacia el prójimo. La Cuaresma, revela, «nos recuerda cada año que el bien, como el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día».

Por todo ello, afianzados en la Virgen María, aquella que «conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19), meditemos sobre cuál es el fruto de nuestra limosna, cuánto es el precio de nuestro ayuno y qué colma de sentido nuestra oración. Solo así, adentrándonos en el amor del corazón de Jesús, podremos caminar con Él en los desiertos que en muchas ocasiones debemos atravesar en nuestra vida. Ayunemos y oremos de modo particular este miércoles de ceniza por la paz en el mundo y de modo particular en la vecina Ucrania.

Con gran afecto, os deseo un feliz inicio de la Cuaresma.

Evangelio del domingo, 13 de marzo de 2022

Todos los años en el 2º domingo de Cuaresma la Iglesia nos pone a consideración la escena de la Transfiguración del Señor. Este año el evangelista que lo narra es san Lucas, pues estamos en el ciclo C. Se pone en este 2º domingo de Cuaresma, pues encierra una gran enseñanza para este tiempo. Se supone que hemos comenzado la Cuaresma con verdadero sentido cristiano de unirnos con Cristo, a quien consideramos ofreciéndose al Padre por nosotros en la Semana Santa. Por lo tanto, debemos sentir más vivamente el arrepentimiento de nuestros pecados. La gran lección es que, si a Dios le parece bien que suframos un poco por nuestros pecados, no es porque quiera para nosotros el dolor, sino porque es un paso para llegar a la felicidad de su gloria.

Habían pasado pocos días desde que Jesús les había dicho a los apóstoles, que iban hacia Jerusalén, donde iba a sufrir y morir por nosotros. Claro que también les había dicho que al tercer día iba a resucitar. Los apóstoles, sin embargo, habían atendido demasiado a la parte de los sufrimientos y no podían comprender cómo Jesús, a quien le tenían por Mesías, como lo había proclamado Pedro, podía morir tan pronto y de forma tan degradante. Estaban tristes. Ahora Jesús les quiere dar a los tres discípulos más íntimos como un pequeño adelanto de lo que será la resurrección y enseñarles la verdad de que su muerte dolorosa iba a ser un paso necesario o muy conveniente para la resurrección. Después de la resurrección de Jesús, darían una gran importancia a este suceso, como se verá en la predicación y cartas de san Pedro.

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Parroquia Sagrada Familia