Era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo

Hoy, Jesús, «lleno de Espíritu Santo» (Lc 4,1), se adentra en el desierto, lejos de los hombres, para experimentar de forma inmediata y sensible su dependencia absoluta del Padre. Jesús se siente agredido por el hambre y este momento de desfallecimiento es aprovechado por el Maligno, que lo tienta con la intención de destruir el núcleo mismo de la identidad de Jesús como Hijo de Dios: su adhesión sustancial e incondicional al Padre. Con los ojos puestos en Cristo, vencedor del mal, los cristianos hoy nos sentimos estimulados a adentrarnos en el camino de la Cuaresma. Nos empuja a ello el deseo de autenticidad: ser plenamente aquello que somos, discípulos de Jesús y, con Él, hijos de Dios. Por esto queremos profundizar en nuestra adhesión honda a Jesucristo y a su programa de vida que es el Evangelio: «No sólo de pan vive el hombre» (Lc 4,4).

Como Jesús en el desierto, armados con la sabiduría de la Escritura, nos sentimos llamados a proclamar en nuestro mundo consumista que el hombre está diseñado a escala divina y que sólo puede colmar su hambre de felicidad cuando abre de par en par las puertas de su vida a Jesucristo Redentor del hombre. Esto comporta vencer multitud de tentaciones que quieren empequeñecer nuestra vocación humano-divina. Con el ejemplo y con la fuerza de Jesús tentado en el desierto, desenmascaremos las muchas mentiras sobre el hombre que nos son dichas sistemáticamente desde los medios de comunicación social y desde el medio ambiente pagano donde vivimos.

San Benito dedica el capítulo 49 de su Regla a “La observancia cuaresmal” y exhorta a «borrar en estos días santos las negligencias de otros tiempos (...), dándonos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia (...), a ofrecer a Dios alguna cosa por propia voluntad con el fin de dar gozo al Espíritu Santo (...) y a esperar con deseo espiritual la Santa Pascua».

Día de Hispanoamérica

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Con el corazón preocupado y dolorido por la situación en Ucrania, sobre la que no debemos cejar en orar y colaborar, hoy celebramos el Día de la Cooperación de la Iglesia en España con las Iglesias hermanas de Hispanoamérica: una jornada en la que recordamos, de una manera muy especial, a los sacerdotes españoles que han dejado su tierra, su familia, su diócesis de origen y su hogar para partir a horizontes lejanos y colaborar con la Iglesia católica en aquellas queridas tierras.

Ellos, sosteniendo con sus manos y alimentando con su mirada las palabras del profeta Isaías, siguen gritando qué hermosos son, sobre los montes, los pies del mensajero que anuncia la paz y que trae la Buena Nueva (Is. 52,5).

El lema de este año invita a ahondar en el corazón de Una vida compartida. El presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, cardenal Marc Ouellet, recuerda que este sentir comunitario y fraterno se concreta en predicar el Evangelio a todos y, simultáneamente, «escuchando el clamor de la tierra y de los pobres» (Laudato si´, n. 1). Además, asevera que evangelizar es «encarnarse en las culturas, utilizar sus lenguajes, signos y mediaciones», para que Jesucristo –«el mismo ayer, hoy, y siempre» (Heb 13, 8)– abrace de nuevo todo camino humano. «Esto implica incluir a las periferias», destaca el prelado, consciente de que estos sacerdotes, que forman parte de la Obra para la Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana (OCSHA), conforman una riqueza enorme para la Iglesia al salir, como los primeros apóstoles, para hacer discípulos de todas las naciones (Mt.28,18-20).

Esta jornada constituye, de principio a fin, una acción de gracias por aquellos que se encuentran en el continente americano dándose sin media, a tiempo y a destiempo, sin límites, condicionamientos, ni fronteras. Y han plantado su tienda en algún rincón del continente americano por amor, tan solo por amor, siguiendo la estela de Jesús de Nazaret. Muchos de nuestros hermanos sacerdotes, de la vida consagrada y laicos, se encuentran plenamente insertados en aquellas Iglesias hermanas realizando una hermosa labor de evangelización y entrega.

El secretariado de la Comisión Episcopal para las Misiones y Cooperación con las Iglesias, pone el acento en cada uno de los pasos que se dieron en el pasado, «y que han servido para que hoy la Iglesia continúe teniendo la tarea evangelizadora como tarea primordial». En este sentido, destaca que, sobre ellos, sobre sus obras y trabajos «se apoya hoy la animación misionera que se realiza en el mundo». Lo que la Iglesia es capaz de vivir y crecer hoy lo hace, sin duda, a costa, también, «de lo que han significado estas personas en la historia de la misión», subraya, a hombros de estos «gigantes de la fe» que configuran el corazón de la Iglesia.

La celebración del Día de Hispanoamérica es una ocasión propicia para que todos nos planteemos la dimensión universal de nuestra vocación. Un componente que aúna, en un mismo sentir, nuestra vocación de salir por el mundo a anunciar la Buena Noticia  (Mc 16, 15-20).

