Evangelio del domingo, 21 de agosto de 2022

Es bueno que preguntemos cuando no sabemos o dudamos en cosas de religión. A Jesús muchas veces le preguntaban, y se alegraba y respondía cuando veía que las preguntas provenían de una buena voluntad, como cuando los apóstoles le preguntaban sobre el significado de algunas parábolas. El problema estaba cuando le preguntaban para ponerlo a prueba, como si fuese una trampa, o simplemente por curiosidad, como en el evangelio de hoy: “¿Son pocos los que se salvan?” Así pasa hoy con muchas noticias y comentarios sobre la religión: Muchas veces sólo se busca lo externo y lo que pretende satisfacer la curiosidad. En la vida también se suele atender a cosas ociosas, dejando de lado los auténticos problemas de la vida.

¿Por qué tendría aquel hombre esa curiosidad? Podía provenir por dos razones:
1) Porque había una tendencia de ver a Dios como demasiado justiciero y hasta vengativo; sin embargo Jesús predicaba un Dios que es Padre lleno de bondad para con todos.
2) Porque los judíos eran pocos respecto al resto del mundo, y ellos creían que eran los únicos que podían salvarse. Sin embargo Jesús predicaba el amor de Dios universal para todos.  Hoy también muchos se hacen la misma pregunta, y hasta sacan conclusiones “a la letra” de la Biblia, como los testigos de Jehová que dicen que sólo se salvan 144 mil, sin pensar en los números simbólicos de la Biblia. De esa manera tendría que estar ya muy “cerrado” el cielo.

Jesús no responde directamente a estas preguntas, las tramposas y las curiosas. Pero aprovecha la pregunta para darnos una gran doctrina. No responde sobre cuántos se salvarán, pero nos dice lo que tenemos que hacer para salvarnos. Y nos dice dos cosas fundamentales: Que el hecho de salvarse no depende de la raza o asociación a la que se pertenece, y que hay que esforzarse por cumplir sus mensajes de salvación.

No importa a qué raza se pertenezca. Esto se lo decía Jesús especialmente a los judíos, ya que los fariseos y maestros de la ley ponían la perfección en cumplir, aunque fuese sólo de forma externa, multitud de preceptos que ellos se habían inventado. Claro, los paganos no los cumplían sencillamente porque no los sabían. Y por eso lesexcluían de la salvación. Jesús va a hablar claramente diciendo que, aunque sea difícil, Dios quiere que todos se salven. Y de hecho habrá muchas personas, de todas las partes del mundo, que “se sentarán en el Reino de Dios”. De modo que muchos que son los últimos, para los judíos, serán los primeros, mientras que otros que se tienen por primeros, serán los últimos. Para Dios no hay distinción de razas.

Lo más tremendo será que muchos que en la vida se han tenido como amigos de Jesús, porque han pertenecido a la Iglesia y hasta han practicado sacramentos y la oración, pueden quedarse por fuera porque no han sabido pasar por la “puerta estrecha”. Tendrá que ser trágico para éstos verse rechazados por el mismo Jesús. En otras ocasiones había insistido en lo mismo, como cuando dijo: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el cielo, sino quien haga la voluntad de mi Padre”.

La puerta estrecha puede ser símbolo de austeridad, humildad y desprendimiento. Es el cumplir los mandamientos, sobre todo el amor, y es vivir con el espíritu de las bienaventuranzas. Salvarse no es sólo escuchar a Jesús y aun hablar con El, sino seguirle, ya que El es el “camino” que nos lleva a la verdadera puerta de salvación.

Hoy también nos dice Jesús que no es fácil, de modo que hay que “forcejear” o hacer fuerza para entrar por esa puerta. El mensaje no es para tener miedo, sino para que tengamos responsabilidad y estemos en ambiente de conversión.

La puerta la solemos hacer estrecha nosotros mismos con nuestros vicios y nuestro egoísmo; pero Dios la quiere abrir a todos. Allí no hay plazas limitadas y no hay miedo de que no quepamos todos. Lo que sí necesitamos es cumplir la voluntad de Dios, que es seguir los mensajes de Jesús, especialmente el mandamiento del amor.

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Señor, ¿son pocos los que se salvan?

Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación de las almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la Iglesia” (así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios, pero para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la muerte es tan solo una posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta del amor de Dios por toda la eternidad.

Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de voluntad de retorno.

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Santa Teresa de Jesús Jornet, patrona de la ancianidad

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Una vez escuché al Papa Francisco decir a los ancianos que «están llamados a ser artífices de la revolución de la ternura». Y así, en clave de una esperanza que nunca se cansa de renacer, recordamos hoy a santa Teresa de Jesús Jornet, patrona de la ancianidad.