Desde nuestra archidiócesis contamos con más de quinientos burgaleses que desarrollan su labor misionera en tantos rincones del mundo: dándose y donándose, a la manera de Jesús de Nazaret, haciendo del Evangelio su hoja de ruta. Y personalmente siento una profunda alegría y una inmensa gratitud por la vida de cada uno de ellos.

«Somos hermanos en la carne», como nos recuerda el Papa Francisco en Fratelli tutti(n. 8), y la luz de ese signo inviolable jamás se podrá apagar. Un credo acompasado por un amor que no pasa nunca (Cor, 13), que se convierte en mandamiento nuevo cuando se escucha, de fondo y a pleno pulmón, «necesitamos fortalecer la conciencia de que somos una sola familia humana» (LS).

Con María, que llevó en su propio vientre la Buena Noticia de la Salvación, celebramos esta jornada. En su corazón de Madre, que custodió la misión más importante de la historia de la humanidad, ponemos a cada uno de estos misioneros que nos demuestran, cada día y en palabras de santa Teresa de Jesús, que «quien a Dios tiene, nada le falta». Porque cuando se dona por entero la vida, solo Dios basta.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Evangelio del domingo, 6 de marzo de 2022

Todos los años en el primer domingo de Cuaresma la Iglesia nos pone a considerar las tentaciones que Jesús tuvo en el desierto, donde se retiró a orar y hacer penitencia para prepararse a su inmediata predicación. El miércoles pasado, por medio del rito de la imposición de la ceniza, comenzábamos estos cuarenta días que deben ser para nosotros preparación también para vivir más santamente los misterios de la pasión de Cristo y sobre todo de su resurrección. Pero son también unos días como símbolo de toda nuestra vida, que es una preparación para vivir con Dios la vida eterna del cielo.

Mientras estamos en esta vida terrena tendremos dificultades y las fuerzas del mal, simbolizadas por el diablo, atentarán contra nuestra libertad para hacernos desviar del camino del bien. También Jesús, como verdadero hombre, estuvo expuesto a estas fuerzas del mal y durante toda su vida fue tentado o inducido para seguir otro camino diverso que el querido por su Padre celestial. Como símbolo o resumen de todas esas tentaciones de su vida se presentan estas tres en el desierto. Se ponen como algo real, pero también expresan otras que conocemos a través del evangelio.

Jesús había recibido el bautismo de Juan y había sido lleno del Espíritu Santo: había sentido esa unción sagrada. Entonces ese Espíritu Santo le indujo a prepararse con una intensa y prolongada oración en el desierto. El “desierto”, en sentido real y figurado, es el lugar del silencio, de la soledad; es el alejarse del ruido para ponerse ante las cuestiones fundamentales de la vida, y para estar más dispuestos a conocer la voluntad de Dios sobre nosotros. Esto es lo que nos pide la Iglesia en este tiempo de Cuaresma: podernos retirar un poco más para hacer oración. A veces en el ajetreo de la vida es un poco difícil; pero debemos hacer el intento. Quizá, al ir a misa, podemos ir unos minutos antes o salir unos minutos después. Podemos cambiar unos minutos de ver televisión por unos minutos más de oración. Si así lo hacemos tendremos fuerzas para vencer la tentación, cuando nos venga, porque nos vendrá, como a Jesús.

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El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno

Hoy hay sed de Dios, hay frenesí por encontrar un sentido a la existencia y a la actuación propias. El boom del interés esotérico lo demuestra, pero las teorías auto-redentoras no sirven. A través del profeta Jeremías, Dios lamenta que su pueblo haya cometido dos males: le abandonaron a Él, fuente de aguas vivas, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua (cf. Jer 2,13).

Hay quienes vagan entre medio de pseudo-filosofías y pseudo-religiones —ciegos que guían a otros ciegos (cf. Lc 6,39)— hasta que descorazonados, como san Agustín, con el esfuerzo proprio y la gracia de Dios, se convierten, porque descubren la coherencia y trascendencia de la fe revelada. En palabras de san Josemaría Escrivá, «La gente tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones. —Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen».

Benedicto XVI iluminó muchísimos aspectos de la fe con textos científicos y textos pastorales llenos de sugerencias, como su trilogía "Jesús de Nazaret". He observado cómo muchos no-católicos se orientan en sus enseñanzas (y en las de san Juan Pablo II). Esto no es casual, pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, no hay árbol malo que dé fruto bueno (cf. Lc 6,43).

Se podrían dar grandes pasos en el ecumenismo, si hubiere más buena voluntad y más amor a la Verdad (muchos no se convierten por prejuicios y ataduras sociales, que no deberían ser freno alguno, pero lo son). En cualquier caso, demos gracias a Dios por esos regalos (Juan Pablo II no dudaba en afirmar que Concilio Vaticano II es el gran regalo de Dios a la Iglesia en el siglo XX); y pidamos por la Unidad, la gran intención de Jesucristo, por la que Él mismo rezó en su Última Cena.