Su santo, que celebramos el próximo viernes 26, nos recuerda a una mujer que vivió dedicada –en cuerpo y alma– al servicio de los ancianos en estado de abandono. La vida de Teresa estuvo marcada por una fuerte vocación hacia todas esas causas difíciles donde no solo era necesaria la fe, sino también la pasión, la entrega, el cuidado, la caridad y la donación de uno mismo en pos de un amor infinito…

Leridana de nacimiento, desde muy pequeña se dejó llevar por la enseñanza hasta hacerse con el título de maestra. Tras varios años como educadora en Barcelona, recibe la llamada del padre Francisco Palau, su tío, quien le invita a trabajar como profesora en el Instituto de las Hermanas Terciarias Carmelitas, que él había fundado. Teresa desempeñó su labor allí, sin considerar en ningún momento la vida religiosa como opción para su vida. Ella, tras un tiempo, descubre que su verdadera vocación no se encontraba donde, anteriormente, había puesto su tienda…

Después de un largo discernimiento, Teresa decide entrar en el monasterio burgalés de las Clarisas de Briviesca, optando así por la vida contemplativa. Y aunque su afán religioso no se desvanece, la situación social le impide emitir los votos, por lo que vuelve a su hogar y se hace carmelita terciaria franciscana. Sin embargo, su regalo mejor guardado llegaría después: la Providencia le lleva a conocer una fundación nacida del celo sacerdotal de Saturnino López Novoa, canónigo de Barbastro. Este, junto a un grupo de sacerdotes amigos, se dedicaba al cuidado de ancianos abandonados. En ese momento, Teresa descubre que era el mismo Cristo quien le pedía entregarse a los demás desde ese servicio inspirado en la caridad evangélica, con los ancianos más pobres y desamparados.

«Cuidar los cuerpos para salvar almas» era la frase que acompañaba en todo momento su desmedido quehacer, por y para los demás. Y así, dándose sin descanso, secundaba Teresa de Jesús Jornet el carisma de la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, del que ella sería la superiora general durante 22 años (hasta el mismo día de su muerte, con solo 54 años).

La espiritualidad de la congregación se resume en acoger a los ancianos más pobres e integrarlos en un ambiente familiar, humano y fraterno donde estén cubiertas todas sus necesidades materiales, humanas, psicológicas y espirituales. Una tarea que esta religiosa no descuidó ni un solo momento, porque los ancianos eran su prioridad y el motivo por el cual veía en ellos el rostro de Cristo herido, necesitado, sufriente y resucitado. Fiel a las indicaciones de don Saturnino, encarnó el carisma y lo transmitió sin un solo respiro. Todas las hermanas decían de ella que era el alma y la vida de la Congregación, a la que condujo por caminos de caridad, entrega y santidad.

«Teresa Jornet tuvo algo, misterioso si se quiere, que nos atrae. A su lado se siente esa presencia inefable de la Vida que la sostuvo y la alentó en sus afanes de consagración a Dios y al prójimo, orientándola hacia la senda concreta de la caridad asistencial», confesó el Papa san Pablo VI en la homilía que pronunció en la Misa de canonización, el 27 de enero de 1974. El fruto de su ingente labor «cuajó de manera admirable, pero sin clamor externo», sostuvo el Santo Padre, dejando una verdadera profecía: «El quehacer de la gracia será siempre algo misterioso».

Declarada patrona de la ancianidad, es conocido el testamento que –desde su lecho de muerte– legó a la Congregación: «Cuiden con interés y esmero a los ancianos, ténganse mucha caridad y observen las Constituciones; en esto está su santificación».

Ponemos esta hermosa festividad y las casas que las Hermanitas tienen en Burgos y en Aranda de Duero en las manos de la Virgen María, a quien Teresa de Jesús Jornet amó desde una entrega total y una gozosa donación a Dios sirviendo a los ancianos. Y con sus palabras, nos abandonamos a ese amor con el que Dios Padre ama a cada uno de sus hijos desamparados, con el firme propósito de cuidar a los mayores como ella nos enseñó: «El Corazón de Jesús arde en llamas de purísimo amor. Con este amor purísimo es necesario que tratemos siempre a nuestros ancianos, interesándonos muchísimo de su bienestar temporal y eterno».

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

La Asunción de la Virgen: con la mirada puesta en el Cielo

Mario Iceta Gavicagogeascoa (Arzobispo de Burgos)

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Queridos hermanos y hermanas:

Cada 15 de agosto, con la fiesta de la Asunción de la Virgen María, celebramos en la Iglesia que Cristo se llevó al cielo a su Madre. Una celebración marcada por la alegría, porque María –elevada en cuerpo y alma– pone de manifiesto que la última palabra la tiene el amor: un amor que es más fuerte que la muerte.

El Catecismo de la Iglesia Católica, en el numeral 966, dice que la Asunción de la Santísima Virgen «constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos». Una llamada verdaderamente importante, que nos recuerda que el hecho de que María se halle glorificada en el Cielo, supone no solo la resurrección de Jesucristo, sino también el anticipo de nuestra propia resurrección.

Ella, aun siendo la Madre de Dios, pertenece a nuestra condición humana, excepto en el pecado de la que fue preservada desde su concepción inmaculada. Y esa humanidad configura el sentido de la historia, que encuentra su plenitud cuando, a través del discípulo amado, la hizo –in aeternum– madre nuestra: «He aquí a tu madre» (Jn 19, 26-27).

María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con el Hijo es reina del cielo y de la tierra. «¿Acaso así está alejada de nosotros?». El papa emérito Benedicto XVI, en una homilía pronunciada el 15 de agosto de 2005 en Castelgandolfo, lanzó esa pregunta, para proclamar que «María, al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros». Cuando estaba en la tierra, apuntó, «solo podía estar cerca de algunas personas» pero, al estar en Dios, «que está cerca de nosotros, más aún, que está dentro de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios». Por tanto, «al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones y puede ayudarnos con su bondad materna».

La Madre de Cristo, la misma que en la Anunciación se definió como «esclava del Señor», es ahora glorificada como Reina universal. Ella, la primera discípula, no experimentó la corrupción del sepulcro, y fue asunta al cielo, donde ahora reina, viva y gloriosa, junto a Jesús.

La Asunción de la Virgen María ha de ser huella, horizonte y sendero que nos recuerde que nuestra vida solo ha de tener un camino: el cielo. Siempre desde la generosidad hacia los hermanos más necesitados, siempre desde el servicio que, con su ejemplo, dejó instituido el Hijo del hombre, estando disponibles para servir y para dar la vida como rescate por muchos (Mt 20, 28). No será fácil, pero merecerá la pena. Y cuando más nos cueste, pongamos la mirada en tantos santos que descubren, en el corazón traspasado de la entrega, el acto más bello del amor.

¿Quién no se emociona con vidas como la de la Madre Teresa de Calcuta, la de san Juan de Dios, la de santa Bernardette o la de san Francisco de Asís? Ellos, pobres entre los pobres, vieron en María la prolongación de la misericordia, de la compasión y de la ternura de Jesús. Y quisieron ser pobres, porque la Sagrada Familia de Nazaret nació y creció en pobreza.

El fundador de la Orden Franciscana veía en los ojos de los pobres, a quienes él más amaba, el reflejo de Cristo y de María: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 85). Y la Madre Teresa, quien dedicó su amor a la Virgen María socorriendo a los más necesitados de la tierra, decía que «a María, nuestra Madre, le demostraremos nuestro amor trabajando por su Hijo Jesús, con Él y para Él».

Todas y cada una de las hermosas piedras de nuestra catedral está dedicada a nuestra Madre la Virgen María. Esta tarde, desde la catedral, llevaremos su preciosa imagen en procesión por nuestra ciudad para que podamos decirle que le queremos y que es la madre de nuestros hogares y nuestras vidas. Nos ponemos bajo su protección y le pedimos que cuide maternalmente de nosotros, especialmente de quienes más lo necesitan.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

Evangelio del domingo, 14 de agosto de 2022

Hoy nos habla Jesús con palabras que nos parecen desconcertantes y hasta algo duras. Pero, como en todas las palabras, debemos considerar las circunstancias y el contexto de ellas. Jesús iba camino de Jerusalén, iba a sufrir en la cruz para salvarnos. Él había venido para cambiar el mundo de una manera radical. Para ello debe contar con nuestras voluntades, que muchas veces se muestran muy rebeldes y obcecadas por el pecado. Él siempre ha mostrado con suavidad la gran misericordia de Dios; pero ve que no basta y se necesita una gran pasión, que es el fuego del Espíritu Santo. Sabe que su Pasión puede hacer encender ese fuego en la tierra, y por eso siente deseos de sumergirse en esas aguas terribles de la Pasión. Sabe también que seguir el Evangelio será difícil, porque exigirá una decisión fuerte, de modo que seguirle o no seguirle será causa de que haya división, hasta dentro de las mismas familias.

Por eso grita: “¡Fuego!”. Ya san Juan Bautista había dicho que Jesús bautizaría con Espíritu Santo y fuego. Éste suele significar el ardor y la pasión que se requiere para que la palabra de Dios encienda la tierra o por lo menos algunos corazones. También en Pentecostés el Espíritu Santo vino con fuego a los apóstoles, dándoles la fortaleza necesaria para predicar los mensajes de Jesús. En ese ardor del Espíritu se sienten quienes han sido sumergidos en el Espíritu. Muchos mártires han sentido las ansias del martirio para sumergirse, como Jesucristo, en las aguas salvadoras de su pasión.

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Parroquia Sagrada Familia