Miércoles de ceniza: ayuno y oración por la paz

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

mario iceta

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

A las puertas de una nueva Cuaresma, ese camino de vuelta a la casa del Padre, despojamos de nuestro corazón la soberbia de creernos invencibles para volver a Dios, a la vida que nos quiere donar en la Pascua de Resurrección.

La Cuaresma «es un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado», afirma el Papa Francisco en su mensaje para este tiempo litúrgico que ahora comenzamos. Una invitación que se hace llamada para no desfallecer ante las adversidades y para no cansarse de hacer el bien, pues «mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a).

Ante los dolorosos acontecimientos que suceden en Ucrania, el Papa nos ha pedido que dediquemos el primer día de la Cuaresma, el miércoles de ceniza, a una jornada de ayuno y oración por la paz. Como afirma en el llamamiento: «Dios es Dios de paz y no de guerra; es Padre de todos, no sólo de algunos, que nos quiere hermanos y no enemigos».

En este volver a Dios de cada día con un espíritu entregado sin condiciones, hemos de cuestionarnos al inicio de la Cuaresma, qué limosna, qué ayuno y qué oración nos pide Dios para estos cuarenta días de entrega. La invitación de Dios a dejar de vivir entre las cenizas, nos abre la mirada hacia una senda nueva, hacia un cauce de inagotable belleza que nos lleva a la fuente «que mana y corre», aunque tantas veces debamos visitarla «cuando es de noche» (San Juan de la Cruz).

Estamos llamados a dejarnos modelar por su amor, como el barro en manos del alfarero. Y, así, en sus manos, dejarse hacer, prenderse en su llama, ser personas cántaro para dar de beber a los sedientos de hoy; ser sembradores de paz y reconciliación en nuestro entorno y hasta los confines del mundo. Estamos hechos para el fuego que siempre arde, para la eternidad del Cielo que encuentra, en la Mesa del altar, la plenitud de nuestras vidas y la fuente del amor y de la paz.

Y la Cuaresma, cuarenta días para crecer en el amor a Dios y al prójimo, antes del Domingo de Resurrección que establece el final de la Semana Santa, cuarenta ocasiones para reencontrarse con la mirada compasiva del Amado, da sentido a nuestra fragilidad, a nuestro barro y a nuestras heridas. Porque, en algunos momentos, este tiempo de gracia nos obliga a abrazar la cruz y a descoser el caparazón de nuestras comodidades para comprender los sentimientos de Cristo. «¿Qué corazón habrá tan de piedra que no se parta de dolor (pues en este día se partieron las piedras) considerando lo que padeces en esta cruz?», revelaba san Pedro de Alcántara, ante este gran misterio del amor derramado.

En este andar acompasado hacia la Resurrección, hemos de entender que la Cruz no es una derrota; es el renacer de nuestra esperanza, es la victoria de Cristo, es el triunfo del Amor y del perdón. Y ahí brota el sentido de la Cuaresma: en un volver el rostro para mirar a Dios, en un cambiar de rumbo nuestras expectativas, en un continuo despertar a la voz de la Providencia que endereza nuestros caminos.

En este peregrinar cuaresmal, la Palabra de Dios y los sacramentos van acrisolando nuestra vida. Acerquémonos al altar, sin miedo: la donación de Cristo en la Eucaristía nos hará pasar del sufrimiento a la libertad, de la desesperación al consuelo, de la muerte a la vida, de la guerra y la discordia a la paz y la concordia. Acojamos la misericordia de Dios en el sacramento de la reconciliación; hagamos de nuestro corazón el lugar donde Dios y el prójimo encuentran cabida.

La resurrección de Cristo «anima las esperanzas terrenas con la “gran esperanza” de la vida eterna e introduce ya en el tiempo presente la semilla de la salvación» (cf. Benedicto XVI, Spe salvi, 3; 7). En este sentido, el Santo Padre anima, para esta Cuaresma, a que no nos cansemos de orar, ni de extirpar el mal de nuestra vida, ni de hacer el bien en la caridad activa hacia el prójimo. La Cuaresma, revela, «nos recuerda cada año que el bien, como el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día».

Por todo ello, afianzados en la Virgen María, aquella que «conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19), meditemos sobre cuál es el fruto de nuestra limosna, cuánto es el precio de nuestro ayuno y qué colma de sentido nuestra oración. Solo así, adentrándonos en el amor del corazón de Jesús, podremos caminar con Él en los desiertos que en muchas ocasiones debemos atravesar en nuestra vida. Ayunemos y oremos de modo particular este miércoles de ceniza por la paz en el mundo y de modo particular en la vecina Ucrania.

Con gran afecto, os deseo un feliz inicio de la Cuaresma.

Parroquia Sagrada Familia